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Séptimo Día |TENDENCIAS

El hombre que no estuvo en Malvinas

Un hombre que nunca estuvo en la Guerra de Malvinas, pero que estuvo y sigue estando todos los días a través del recuerdo y la memoria

29 de Marzo de 2015 | 00:26

Por JOSE SUPERA
ESCRITOR

Y en el sueño despierto de un hombre, en la guerra de sus días, en esa guerra interna y extensa, peleando por la conquista de su realidad, lejos de acá, en Malvinas, pero también en Tolosa, en una casa en el centro de una manzana, pasillo al fondo, perros que ladran, y el hombre ahí, en su trinchera, de la que no quiere salir, con todo su arsenal de historia, soldado de recuerdos, centinela de estos tiempos, un ojo que todo lo ve y lo sabe y lo siente, acá lo tenemos, enfrente nuestro, en este momento que son todos los momentos, este hombre, que nunca estuvo en la guerra, que no cargó un arma ni defendió ningún puesto de combate, pero que sin embargo, estuvo y sigue estando ahí, durante todos los días de la historia, que apenas son un segundo, el parpadeo de ojos de un dios desconocido.

Coleccionista de pasado. 
SOLDADO DEL RECUERDO.

Piso el terreno del campo de batalla de la casa de Javier García y veo pilas y pilas de revistas y diarios, cuadros, botas, camperas, bolsas de dormir, paquetes de esto y lo otro, una botellita de whisky a medio tomar, le pregunto por la botellita, que cómo la van a dejar por la mitad, allá en Malvinas, con el frío de mierda ese, y me contesta otra cosa, que la compró por e-Bay, a un inglés, que era de los altos mandos la botellita, y entonces me contesto yo mismo, diciéndome obvio, era obvio, y lo imagino al dueño de la botella, a un teniente cualquiera, corriendo, huyendo, dejando a sus chicos y todo atrás, la media botella como metáfora del cagón que la tomó, de la gente que no se define, o quizá no, quizá fue uno de esos pocos “Alto Rango” que se quedó combatiendo a la par de los suyos, con el arma en la mano, porque hubo historias de todos los colores.

Pero dejo de pensar. Javier me hace un café instantáneo. Me da la espalda y habla.

“Hasta el día de hoy no pude encontrar una razón de por qué hago esto de coleccionar objetos de Malvinas. Nunca me gustó la guerra ni las armas. No tengo buena memoria. No me acuerdo nada de cuando era chico. Sin embargo te puedo contar todo lo que me pasó el día que se desató la guerra. Ese día me lo acuerdo tal cual. Yo tenía 13 años. Nos juntaron a todos en el patio del colegio y nos dijeron que nos vayamos a casa. Cuando llegué a casa y prendí la tele, ahí empezó la historia que me marcó para siempre”.

Me da el café. Nos sentamos.

“Tengo 33 años de recortes. Todo lo que sale en los diarios sobre Malvinas yo lo corto y lo pego y lo encuaderno. Cada tomo tiene un año. Tengo diarios y revistas inglesas, de la época y actuales. En mi computadora guardo las fotos de cada uno de los soldados que murieron en la guerra. Los identifiqué a todos, están acá conmigo”, me dice con orgullo. Charlamos de mi guerra. Que es también la guerra de mi familia. La guerra del silencio. Le cuento de mi tío. Que estuvo allá combatiendo. Que se murió unos años después. Que todo eso fue una bomba para nosotros. Y que mi abuela al perder su hijo perdió también una parte de ella y se atrincheró para siempre en su cama. Que hace poco también se murió el hijo de mi tío, mi primo. Después saca una carpeta con unas fotos y la abre y me muestra que tiene dos fotos con un hombre viejo. Quién es, quiero saber, aunque ya me la veo venir. “Es el General Menéndez, el Gobernador de las Islas, me recibió en la casa el tipo”. Cierro la carpeta de un golpe. No digo más nada. Nos miramos.

Afuera se escucha el sonido de un helicóptero.

Mira hacia arriba. Los ojos se le vuelven de vidrio.

“¿Escuchás? Cada vez que pasa un helicóptero se me eriza la piel. Siento el temor por el ruido. Es como si hubiera estado ahí. Todo el tiempo tengo presente la guerra. Aunque no haya estado combatiendo. Los chicos del CECIM me han recibido siempre con los brazos abiertos, ellos me hacen sentir uno más”.

Me muestra una campera de un soldado fallecido. La consiguió porque se la regaló el hermano, después de buscar a esa familia durante una larga travesía que lo llevó hasta Mar del Plata más de una vez. Sigue contándome cosas de Malvinas. De cuando visitó las Islas con los chicos del CECIM. Usa varias veces la expresión “piel de gallina”. Por un momento sus anécdotas y vivencias son las de alguien que estuvo combatiendo. Siente la causa. Siente dolor y angustia. Me habla de la 1era Sección de la Compañía B, amigos de él que recibieron a la muerte a la noche, cuando llegaba cruzando el océano y hablando en inglés. Se le cae una lágrima cuando menciona a los caídos. “Estaba la muerte adelante mío”, me cuenta que le contaron, pero estuvo ahí, lo dice convencido, como si hubiera estado ahí. “Cuando volví de las Islas estuve una semana shockeado, llorando todos los días”.

Hasta que saca de su arsenal de recuerdos y memoria, una carpeta gigante, llena de fotos, de las diferentes compañías. Se ven varias filas de soldados conscriptos, como la foto de un equipo de fútbol u otro deporte, pero todas caras de nenes, con miedo, cero ganas de salir a la cancha a jugar ese partido, y en las filas inferiores, pero superiores siempre, ellos, los de anteojos y gorra y medalla, los “Alto Rango”, serios, con caras de malos. Buscalo, me dice. Y me desespero. No puedo acordarme en que compañía estaba mi tío. Voy buscando una por una, cara por cara, así, pero son todos iguales, aunque diferentes, y no puedo encontrarlo, llego a mirar batallones enteros, quizá mire la cara de todos los soldados que estuvieran en las islas, y mis ojos, por un efecto extraño de acumulación de rostros, de velocidad, vean a todas esas caras iguales, o no iguales, sino como una sola cara, como si nuestra identidad fuera única: esa cara de miedo y a la vez risueña, descreída, tímida. Y uno se parece a mi tío. Sonriendo. Picarón. Pero después no, me digo que no, que no es. Y otro también. Este es igualito. Pero después de verlo un rato digo que no, tampoco, porque todos son mi tío, todos son esos pibes a los que le cagaron la vida, los que deberíamos recordar no un solo día sino todos, porque recordándolos olvidaríamos el dolor, la bronca, el odio, sabiendo que se puede combatir a través de armas más nobles como el recuerdo y la memoria, el amor y la paz, esa que mi tío y todos los que se fueron porque no aguantaban más, nunca pudieron encontrar.

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