Espejito, espejito...
| 16 de Octubre de 2016 | 01:26

“Si la tecnología es una droga, y parece serlo, entonces, ¿cuáles son sus efectos secundarios? Este área, entre el asombro y la incomodidad, es donde tiene lugar ‘Black Mirror’”. Así definía su creador, el británico Charlie Brooker, su show, una serie antológica (cada episodio narra una historia diferente) que regresa el 21 de octubre en la pantalla de Netflix con seis nuevos capítulos que, una vez más, vuelven a tener un tema en común: la tecnología.
“El ‘espejo negro’ del título está en cada pared, en cada escritorio, en la palma de cada mano: es el frío y brillante monitor de la TV, del teléfono inteligente”, afirma su autor: y ese espejo negro devuelve una imagen menos que halagüeña del ser humano en su relación adictiva con la tecnología.
Cada episodio tiene lugar en un futuro cercano, donde el progreso de las máquinas ha llegado a una conclusión lógica que desata el conflicto: mundos con energía a bicicleta operada por trabajadores que reciben con cada watt que cargan la promesa de una vida mejor, grabaciones de la memoria de una persona, el panóptico final, un intento de resucitar a un muerto a través de su perfil de redes sociales y una caricatura que se convierte en político son algunas de las imaginaciones tortuosas del futuro cercano que conjura Brooker en esta serie que, gracias al boca en boca, se convirtió un éxito de culto pirateado en todo el mundo.
Sin embargo, Channel 4, el canal británico que dio hogar a la obra, mostró algunas dudas a la hora de renovar la serie para una tercera temporada, debido a sus altos costos y sus audiencias, siempre tiranas en la tevé, y Netflix no dudó en ingresar en la guerra de ofertas: el gigante on demand compró el show, reportadamente, por 40 millones de dólares, y, paradójicamente, el programa más profundamente crítico (y oscuramente cómico) sobre la tecnología en televisión mostrará sus nuevos episodios en la plataforma global de video bajo demanda.
Brooker explica que la paradoja no es tal, porque el show ganó en libertad al perder preocupación por los ratings y duplicó su cantidad de episodios por temporada (serán seis desde el viernes, y otros seis en 2017). Pero, sobre todo, porque “no soy un terrorista anti-tecnología sacudiendo su puño a internet”.
De hecho, a pesar de sus profundos miedos por un futuro distópico marcado por la esclavitud del hombre hacia las máquinas, que refleja la serie hasta el momento, es tan adicto como cualquiera.
“El otro día”, contó en una entrevista a la revista Wired, “estaba en el jardín con mis hijos, empujando a uno de ellos en una hamaca... y estoy intentado mirar mi teléfono. Mi hijo de dos años me pedía que lo empuje y yo pensaba ‘¡basta, tengo que mirar este GIF!”. Una escena que, seguramente, se colará en la nueva tanda de episodios que ya prepara el inglés, que encuentra en esa dicotomía entre su propia adicción a la droga que critica y los efectos que no puede dejar de ver el terror visceral que subyace las historias por momentos incluso cómicas que escribe. “Lo único que espero”, dice, “es que ninguna de estas historias se haga realidad”.
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