Cuando los "berrinches" son algo más complejo que un mero capricho infantil
El duro desafío que impone a muchas familias una enfermedad no sólo frecuente sino que crece en todo el mundo
| 30 de Enero de 2011 | 00:00

Bruno tenía poco más de un año cuando Estela Martín empezó a sospechar que algo no encajaba en la conducta de su hijo. Madre primeriza, carecía de parámetros para darse cuenta, pero los "berrinches" del bebé no eran normales: se dejaba caer en el piso y explotaba en llanto, a veces durante horas, sin que nadie pudiera entender la razón. Un médico al que acudió llegó a decirle que tal vez ella estuviera muy ansiosa; que el nene tenía "mamitis"; que lo dejara en un corralito y no volviera a verlo hasta que se le pasara. No conforme con el diagnóstico, Estela siguió buscando una explicación. Pero tuvo que pasar por tres pediatras y otros tres neurólogos antes de poder confirmar que, tristemente, su intuición de mamá no estaba errada.
Lo que le diagnosticaron a Bruno se conoce como Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), un término bastante englobador para hablar de varias patologías neurobiológicas que no sólo resultan frecuentes sino que en la última década habrían aumentado hasta un 30% en todo el mundo. Lejos de una "mamitis" pasajera, son una bomba que cambia para siempre la vida de las familias cuyos hijos las padecen.
Aunque el Trastorno Generalizado del Desarrollo se encuentra dentro del espectro del autismo, muchos de los chicos que nacen con él no se ajustan necesariamente a la imagen tradicional que se tiene de los autistas. Pueden o no sufrir cierto retraso mental o tener déficit de atención con hiperactividad; lo que es seguro es que perciben el mundo de una manera diferente a la del resto de las personas y muchas veces no pueden manejarlo porque son incapaces de expresar lo que sienten.
Un relámpago, un ventilador que agita las cortinas, un acontecimiento cualquier fuera de la rutina diaria pueden llevar a estos chicos a crisis extremas. De ahí que la gente suele creer que tienen serios problemas de conducta, las escuelas convencionales a menudo los rechazan y su cuidado implica un esfuerzo capaz de doblegar a la más abnegada de las mamás.
"UN CHICO DE CADA CIEN"
También Adela Brehinier se dio cuenta enseguida de que Camilo, su tercer hijo, se comportaba en forma extraña. En su caso no sólo por las crisis de llanto y el hecho de que prácticamente no dormía, sino porque no le fijaba la mirada y resultaba muy difícil que obedeciera indicaciones básicas. Por ejemplo, al llevarlo de la mano al almacén, cuenta, las muñecas de su hijo quedaban coloradas de lo fuerte que ella tenía que sujetarlo para que no escapara.
Esa conducta ha llevado a Camilo a estar constantemente en peligro a lo largo de su vida. Como muchos chicos con su Trastornos Generalizado del Desarrollo, él no mide riesgos. Más de una vez, sus papás lo han encontrado de pronto subido a techos e expuesto a situaciones de esas que hielan la sangre.
"Estos chicos no pueden razonar sobre situaciones de peligro porque son incapaces de construir un contexto social; así como tampoco pueden interactuar bien socialmente porque no logran construir una imagen representativa del otro. Lo que sucede es que tienen una alteración en el desarrollo de su cerebro. Para expresarlo en términos simples, se podría decir que en ellos el cableado no está bien. Por esa causa perciben también la información del entorno como un paquete en bruto que a veces no pueden manejar", explica el psiquiatra Antonio Ponce de León, quien se especializa en esta clase de trastornos.
¿Cómo llega a producirse tal alteración? En principio, el Trastorno Generalizado del Desarrollo tendría bases genéticas, pero distintos estudios sugieren también la incidencia de factores ambientales durante la primera etapa de gestación: desde alergias a ciertos alimentos, traumatismos intrauterinos y agentes virósicos hasta hábitos tóxicos como el tabaquismo, el alcoholismo o el consumo de drogas.
El hecho es que estos cuadros resultan mucho más frecuentes de lo que en general se cree. Mientras que en Nexo -un grupo de padres reunidos en La Plata en torno al TGD- aseguran que se da en una relación de uno cada cien chicos; el doctor Ponce de León señala que "sólo en la última década han crecido hasta en un 30 o 40%". Y eso "no se debe únicamente a que hoy se los detecta más".
AYUDA PARA TODO
Así como Camilo parecía no poder responder a indicaciones básicas, mostraba también desde muy pequeño habilidades sorprendentes. Su mamá recuerda que no tenía un año y medio cuando comenzó a reconocer las letras y darse cuenta cuándo estaban invertidas al punto de ordenar latas de alimentos y cartones de leche para que sus etiquetas quedaran en el sentido correcto. Esa conducta de Camilo no es infrecuente en chicos con su condición, quienes se relacionan con los objetos en forma peculiar: en lugar de experimentar con ellos, suelen tener comportamientos automáticos y compulsivos.
Este tipo de conductas -uno de los indicadores que observan los médicos al diagnosticar TGD- no significa que exista necesariamente algún grado de retraso mental. De hecho, hay chicos que son capaces de componer música desde pequeños o incluso resolver complejos problemas matemáticos, ya que su patología "afecta sólo ciertas áreas específicas del cerebro," explica Ponce de León.
El hecho es que aún cuando puedan ser inteligentes en algunos aspectos, resulta difícil que logren alcanzar la autonomía necesaria para valerse alguna vez por sí solos. En el caso de Camilo, quien a sus nueve años está empezando a aprender a leer, costó meses enseñarle a hacer la cama porque "su falta de concentración lo arrastra de inmediato a otra actividad", comenta la mamá.
Es así que él, como todos los chicos con TGD, necesita de un acompañante terapéutico permanente, tanto en la escuela como en su casa; alguien que lo guíe todo el tiempo y lo ayude a aprender a valerse por sí sólo en cuestiones tan cotidianas como cepillarse los dientes o cruzar la calle. "No es que las mamás busquemos deslindarnos de nuestras responsabilidad como podría creer cualquier que no sepa de qué se trata; es que resulta imposible. Los cuidados que exigen y el ritmo al que te llevan sobrepasa todo lo que podemos darles si no tenemos ayuda", asegura Adela Brehinier.
UNA ANGUSTIANTE PERSPECTIVA
Hasta hace unas pocas décadas, el destino natural de los chicos como Bruno o Camilo era un hospital psiquiátrico. Hoy en cambio se sabe que con la estimulación necesaria pueden alcanzar cierta independencia. Pero para que llegue a ser así, esa estimulación debe empezar desde muy temprana edad y, sobre todo, ser intensiva.
Pocos se imaginan hasta qué punto estos chicos requieren tener alrededor una vasta estructura terapéutica. "No es un capricho, está indicado por todos los psiquiatras que conocen el tema: nuestro hijos necesitan entre cuatro y siete especialistas para poder evolucionar: un psiquiatra, un psicólogo, un acompañante terapéutico para el hogar, otro para la escuela, una maestra integradora, un terapista ocupacional y a veces una fonoaudióloga", explica Rosa María Boffa, la presidente de Nexo.
Lo cierto es que aún cuando el TGD constituye una discapacidad, y la Ley de Discapacidad establece en nuestro país cobertura integral, las familias deben luchar constantemente y a brazo partido para conseguirla. Las obras sociales en general y IOMA, en particular, se las niegan o retacean, aseguran.
"Es una verdadera locura lo que vivimos. Los obstáculos y exigencias administrativas que nos ponen son tantas que lugar de poder dedicarnos a nuestros hijos vivimos peleando contra las obras sociales para que nos den lo por Ley corresponde. Y aún así, muchas veces ni siquiera lo conseguimos. De hecho, hay varias familias que hoy están por perder la posibilidad de que sus hijos vuelvan a la escuela porque IOMA les debe a los acompañantes terapéuticos el sueldo de los últimos seis meses. Y claro, quién puede seguir trabajando en esas condiciones", plantea Boffa.
Con una necesidad de apoyo terapéutico tan grande que difícilmente alguien pueda costearla por su cuenta, la seguridad social -lo mismo que el sistema educativo, que rara vez logra una verdadera integración de estos chicos- parece poner a sus familias ante una angustiante perspectiva. Porque si bien su destino quizás no sea hoy un hospital psiquiátrico como sucedía décadas atrás, nadie puede garantizar en las condiciones actuales que no vuelva a serlo en unos años, cuando ya de adultos y sin haber tenido la oportunidad de aprender a valerse un poco, tampoco estén sus padres para poder ayudarlos.
Lo que le diagnosticaron a Bruno se conoce como Trastorno Generalizado del Desarrollo (TGD), un término bastante englobador para hablar de varias patologías neurobiológicas que no sólo resultan frecuentes sino que en la última década habrían aumentado hasta un 30% en todo el mundo. Lejos de una "mamitis" pasajera, son una bomba que cambia para siempre la vida de las familias cuyos hijos las padecen.
Aunque el Trastorno Generalizado del Desarrollo se encuentra dentro del espectro del autismo, muchos de los chicos que nacen con él no se ajustan necesariamente a la imagen tradicional que se tiene de los autistas. Pueden o no sufrir cierto retraso mental o tener déficit de atención con hiperactividad; lo que es seguro es que perciben el mundo de una manera diferente a la del resto de las personas y muchas veces no pueden manejarlo porque son incapaces de expresar lo que sienten.
Un relámpago, un ventilador que agita las cortinas, un acontecimiento cualquier fuera de la rutina diaria pueden llevar a estos chicos a crisis extremas. De ahí que la gente suele creer que tienen serios problemas de conducta, las escuelas convencionales a menudo los rechazan y su cuidado implica un esfuerzo capaz de doblegar a la más abnegada de las mamás.
"UN CHICO DE CADA CIEN"
También Adela Brehinier se dio cuenta enseguida de que Camilo, su tercer hijo, se comportaba en forma extraña. En su caso no sólo por las crisis de llanto y el hecho de que prácticamente no dormía, sino porque no le fijaba la mirada y resultaba muy difícil que obedeciera indicaciones básicas. Por ejemplo, al llevarlo de la mano al almacén, cuenta, las muñecas de su hijo quedaban coloradas de lo fuerte que ella tenía que sujetarlo para que no escapara.
Esa conducta ha llevado a Camilo a estar constantemente en peligro a lo largo de su vida. Como muchos chicos con su Trastornos Generalizado del Desarrollo, él no mide riesgos. Más de una vez, sus papás lo han encontrado de pronto subido a techos e expuesto a situaciones de esas que hielan la sangre.
"Estos chicos no pueden razonar sobre situaciones de peligro porque son incapaces de construir un contexto social; así como tampoco pueden interactuar bien socialmente porque no logran construir una imagen representativa del otro. Lo que sucede es que tienen una alteración en el desarrollo de su cerebro. Para expresarlo en términos simples, se podría decir que en ellos el cableado no está bien. Por esa causa perciben también la información del entorno como un paquete en bruto que a veces no pueden manejar", explica el psiquiatra Antonio Ponce de León, quien se especializa en esta clase de trastornos.
¿Cómo llega a producirse tal alteración? En principio, el Trastorno Generalizado del Desarrollo tendría bases genéticas, pero distintos estudios sugieren también la incidencia de factores ambientales durante la primera etapa de gestación: desde alergias a ciertos alimentos, traumatismos intrauterinos y agentes virósicos hasta hábitos tóxicos como el tabaquismo, el alcoholismo o el consumo de drogas.
El hecho es que estos cuadros resultan mucho más frecuentes de lo que en general se cree. Mientras que en Nexo -un grupo de padres reunidos en La Plata en torno al TGD- aseguran que se da en una relación de uno cada cien chicos; el doctor Ponce de León señala que "sólo en la última década han crecido hasta en un 30 o 40%". Y eso "no se debe únicamente a que hoy se los detecta más".
AYUDA PARA TODO
Así como Camilo parecía no poder responder a indicaciones básicas, mostraba también desde muy pequeño habilidades sorprendentes. Su mamá recuerda que no tenía un año y medio cuando comenzó a reconocer las letras y darse cuenta cuándo estaban invertidas al punto de ordenar latas de alimentos y cartones de leche para que sus etiquetas quedaran en el sentido correcto. Esa conducta de Camilo no es infrecuente en chicos con su condición, quienes se relacionan con los objetos en forma peculiar: en lugar de experimentar con ellos, suelen tener comportamientos automáticos y compulsivos.
Este tipo de conductas -uno de los indicadores que observan los médicos al diagnosticar TGD- no significa que exista necesariamente algún grado de retraso mental. De hecho, hay chicos que son capaces de componer música desde pequeños o incluso resolver complejos problemas matemáticos, ya que su patología "afecta sólo ciertas áreas específicas del cerebro," explica Ponce de León.
El hecho es que aún cuando puedan ser inteligentes en algunos aspectos, resulta difícil que logren alcanzar la autonomía necesaria para valerse alguna vez por sí solos. En el caso de Camilo, quien a sus nueve años está empezando a aprender a leer, costó meses enseñarle a hacer la cama porque "su falta de concentración lo arrastra de inmediato a otra actividad", comenta la mamá.
Es así que él, como todos los chicos con TGD, necesita de un acompañante terapéutico permanente, tanto en la escuela como en su casa; alguien que lo guíe todo el tiempo y lo ayude a aprender a valerse por sí sólo en cuestiones tan cotidianas como cepillarse los dientes o cruzar la calle. "No es que las mamás busquemos deslindarnos de nuestras responsabilidad como podría creer cualquier que no sepa de qué se trata; es que resulta imposible. Los cuidados que exigen y el ritmo al que te llevan sobrepasa todo lo que podemos darles si no tenemos ayuda", asegura Adela Brehinier.
UNA ANGUSTIANTE PERSPECTIVA
Hasta hace unas pocas décadas, el destino natural de los chicos como Bruno o Camilo era un hospital psiquiátrico. Hoy en cambio se sabe que con la estimulación necesaria pueden alcanzar cierta independencia. Pero para que llegue a ser así, esa estimulación debe empezar desde muy temprana edad y, sobre todo, ser intensiva.
Pocos se imaginan hasta qué punto estos chicos requieren tener alrededor una vasta estructura terapéutica. "No es un capricho, está indicado por todos los psiquiatras que conocen el tema: nuestro hijos necesitan entre cuatro y siete especialistas para poder evolucionar: un psiquiatra, un psicólogo, un acompañante terapéutico para el hogar, otro para la escuela, una maestra integradora, un terapista ocupacional y a veces una fonoaudióloga", explica Rosa María Boffa, la presidente de Nexo.
Lo cierto es que aún cuando el TGD constituye una discapacidad, y la Ley de Discapacidad establece en nuestro país cobertura integral, las familias deben luchar constantemente y a brazo partido para conseguirla. Las obras sociales en general y IOMA, en particular, se las niegan o retacean, aseguran.
"Es una verdadera locura lo que vivimos. Los obstáculos y exigencias administrativas que nos ponen son tantas que lugar de poder dedicarnos a nuestros hijos vivimos peleando contra las obras sociales para que nos den lo por Ley corresponde. Y aún así, muchas veces ni siquiera lo conseguimos. De hecho, hay varias familias que hoy están por perder la posibilidad de que sus hijos vuelvan a la escuela porque IOMA les debe a los acompañantes terapéuticos el sueldo de los últimos seis meses. Y claro, quién puede seguir trabajando en esas condiciones", plantea Boffa.
Con una necesidad de apoyo terapéutico tan grande que difícilmente alguien pueda costearla por su cuenta, la seguridad social -lo mismo que el sistema educativo, que rara vez logra una verdadera integración de estos chicos- parece poner a sus familias ante una angustiante perspectiva. Porque si bien su destino quizás no sea hoy un hospital psiquiátrico como sucedía décadas atrás, nadie puede garantizar en las condiciones actuales que no vuelva a serlo en unos años, cuando ya de adultos y sin haber tenido la oportunidad de aprender a valerse un poco, tampoco estén sus padres para poder ayudarlos.
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