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VICENTE COSTANTINI
Existen libros que, inesperadamente, se convierten en la culminación de una obra literaria. «Un arte invisible», el undécimo libro de poesía de César Cantoni (1951), parece estar destinado a convertirse en ejemplo de ello, por ser una de sus publicaciones más perdurables y personales. Cabe aclarar que esta afirmación se basa menos en un criterio valorativo que acumulativo: porque este libro reúne las principales obsesiones del poeta –el retrato familiar autobiográfico, la condición humana, la religión y el ateísmo, las miserias de la política, el desasosiego amoroso, la poesía y la amistad–, y las despliega ante el lector en seis secciones. La edición se completa con dibujos interiores –“ilustensiones”– de Abel Robino y un breve anexo en homenaje a Horacio Preler (1929-2015). Nada de esto es casual: antes de su exilio, Robino fue compañero de Cantoni en el grupo literario Latencia (1977-1979), en torno al cual gravitaban las figuras de Horacio Castillo y Preler como inspiradores y referentes.
Al igual que un juego de muñecas rusas, el poema “Un arte invisible” da título a la última sección, y ésta al libro todo; sin embargo, se equivocan quienes acuden al poema esperando encontrar en él un arte poética. Lo único certero sobre la poesía, parece sugerir Cantoni, es su imposibilidad de definición: una mamushka hueca
La ficción autobiográfica ya había sido un tema en otras obras de Cantoni: particularmente, en el notable «Diario de paso» (2008). “Señas de familia”, la primera sección de «Un arte invisible», agrega a la evocación de la infancia y la reflexión sobre la vejez un velado homenaje a Castillo (“…mi padre y mi madre / compraron un perro blanquinegro. / Mi hermana se quedó con la parte blanca; / yo me quedé con la parte negra… / Y el perro se murió”). También en esta sección aparecen dos rasgos que Cantoni maneja con eficacia y que se desarrollarán en el resto del libro: por un lado, el privilegio de lo narrativo y lo concreto, puesto en tensión con el lirismo que surge como un chispazo inesperado de la experiencia cotidiana; por otro lado, la preeminencia del yo, capaz de brindar una visión despiadada de sí mismo y el mundo.
De esta mirada implacable se nutren las tres secciones centrales del libro: “De los tres reinos”, “Siete poemas imperdonables” e “Insurrecciones mínimas”. La primera es, acaso, la más novedosa: aquí aparece parodiado el lenguaje escolar y didáctico, partiendo de “Homo erectus”, un poema que desquicia el estilo lexicográfico al definir al ser humano por su capacidad de caminar erguido, “de donde emana su inclinación a la superchería”. A éste le siguen otros poemas que subvierten el antiguo modelo tradicional de la composición escolar, como “Ejercicio práctico para niños en edad escolar con corolario” y “Tema: el universo. Explicación gráfica y sencilla”.
En “Siete poemas imperdonables” e “Insurrecciones mínimas”, Cantoni parece hacer suyos los versos de Vallejo: “Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo”. A diferencia del agnóstico, el ateo se asemeja en algo al creyente: intenta demostrar la inexistencia de Dios como éste la existencia. Por eso, no es contradictorio que Cantoni utilice la forma bíblica de la bienaventuranza para escribir una plegaria profana. Y en todo caso, si creemos en la existencia de Dios, dice en “La edad de la inocencia”, ¿por qué no creer en su creación como una acción inconsciente, como la del cachorro que destroza las lilas o el niño que rompe un juguete?
Al igual que un juego de muñecas rusas, el poema “Un arte invisible” da título a la última sección, y ésta al libro todo; sin embargo, se equivocan quienes acuden al poema esperando encontrar en él un arte poética. Lo único certero sobre la poesía, parece sugerir Cantoni, es su imposibilidad de definición: una mamushka hueca. “El poeta no tiene modo / de llamar la atención, / porque la poesía / es un arte invisible. // La poesía se escribe / sin palabras”. Hay, aquí, un gesto que simultáneamente denuncia el lugar menor en el que a veces se encasilla a la poesía –por su opacidad, por el trabajo que exige que realicen sus lectores– y, a la vez, toda una proclama sobre la necesidad de vivir poéticamente aún más allá del poema. Como su obra, el poeta –todo poeta– pasa frecuentemente inadvertido, pero este lugar le otorga la máxima libertad: observar sin ser visto; volverse invisible. “Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo”, afirma Leila Guerriero. Y Cantoni, con este libro, lo ha logrado.
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