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Los escritores olvidados

El eclipsamiento de grandes autores, como Manuel Peyrou, Vicente Barbieri y Héctor Murena. Los casos de Soriano, Mallea, Filloy, Anderson Imbert, Martínez Estrada o Marechal. Los críticos hablan de “un país afecto a la desmemoria literaria”

MARCELO ORTALE

12 de Febrero de 2017 | 00:41

La todavía inexistente antología de escritores argentinos olvidados se vuelve cada vez más concurrida. No se habla de poetas, novelistas o ensayistas desconocidos, sino de aquellos que estuvieron alumbrados por el reconocimiento del público y que, de pronto, ingresaron al ocaso. No hace mucho se aludió en un diario metropolitano al aún reciente ejemplo de Osvaldo Soriano que, antes de morir en 1997, era el más vendido y leído de los autores. Cinco años después su nombre comenzó a desaparecer y hoy cuesta encontrar un ejemplar suyo en las librerías.

Tampoco se encuentran fácilmente libros de Eduardo Mallea, de Enrique Anderson Imbert, de Ezequiel Martínez Estrada o de Leopoldo Marechal. Es casi imposible hallar en las librerías una obra del cordobés Juan Filloy, uno de los autores de mayor originalidad en la literatura hispanoamericana. Sin embargo, sobre todos estos autores gravita aún, como una aureola, la memoria reverente de muchos lectores.

Sobre otros, en cambio, es como si hubiera llegado la inclemencia de la nada, pese a que fueron creadores de obras que los críticos no dejan de elogiar con fervor. Entre estos puede mencionarse al poeta bonaerense Vicente Barbieri –que vivió unos años en La Plata-; a Manuel Peyrou, perfecto novelista policial y a ese luminoso pensador, ensayista y poeta que fue Héctor Murena.

Quienes conocen a fondo las obras de estos tres autores, coinciden, por separado, en una conclusión común: la ingratitud habitual del olvido, con inexplicable intensidad, se ensañó con ellos y sus escritos permanecen desaprovechados, como los fuegos que dan calor para nadie en los espacios vacíos de seres humanos.

VICENTE BARBIERI

Cuando se cumplieron cien años del nacimiento de ese gran poeta que fue Vicente Barbieri (1903-1956), el crítico Horacio Armani escribió para La Nación una nota en cuyo primer párrafo resume lo que significó el autor de la memorable oda al Río Salado: “Un atardecer soleado y frío de agosto de 1948, Juan Ramón Jiménez, con su mujer, Zenobia Camprubí, y dos o tres poetas jóvenes visitó, llevando un ramo de flores como homenaje, al poeta Vicente Barbieri, postrado en su lecho de enfermo en un pequeño departamento de la Avenida Alem al 500 (que años más tarde se llamaría Del Libertador). Era entonces Barbieri una de las voces más importantes de la poesía argentina y ahora que se cumplen cien años de su nacimiento parece raro recordarlo en un país tan afecto a la desmemoria literaria. Para quienes lo conocimos, Barbieri estará siempre presente: fue un creador apasionadamente original en un siglo donde surgieron las obras esenciales de nuestra lírica”.

La visita de Juan Ramón Jiménez ejemplificaba el valor de este poeta, hoy tan categóricamente olvidado. Pero ya la sola vida de Barbieri resulta conmovedora y digna de rescate. Nació en una zona rural de la ciudad bonaerense de Alberti. A los once días de nacer, su madre murió y entonces su padre confió el bebé al cuidado de la dueña de una pequeña estancia en donde se crió hasta los 16 años.

Como joven vagabundéo hasta que necesitó trabajar y lo hizo como peón de cuadrilla de ferrocarril, fue cargador de bolsas, tipógrafo, luego periodista y maestro rural. “Lo más terrible para mí –recordará- eran las horas de trabajo sobre las lomas de la vías, el viento helado, con el pico en las manos. Tenía las palmas de las manos destrozadas”.

Con la pobreza y el hambre como compañeras, fundó un periódico en Alberti y sólo ganó más deudas. En 1935 se estableció en Buenos Aires y logró publicar su primer libro de poemas y por obra de Borges un cuento en el suplemento de Crítica. Las penurias económicas no dejaban de acosarlo hasta que a fines de 1936 consigue un puesto en la secretaría de prensa de la Gobernación bonaerense, en La Plata, de la que hablará con afecto: “Aquella quieta ciudad, el alejamiento, la tranquilidad –por un tiempo de tener comida todos los días y una cama segura-, por Dios que me hacía mucha falta!”.

Barbieri, a quien se calificó como “el lírico de la llanura bonaerense”- conoció y trabó una íntima amistad en La Plata con el escritor, periodista y poeta Alberto Antulio Bonicatto.

Quienes conocen a fondo las obras de estos tres autores (Peyrou, Barbieri y Murena), coinciden, por separado, en una conclusión común: la ingratitud habitual del olvido, con inexplicable intensidad, se ensañó con ellos y sus escritos permanecen desaprovechados

La obra de Barbieri que se caracteriza por ser eminentemente paisajística, se inició con Fábula de corazón (1939), a la que siguieron La columna y el viento (1942), El río distante (1945) y Anillo de sal (1946). En El río distante integró sus vivencias en un marco el marco de las llanuras pampeanas. Otras obras suyas son Desenlace de Endimión (1951), El bailarín (1953) y las póstumas El intruso (1957) y Balada del Río Salado (1957), de las que se transcriben aquí sus primeras estrofas:

Era en la infancia, en juncos y rocío,/cuando lo vi pasar, arrodillado./Mojaba soles y castillos fríos/ en relatos de tiempo lloviznado./ ¡Ay!, ya sé que mi jugo enamorado/ fue de tiempo mejor, tiempo de ríos.// Y su sabor, amor de vieja andanza,/ doliendo sigue en tiempo transferido./ En hierro antiguo y pesadumbre avanza/por un correr callado y dolorido/ en grises campos y poniente ardido,/con mi ribera y puente de esperanza.// ¡Qué poniente mejor, qué resignados/ sus sauces de oración, líquida pena,/sus cirios, en la noche, con ahogados,/su fábula y pasión sobre la arena,/y su estrella magnífica y serena/ sobre luces de peces acerados!

PEYROU

Del novelista y periodista Manuel Peyrou (1902-19749), Borges se ocupó calificándolo como el injustamente olvidado autor de “La espada dormida”. Allí sostiene que “toda improbable antología futura que no incluya La espada dormida o La playa mágica (ambos cuentos policiales de Peyrou) me parecerá, bien lo sé, un libro inexplicable y algo monstruoso”. Abogado que nunca ejerció la profesión, Peyrou se dedicó al periodismo y durante décadas se desempeñó en el diario La Prensa. Conoció a Borges y se hicieron amigos íntimos.

En 1948 publica su novela “El estruendo de las rosas”, acaso su obra más conocida, afiatándose como autor de relatos de detectives y abriendo la veta del género policial en la Argentina, pero pronto llegaría la amnesia.

Del excelente autor que fue Peyrou dice el crítico y hoy académico de letras Antonio Requeni: “El relato de detectives, especie literaria que cultivó durante su primera etapa de escritor, fue el género en el que llegó a producir sus mejores páginas. Sin desmedro de su estilo personal, esos libros iniciales lo acercaban espiritualmente a Chesterton y a O’Henry, para quienes la complejidad y la destreza del razonamiento deductivo se amalgamaban con el ejercicio del ingenio y la ironía. Los cuentos policiales de Peyrou figuran en varias antologías argentinas y extranjeras. Entre las últimas, pueden citarse: Los más bellos cuentos del mundo, editada en Madrid por el Reader Digest, y la Antología de escritores argentinos, publicada en 1970, en Grecia, por Jorge Humuziadis. Asimismo, su novela El estruendo de las rosas fue traducida al inglés, editada por Herder and Herder, de los Estados Unidos, que también incluyó su cuento «Julieta y el mago» en una antología de cuentos hispanoamericanos”.

MURENA Y OTROS

Poeta y sobre todo filósofo y ensayista, Héctor Murena (1923-1975) deslumbró con sus trabajos allá por las décadas del 50, 60 y 70, en especial con uno de sus trabajos capitales: “El pecado original de América”.

No hace mucho se aludió en un diario metropolitano al aún reciente ejemplo de Soriano que, antes de morir en 1997, era el más vendido y leído de los autores. Cinco años después su nombre comenzó a desaparecer y hoy cuesta encontrar un ejemplar suyo en las librerías

El sociólogo Héctor Schmucler ejemplifica la “cultura del olvido” en la Argentina, con el caso de Murena. “No de un libro en particular, sino de todo Murena, quien escribió novelas, poesías, ensayos y piezas de teatro que en conjunto hacen una obra que hoy es casi desconocida. Preguntar hoy por este autor a la gente joven y no tan joven es como preguntar por alguien inexistente, a pesar de algunos intentos muy aislados de rescatarlo cada tanto”.

“Me interesa enfatizar que Murena es un todo, es un pensador, que produce en distintos géneros, aunque podría decirse que es esencialmente un ensayista. Vivió entre 1923 y 1975, y tuvo un momento de auge. Por los años ‘60, la literatura argentina casi que se dividía entre murenistas y antimurenistas. Murena estuvo vinculado pero también peleado con la revista Sur”, dice.

Agrega que “hoy, a la distancia, podemos rescatar de él un pensamiento de una actualidad sorprendente. En algunos de sus ensayos, donde habla de la técnica como un elemento sustancial de la constitución -o más bien diría destrucción- de nuestra civilización, hay un enorme parecido con lo que podría pensar Martin Heidegger. A mí me gusta compararlo además con Benjamin, por su lectura a contra pelo de todo, y por otro con ese gran ensayista que es George Steiner. Hay en Murena, al igual que en Steiner, una creciente búsqueda de lo trascendente como fundamento de lo humano y de toda expresión artística. Uno de los libros más bellos de Murena, “La metáfora y lo sagrado”, tiene algo de “Presencias reales” de Steiner. Murena fue también un crítico intenso de la modernidad, una crítica que ahora está un poco de moda, por buenas y malas razones. Su primer gran ensayo, que en su momento tuvo una gran repercusión, fue “El pecado original de América”, donde se funden un profundo antifascismo y un similar antinorteamericanismo. Murena resulta hoy completamente ignorado. Y me temo que un pensamiento como el suyo, que se fue haciendo crecientemente místico, difícilmente vaya a ser rescatado en una época y en mundo que tiende cada vez más al facilismo y la ligereza”.

Pero hay tantos otros escritores que no merecen olvido. La lista infinita, casi impiadosa, se extiende: Luisa Mercedes Levinson, Manuel J. Castilla, Enrique Wernicke, Bernardo Kordon, German Rozenmacher, José Ingenieros, Mario Jorge De Lellis…

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