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ELDIA |INFORMACION GENERAL

Dramáticos reclamos por muertes de la inseguridad

EL DIA reunió a familiares de víctimas fatales de hechos delictivos. Cuentan el penoso proceso de buscar justicia y reconstruir sus vidas después de sufrir el horror en carne propia

25 de Mayo de 2014 | 00:00
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TODOS TIENEN ALGO EN COMÚN. PERDIERON A UN PADRE, UNA MADRE O UN HERMANO EN UN HECHO DE INSEGURIDAD. EL DIA LOS REUNIÓ ESTA SEMANA PARA RECONSTRUIR EL TERRIBLE PROCESO QUE SE INICIA DESPUÉS DE ESE GOLPE. PIDEN JUSTICIA DESDE EL DOLOR MÁS EXTREMO
TODOS TIENEN ALGO EN COMÚN. PERDIERON A UN PADRE, UNA MADRE O UN HERMANO EN UN HECHO DE INSEGURIDAD. EL DIA LOS REUNIÓ ESTA SEMANA PARA RECONSTRUIR EL TERRIBLE PROCESO QUE SE INICIA DESPUÉS DE ESE GOLPE. PIDEN JUSTICIA DESDE EL DOLOR MÁS EXTREMO

Ximena Aibar vive aterrada.

Desde el 8 de abril pasado que vive aterrada. Ese día, su madre Elvira García Pérez, de 67 años, apareció estrangulada en su casa de 63 y 162, en Los Hornos. Vivían una al lado de la otra, en una construcción compartida de ladrillos huecos sin revocar. La que descubrió el cuadro terrible fue su hija, de 17 años. La adolescente encontró a su abuela amordazada en la cama, boca abajo y con el camisón blanco manchado de sangre. En ese mismo lugar, una casita humilde que recién terminaba de construir tras casi seis años de obra, Ximena tiene que dormir ahora con sus dos hijos. Y no quiere. No quiere porque está aterrada. “Los asesinos para mí son del barrio -dice ella, conmovida-. Algún raterito que la fichó porque pensaba que tenía plata. Qué se yo. Es todo una locura: después de tantos años pude terminar la casa y ahora me quiero ir. Quiero vender todo, o alquilarlo. No puedo dormir tranquila con mis hijos en el mismo lugar donde asesinaron a mi vieja. ¿Y si ahora vienen a matarnos a nosotros?”.

Enfermera del hospital San Roque de Gonnet, Ximena lleva casi un mes de licencia en el trabajo y varias noches sin poder pegar un ojo. No es la única: desde que empezó el año, cuatro familias de la Región se vieron quebradas por episodios donde la inseguridad terminó en muerte (ver pág. 5). Familias que tenían una vida y de golpe despertaron en un infierno. Familias que cambiaron para siempre, como si un tsunami los hubiese arrasado o la peor de las pesadillas se hubiese hecho realidad.

“Estamos tratando de volver a empezar pero es muy difícil, duele mucho”. La voz de Pablo Moabro es una congoja que pide disculpas por no poder decir nada más. El duelo es infinito. Y se entiende: hace menos de dos meses, el 5 de abril pasado, su papá Pedro, de 62 años, murió tras recibir un balazo en su negocio de 63 y 29, un polirrubro que atendía en familia. El caso tiene un detenido y una angustia que se hace carne ante cada pregunta. ¿Cómo se hace para seguir? ¿Cómo se empieza otra vez después del horror?

“Que te maten un ser querido es un antes y un después. Es saber que nada va a volver a ser lo que era”. Quien lo dice es Estela Herrera, hija de Esther Fleitas, una mujer de 61 años asesinada con una saña demencial en su casa de 155 entre 69 y 70.

Estela encontró a su madre muerta el 9 de diciembre pasado. La habían golpeado y estrangulado con una soga. Hoy, casi seis meses después y con varios interrogantes sin resolver en torno a su muerte, la casa de Esther luce algo abandonada y con banderas desplegadas sobre las rejas de entrada pidiendo “justicia”. Alejandro, el otro hijo de Esther, cada tanto se da una vuelta para cortar el pasto y tratar de que el lugar donde se crió junto a su hermana y su madre no se venga tan abajo. “Es bravo -cuenta-. Uno no está preparado para esto pero sabe que no se puede quedar de brazos cruzados. Nosotros no acusamos a nadie ni queremos que agarren a cualquier perejil, pero nos gustaría que el fiscal acelere un poco la investigación porque el único detenido que había ya está en libertad”.

No muy distinto es lo que piensa y pide Ximena: “Yo siento que se hace muy poco para resolver la muerte de mi mamá -dice-, y la sensación que una tiene es que su vida al final no vale nada”. En la casa donde mataron a su madre falta un teléfono celular, una cartera, un televisor y un secarropas, pero lo cierto es que las certezas son pocas y, sin detenidos a la vista, hasta ahora no hubo grandes avances en la investigación iniciada el mes pasado por los policías de la Tercera, el gabinete de Homicidios de la DDI La Plata y Casos Especiales, todos bajo la instrucción del fiscal Fernando Cartasegna.

“Ahora lo que quiero es saber qué fue lo que pasó”, repite una y otra vez Estela, que no se conoce con Ximena pero reclama casi lo mismo. Desde que encontró a su madre muerta, la vida se le transformó en un calvario que va de seguir los avances de la causa a cuidar, casi al mismo tiempo, que los nenes de la familia no se contaminen con tanto horror. “Toda la rutina familiar se transforma -dice ella-. Vamos a la DDI, organizamos marchas y tratamos de que los nenes no registren cómo murió su abuela. En casa por ahí hay expedientes o informes policiales con la causa, y a todos les puse un papelito que dice ‘no mirar’, por las dudas. Una es grande y se asusta de tanta bestialidad. Imaginate un chiquito”.

CAIDOS

Recorrer las historias de aquellos que perdieron un familiar en el tsunami de la inseguridad es recorrer un coro de voces tristes y cierto desconcierto o impotencia que se transmite ya con la mirada. Quienes quedan son sobrevivientes, víctimas que tratan de rearmarse y entender lo que acaso nunca se entienda. Que lo diga, sino, Nancy Crocci, que ya perdió la cuenta de todas las veces que miró el video donde matan a su marido. La imagen, tomada por las cámaras de seguridad urbana el 13 de noviembre de 2011 en 72 entre 7 y 8, muestra con nitidez y en blanco y negro el momento en que su esposo, el subteniente Daniel Luján, cayó al suelo tras recibir un disparo en el abdomen. El caso, por el que hay una persona detenida, fue el decimocuarto en el que un policía -ya sea de la Bonaerense o la Federal- terminó asesinado ese año. Hoy, casi dos años y medio después, Nancy se arrepiente de haber visto tantas veces el video y siente, aunque le duela, que justicia es una palabra que no puede devolverle nada.

“La fecha del juicio sería el 15 de marzo del 2015 pero yo quiero que sea antes”, dice Nancy, acompañada de sus hijas, y explica los motivos: “Necesitamos dar vuelta la página y volver a empezar como familia”.

Daniel tenía 38 años y sumaba 21 prestando servicio en la policía. Ella tenía 32 y dos nenas chiquitas cuando perdió al compañero de toda su vida. Estaba estudiando marketing y tuvo que dejar. Al principio pensó en irse. Lejos, lo más lejos posible. Tenía algunos amigos en Playa Unión, en Rawson, y creyó que irse para allá podía ayudarla un poco. Era lógico: había pasado toda su vida en el barrio de 7 y 72 y sentía que ya no podía volver a pisarlo nunca más. Ni a sus padres podía ir a ver, porque cada vez que regresaba veía la comisaría donde había trabajado su esposo y la angustia era un nudo que se sentía en la panza. “Todavía me pasa -confiesa-. Desde que lo mataron no pude volver a cruzar la 72. Ahora no pienso en irme porque se que, aunque me vaya, el dolor va a seguir estando”.

Su hija más grande, de 15, empezó terapia y a ella, por ser viuda de un efectivo caído, el ministerio de Seguridad le dio un trabajo haciendo tareas administrativas. “Yo pedí que me dieran algo relacionado con la atención de familiares de personas heridas o muertas -explica-. No sé, pienso que con mi experiencia a lo mejor puedo ayudar a alguien”.

En esa función conoció a Mercedes Amarillo, la mamá de Emanuel Salas, el policía asesinado el 14 de enero pasado en un restaurante de 3 y 530, en Tolosa, durante un robo. Emanuel fue la primera víctima de la inseguridad en nuestra región. Tenía 29 años y, según cuenta su madre, entró a la policía para cumplir un sueño que muchos jóvenes en la Argentina actual ven casi como una quimera: trabajar en blanco.

Fue parrillero, remisero, repartidor de pizzas, ayudante de cocina y empleado en un cíber. Finalmente, ingresó a la Policía en 2012 y en 2013 se recibió. “Quería tener un sueldo en blanco -dice una y otra vez su madre, desconsolada-. Ese era su sueño y por eso entró a la policía”.

En la casa de la calle Don Bosco donde vivió toda la vida con sus padres, en Ensenada, nada parece haber cambiado. Pero cualquiera que conozca la historia de esta humilde familia de Testigos de Jehová, sabe que la ausencia de Emanuel es un vacío para el que no existen demasiadas palabras.

“Uno tiene que seguir adelante porque es lo que él hubiese querido”, dice Elías, uno de sus cuatro hermanos y quien todavía recuerda la charla que tuvieron antes de que lo mataran. “Yo tenía que ir a un lugar y no tenía reloj -cuenta-. Entonces se sacó el suyo y me lo dio. Me dijo que lo cuidara porque me iba a servir. Fue lo último que me dijo”.

Mercedes dice que la única ayuda para soportar el dolor es la Biblia, y antes de que se le pregunte dice con la voz suavizada por la pena: “No me puedo acostumbrar a que esté muerto. Creo que nunca me voy a acostumbrar y creo también que el drama de la inseguirdad va a seguir empeorando. De eso no tengo dudas”.

Como ella, todos los sobrevivientes del tsunami de la inseguridad saben, sospechan o creen que nunca se van a poder acostumbrar a tanto dolor. Pero saben también que tienen que seguir. Deshechos, conmovidos, aterrados. Como verdaderos sobrevivientes de una pesadilla hecha realidad.


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