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Animales que inspiran a los escritores

Los gatos más atractivos que los perros. Platero y la gaviota. Los modelos marinos: Moby Dick y el Pez Espada de Hemingway. Entre los caballos, Rocinante, Mancha y Gato. La novela de Paul Auster

5 de Junio de 2016 | 00:17

Los animales están en la aurora de la literatura. Cinco siglos antes de Cristo, en la Antigua Grecia, se planteaban conflictos entre ellos, como si fueran seres humanos. Son los que están relatados en las fábulas de Esopo. Cada animal tiene su estilo, su comportamiento: el águila, el escarabajo, la zorra, la serpiente, el cuervo enfermo, el escorpión, el león enamorado, el ratón, la rana, el lobo. Pero antes de eso, incluso, tres siglos antes, en la Ilíada que fue el primer poema de la civilización occidental, los caballos de Aquiles lloraron ante la muerte de Patroclo.

Desde entonces y hasta hoy los animales inspiraron a los escritores. Elefantes belicosos, tigres selváticos, búfalos pastando en inmensas praderas, caballos como sombras errantes en las pampas, enormes cetáceos en los océanos, el pez espada del Caribe, los burros peludos o los más hogareños perros y gatos, todos ellos habitaron y enriquecieron el asombro de la creación.

No hay estadísticas, claro. Pero los críticos literarios aseguran que los gatos, entre los escritores, tienen una más alta estima que los perros. Nada parecía anticipar esta predilección: por el contrario las cualidades de los perros –entre ellas, el mayor grado de acercamiento con los hombres- vaticinaban su predominio sobre los felinos. Sin embargo, nuestro Osvaldo Soriano ya nos deja una advertencia: “No es posible usar al gato para nada personal, no hay manera de privatizarlos”, dijo. El gato es más autonómico y tal vez eso genera atracción.

Pablo Neruda, en otras palabras, ya había dicho lo mismo que Soriano. En su Oda al Gato escribió: “Los animales fueron/ imperfectos,/ largos de cola, tristes/ de cabeza./ Poco a poco se fueron/ componiendo,/ haciéndose paisaje,/ adquiriendo lunares, gracia, vuelo./ El gato,/ sólo el gato/ apareció completo/ y orgulloso:/ nació completamente terminado,/camina solo y sabe lo que quiere”.

El gato que Cortázar tenía en París y que bautizó como Theodoro W Adorno –dándole así el nombre de uno de los máximos filósofos alemanes de las pasadas décadas del 60 y 70- fue un felino orgulloso y pensador, decía. Los ojos fosforescentes de Teodoro W. Adorno se detenían en un punto enigmático e invisible y fue a partir de esas retinas fosforescentes que Cortázar terminó gestando a los cronopios.

Elefantes belicosos, tigres selváticos, búfalos pastando en inmensas praderas, caballos como sombras errantes en las pampas, enormes cetáceos en los océanos, el pez espada del Caribe, los burros peludos o los más hogareños perros y gatos, todos ellos habitaron y enriquecieron el asombro de la creación

También Soriano reparó en que Borges profesaba un contenido amor por los gatos. En la casa de la calle Maipú tuvo durante años a Beppo, bautizado con el mismo nombre del gato de Lord Byron. El otro se llamaba Odín, aunque a Beppo le dedicó el poema “La Cifra”. Según Soriano existe una muy trabada relación –de naturaleza, si se quiere, algo anarquista- entre los gatos y los escritores: ambos se sienten libres y hacen lo que les viene en gana.

Está claro que a los perros no les faltaron expresiones literarias consagratorias, tanto en poesía, en novela y en los demás géneros. Pero el caso más notable es el que presentó el escritor estadounidense Paul Auster, autor de Timbuktu –una admirable historia de la amistad y fidelidad entre un perro y su dueño- cuya principal virtud es que está como narrada por el propio animal. Timbuktu es el reino al que van los humanos cuando fallecen. Pero allí, desgraciadmente, no aceptan animales en compañía. El perro Mr Bones perdió a su maestro humano, Willy. Se queda solo en el mundo. En la obra cuesta, por momentos, desentrañar si la voz sale del patrón ausente o del perro que lo extraña.

UN BURRO, UNA GAVIOTA

A lo largo del Siglo XX se volvieron famosos un burro y una gaviota. Del primero basta transcribir el emocionado comienzo del libro: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.”

Se trata de “Platero y yo”, del poeta español Juan Ramón Jiménez. Sigue el segundo párrafo: “Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas.... Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal....

“Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...”. El autor de esta obra fue un poeta de voz pura, con una obra final que lo redimió del esteticismo en el que dicen había caído. Ese libro final se llamó “Dios deseante y deseado”, editado en 1949. Jiménez recibió el Nobel de Literatura en 1956.

En la segunda mitad del siglo XX una fábula novelada pobló las librerías del mundo. El libro se llamó “Juan Salvador Gaviota”, escrito por Richard Bach. Se trata sobre el aprendizaje de vivir y volar, a través del esfuerzo y las experiencias de una gaviota. Fue publicada en 1970 y se convirtió en best sellers, con millones de copias publicadas. La obra se reimprimió en 2006 con similar éxito.

LA BALLENA, EL PEZ ESPADA

Los océanos y mares prestaron también modelos memorables a la literatura. En 1851 el escritor estadounidense Herman Melville publicó Moby Dick, que es el nombre de una ballena –una suerte de sanguinario leviatán marino- al que persigue con obsesión el ballenero Pequod comandado por el capitán Ahab, que inicia una suerte de alucinada y autodestructiva persecución del enorme cetáceo blanco. La tripulación duda en sumarse a la aventura, pero al final lo hace y con similar fanatismo.

Más allá de las enseñanzas que la obra deja sobre la penosa cacería de la ballena durante el siglo XIX, se ha dicho, con razón, que sus capítulos contienen todos los rasgos humanos de la épica, incluyéndose allí temas tan diversos y profundos como el idealismo, la jerarquía, la sumisión, la obsesión, el pragmatismo, el racismo, la religión o la venganza.

Otro animal marino, con un protagonismo literario más pasivo que el de Mobby Dick, aunque también decisivo, es el combativo Pez Espada de Ernest Hemingway, que le presenta furiosa batalla en “El Viejo y el Mar” a un cansado y veterano pescador. El Pez Espada muerde uno de los anzuelos del Viejo hasta que luego de más de un día de porfiada resistencia cede. Sin embargo, la sangre que brota de sus costados llama a los tiburones que empiezan a devorárselo, mientras el Viejo reinicia su combate desigual, ahora contra los escualos. Finalmente, regresa a su pueblo tan sólo con el esqueleto del gran pez atado a su bote.

El trasfondo de esta obra surge con nitidez: la condición humana debe luchar contra todas las contingencias. Y ello mueve al asombro, cuando el protagonista de esta pelea es un hombre viejo. A pesar de que sus manos sangran, el Viejo ha vencido al Pez más combativo del mar Caribe y es un niño de la isla el testigo de esa proeza.

MODELOS INOLVIDABLES

Don Quijote decía que él tenía “mejor montura que los famosos Babieca del Cid y Bucéfalo de Alejandro Magno”, según cuenta Cervantes. ¿Cómo se llamaba aquel jamelgo manchego? “Cuatro días se le pasaron (al Quijote) en imaginar qué nombre le pondría...Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante”, dice el autor.

Rocinante, el caballo de aquel hombre sin olvido. ¿Por qué le puso ese nombre? Cervantes juega su idioma con maestría: “Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo”.

En nuestra literatura son muchos los caballos épicos. Puede mencionarse el emblemático overo rosao de Estanislao del Campo, aquel flete nuevo y parejito. También seducen los infatigables caballos del indio contados en el Martín Fierro, domados a pura paciencia

Pero asimismo se hicieron leyenda Mancha y Gato, los caballos argentinos de Solanet que en 1927 marcharon desde Buenos Aires a Nuev York guiados por el suizo Aimé Félix Tschiffely. En su recordado libro, dijo el raidista: “Mis dos caballos me querían tanto que nunca debí atarlos, y hasta cuando dormía en alguna choza solitaria, sencillamente los dejaba sueltos, seguro de que nunca se alejarían más de algunos metros y de que me aguardarían en la puerta a la mañana siguiente, cuando me saludaban con un cordial relincho”.

Pero quedan, claro, innumerables animales que merecerían más de una mención: el cerdo Napoleón, el cerdo Bola de Nieve, el caballo Boxer, las ovejas y aves analfabetas, el cuervo Moses, el burro Benjamín, la dulce y sumisa yegua Mollie que fueron, entre otros, los protagonistas principales de “La rebelión en la Granja” el maravilloso libro del George Orwell, editado en 1945, una clara alegoría contra el estalinismo entonces en auge y, desde luego, contra todos los autoritarismos que acosan a la humanidad.

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