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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

Remar para vivir: una aventura en el Atlántico para proteger el mar

12 de Febrero de 2017 | 00:39

Por DIEGO MEDINA CREIMER
ColaboraciOn especial desde Canadá

En Montreal, a orillas del río San Lorenzo, frente a los rápidos de Lachine, allí donde los exploradores franceses debieron detenerse a principios del siglo XVII jaqueados por las aguas turbulentas, vive hoy la primera persona de América del Norte que cruzó el Atlántico remando en solitario, en dirección oeste-este.

Mylène Paquette es una mujer de 37 años, de sonrisa cálida y brazos fuertes. Recibe con amabilidad en su casa, donde comparte su hazaña, su amor por el mar y por el medio ambiente.

Lo primero que impresiona es el aspecto simple y despojado de su hogar: una casita gris, modesta, con enormes ventanas que miran al río. La morada, quizá, ya diga algo de su propietaria. El resto lo cuenta ella con entusiasmo.

- En América del Norte y Europa usted es una celebridad. En otros lugares no. ¿Cómo prefiere presentarse ante quienes no la conocen?

- Me presento como una aventurera, una educadora y una empresaria que cruzó el Atlántico remando, pero a veces no menciono esto último de entrada. Prefiero poner el énfasis en las otras características: aventurera, comunicadora, empresaria. Lo que nunca me olvido de mencionar es que yo defiendo el medio ambiente, y que trabajo apoyando a varios organismos medioambientales.

- ¿Por qué una asistente de enfermería de un hospital de niños, cuya materia prima es el afecto y la compasión, de repente un día lo deja todo para cruzar el océano en un pequeño bote?

- Yo no tenía estudios, y vivía en un medio “extremo”, rodeada de médicos ultra-especializados, de enfermeras muy competentes, y de chicos que padecían las enfermedades más graves de toda la provincia de Quebec. Esa gente vive situaciones extremas todos los días. Yo estaba en la veintena y me sentía pequeña al lado de ellos, y al mismo tiempo aspiraba a algo absoluto, grandioso. Quería lograr algo en la vida. Miraba a los médicos que habían hecho milagros, y a las familias que habían atravesado el infierno. Buscaba mi lugar en el mundo. Me interesaba el medio ambiente, pero los estudios universitarios no eran lo mío. No puedo quedarme sentada en un aula, y a menudo no entiendo las explicaciones complejas. Yo aprendo haciendo, y soy del tipo “a todo o nada”. Y fue justamente aprendiendo a navegar a vela que nació mi pasión por el mar y la aventura. Poco después descubrí el remo transatlántico. Fue un amor a primera vista. Y al mismo tiempo supe que nadie en América del Norte había logrado aún cruzar el Atlántico remando. Ningún hombre sobre todo, y eso que tres ya lo habían intentado. Ahí me dije: “Éste es el desafío que estaba buscando.”

- ¿Cuáles fueron los obstáculos materiales y espirituales más grandes que debió enfrentar en la preparación de la travesía?

- El dinero, sin duda. Y la soledad. Nadie me apoyó al principio. Apenas un puñado de amigos. Hicimos un video muy corto, lo pusimos en Internet, y entonces aparecieron algunas personas más dispuestas a ayudarme. Después fui a un concurso en un programa de televisión donde había que presentar un proyecto ambicioso, pero no me tomaron en serio. Al mismo tiempo, con el video y la ayuda de un periodista, cada vez más gente empezó a creerme. Y en un momento el proyecto cobró vida, ya era imparable. Y yo había empeñado mi palabra. Pero el dinero nunca alcanzaba. Yo ganaba cuatro mil dólares por año, y mi proyecto costaba un cuarto de millón, por lo menos. Todo era desmesurado. Pero los chicos enfermos que yo había conocido en el hospital me habían enseñado que no hay que temerle al futuro.

Quería lograr algo en la vida. Miraba a los médicos que habían hecho milagros, y a las familias que habían atravesado el infierno. Buscaba mi lugar en el mundo

- Cuando ya estaba remando en medio del océano, le tocó vivir momentos aterradores. Padeció tormentas y huracanes que rompieron piezas importantes del equipamiento que llevaba a bordo. En la cultura popular argentina tenemos una expresión que ilustra la capacidad de arreglarlo todo con casi nada: “lo atamos con alambre”. ¿Tiene una anécdota de este tipo?

- Sí, claro. En un momento se me rompió la antena de radio VHF. La base se separó y cayó al mar. Necesitaba urgentemente volver a levantar la antena porque estaba en medio de una tempestad. Entonces me di cuenta que la empuñadura de los remos tenía una forma parecida a la de la base de la antena. Corté un remo a la mitad con una sierra, y pude hacer una base nueva con el mango del remo y mucha cinta aisladora. ¡Funcionó! Después aseguré la base del remo con cuerdas que até a los extremos de la embarcación. Un remo serruchado, cinta aisladora, un poco de cuerda…y ya tenía una antena VHF nueva.

- Al final del libro “Entre tierra y mar” en el que cuenta su travesía (NDLR: disponible únicamente en francés) usted incluyó una “carta abierta al mar”. Allí le jura amor eterno y promete hablarles a todos los hombres de la Tierra de los peligros que acechan la salud de nuestros océanos. ¿Qué les diría a los lectores platenses que viven junto al río más ancho del mundo, que por desgracia es también uno de los más contaminados?

- La situación del Rio de la Plata es grave. Lo triste es que cuando hablamos de problemas medioambientales solemos culpar a la gente. Y la gente no tiene la culpa de todo. A veces somos cómplices de la contaminación simplemente porque no tenemos información, o porque no nos la quieren dar. Si entendiéramos realmente el daño que causan ciertas empresas, no elegiríamos los mismos productos. Sería absurdo decirle a la gente “no tire basura en la playa” y creer que eso va a arreglar el problema de fondo. Hay contaminación a gran escala, en el río y en sus afluentes. La responsabilidad última es de las empresas y los gobiernos. Hay que hacer valer el derecho de la gente a vivir en un medio ambiente sano. Es un derecho básico, y debería ser universal.

Mylène Paquette comenzó a remar en el puerto de Halifax, en Canadá, el 6 de julio de 2013 y llegó a la isla de Ouessant, en Francia, el 12 de noviembre del mismo año. Su travesía en solitario duró exactamente 129 días, 23 horas y 47 minutos. Las paredes del cuarto de su casa de Montreal exhiben un solo objeto decorativo que resume toda su hazaña: uno de los remos que usó para cruzar el Atlántico.

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