OCURRIÓ EN LA PLATA

La chica del largo cabello negro y el tesoro perdido en la Casa del Horror

Fue condenada a perpetua por el estrangulamiento de sus padres. La casa donde todo ocurrió se vendió y compró cinco veces. Nadie ha podido encontrar el supuesto tesoro que movilizó a los asesinos

Por HIPÓLITO SANZONE

hsanzone@eldia.com

“Ese cabello tuyo, hermoso... que te lo haya cortado así, con la cuchilla”.

Nada justifica el horrendo final que tuvo, ni el suplicio por el que pasó antes de su último estertor. Pero quedó claro que era un hombre malo, a veces cruel y despiadado y que vaya a saber por qué razón, su hija mayor era su víctima favorita.

El asesinato del comerciante Miguel Savinelli y su esposa, Ana Parillo, conmovió a los platenses por su brutalidad pero también por el entramado de odios y miserias que lo entornaron. A cada paso que daban los investigadores aparecía un dato sorprendente de esos que remiten siempre a la misma y gastada reflexión: la ficción siempre se quedará corta ante la realidad.

Sandra Savinelli tenía 18 años cuando conoció a Jorge Cano, que andaba por los 25. Era el tiempo en que las manos de los choferes de colectivo recibían dinero, entregaban boleto y daban el vuelto. En ese juego de manos a veces se colaba un roce. A veces rechazado, a veces correspondido. Y una mirada y hasta una sonrisa. Así, “ganaban” los colectiveros, se decía en las mesas de café donde entre fútbol y esas cosas se medían los poderes de “levante” de cada oficio o profesión.

Y así Cano inició el camino para ganarle el corazón a aquella piba morocha de cabello negro, largo, más allá de la cintura. Brilloso, de pasarle tanto cepillo. La piba de uniforme azul que se subía a esos micros amarillos de la línea 561 en la esquina de 132 y 531 y se bajaba un poco más allá de Plaza Italia, para ir al colegio Nuestra Señora de la Misericordia, en 44 y 4.

Nunca se supo qué día, de qué mes y a qué hora se encendió la chispa que causó la hoguera, pero si algo es seguro, es que fue en una de esas mañanas de boleto, vuelto y roce de manos que poco a poco se fue convirtiendo en caricia sin culpa, día tras día.

UN TIPO CASADO

Cano nunca le ocultó que era casado y tenía tres hijos. Le dijo, eso sí, que su mujer era una bruja y por esa misma bruja la piba le preguntaría una mañana cuando, ya detenidos, quedaron sentados a pocos metros esperando la llamada del juez de Instrucción.

- “¿Viste a la bruja?”, preguntó Sandra esa mañana, con un aire divertido, acaso todavía sin conciencia del pozo en el que se estaba hundiendo.

Cano bajó la vista y no le contestó.

El romance del colectivero y la piba que iba al Misericordia anduvo como pudo, en los tumbos que imponía una clandestinidad de manual. Pero, como suele ocurrir en las complicadas idas de los amores prohibidos, si había una vuelta, ellos se la encontraron. Será que esos amores tienen tanta fuerza que se las arreglan para abrir túneles desde cualquier rendija y avanzar, seguir y seguir pese a los peores pronósticos.

Buena alumna pero retraída, callada, casi no tenía amigas del colegio a quien contarle su romance con “un tipo casado”. Cuentan que solo a una chica del barrio, en La Cumbre, se lo había revelado. A la misma a la que, llorando a mares, un día le contó el asunto del cabello.

Ocurrió un sábado a la tarde. El plan era sencillo: un trabajo que pedían en el colegio, cuatro o cinco equipos de alumnas que una profesora había formado y entonces la necesidad de ir hasta “la casa de una compañera”. Sandra salió de su casa con unas carpetas bajo el brazo que era obvio ni siquiera iba a abrir. Discretamente maquillada para no llamar la atención de su padre, una blusa bien cerrada y una pollera azul casi, casi a la rodilla. Y el cabello, ese tesoro suyo que cepillaba varias veces al día y que veía crecer más allá de la cintura, torciendo el cuello frente al espejo del ropero marrón.

Nunca se supo cuál fue el disparador de aquel acto brutal. Si una sospecha, una certeza o esa costumbre suya de maltratar a la chica. Lo cierto es que cuando apenas Sandra había traspuesto la puerta de calle, Miguel Savinelli la tomó por detrás, hizo una suerte de rulo grueso con el cabello, lo levantó a la altura de su frente y le pasó el filo de una cuchilla que había tomado de la cocina. El grito no fue tanto por el dolor, porque la cuchilla con filo de bisturí no dio lugar al desgarro. El dolor que la atravesó le vino del alma.

LA CUCHILLA

Con el cabello cortado a la altura de la nuca, Sandra se zambulló a la casa a hacer lo único que podía hacer, lo único que le era permitido hasta que su padre decía “basta”. Llorar. Cuentan que Ana Perillo, la madre de Sandra, rara vez intervenía para frenar esa violencia. La mujer además criaba a Silvio, de 15 años, Sergio, de 10 y a Mariana, una niña que apenas empezaba a caminar.

El mal carácter y la severidad de Miguel “El Tano” Savinelli, no era noticia ni para el barrio, ni para los clientes, ni los empleados ni los proveedores del supermercado que tenía en la calle 40 entre 14 y 15.

Entre esos antecedentes figura un caso de justicia por mano propia que empezó con una serie de robos del tipo “hormiga” en el depósito de comestibles. Furioso porque la policía no le daba respuestas y él pagaba sin chistar cada vez que venían a cobrarle los de “la Cooperadora”, Savinelli inició su propia investigación y como resultado le dio una tremenda paliza a un pibe del barrio de La Granja, a quien consideró autor de los hurtos. El Gitano, como le decían al muchacho, pasó dos meses en cama reponiéndose de los golpes.

Durante la instrucción del doble crimen de Savinelli y su esposa, previa al juicio oral que se desarrollaría dos años después, el padre de una alumna del Colegio Misericordia dijo que una vez, estando en su casa para hacer uno de aquellos trabajos escolares, notó que Sandra tenía moretones en los brazos, que cuando le preguntó por esas marcas la chica bajó la vista y entró un silencio que nadie pudo quebrar.

En la primera semana del noviembre de 1988, cuando los encuentros eran cada vez más difíciles y riesgosos, Sandra y el colectivero Cano tomaron una decisión.

LOS TIPOS CON CARETA

- “Los dólares, siempre está hablando de los dólares”, le había dicho Sandra a Cano más de una vez al describir el infierno cotidiano que la esperaba en su casa.

- “¿Y dónde los guarda?”, preguntó el colectivero.

Lo que siguió fue un plan audaz, con un objetivo cantado y un final de novela: robarle los dólares y huir juntos. Dejarlo todo, empezar de nuevo, lejos, para siempre. ¿En verdad Cano iba a dejar a su mujer y sus hijos para huir con su novia colegiala?. Cuentan que se lo preguntaron varias veces y nunca contestó.

En la noche del 10 de noviembre la familia se preparaba para cenar cuando dos hombres con grotescas caretas de hule se metieron por la puerta principal a la casa de 132 a la altura del número 51. No tocaron timbre porque la puerta se les abrió a la hora señalada. Uno era el colectivero Cano y el otro, Jorge Zapata, de 23 años, yesero y, como Cano, vecino del barrio Cementerio.

A punta de escopeta recortada Savinelli y su esposa fueron llevados a una habitación. A Sandra le indicaron esconderse bajo una mesa, en el living, con sus hermanos Silvio, Sergio y la nena.

Para arrancarle al Tano la ubicación de “los dólares” que suponían escondidos en alguna parte, Cano y Zapata usaron una curiosa forma de tortura. Tan curiosa que un detective les preguntó de dónde habían sacado la idea. “Lo vi en una película”, habría dicho el colectivero.

Savinelli y su esposa fueron maniatados y puestos boca abajo. Y por el cuello y los tobillos les pasaron cables, una soga y trozos de tela que ataron con firmeza al picaporte de la puerta de la habitación. Cuando movían la puerta para cerrarla, las ataduras ejercían presión sobre los cuellos. Para ayudar a la sensación de asfixia, con algodones les taparon la boca y los orificios de la nariz. Quedaría flotando la teoría de que “se les había ido la mano” y que su defensa abonaría con el hecho de no haber conseguido que las víctimas revelaran el escondite del dinero.

“DUERMAN PARADOS”

Lo cierto es que en ese horroroso ir y venir, los estrangularon. Nunca se pudo establecer si fue primero a la mujer y después a Savinelli o al revés.

Después de aquel horror desaparecieron de la casa un puñado de anillos y cadenas de oro bueno y una chequera sobre la que más tarde garabatearon una firma e intentaron cambiar un cheque “fuerte” en una cueva que funcionaba en un local de la Galería Rivadavia. El hombre que manejaba el lugar, hábil en advertir esas picardías, los echó a patadas.

El caso era tan pesado que se decía que el escritorio del entonces jefe de la Brigada de Investigaciones de La Plata, Alberto Mirasso se iba a partir en dos. Cuentan que Mirasso designó a tres de sus detectives y les pidió que, en adelante si era necesario durmieran vestidos y de pié. El impacto del doble crimen en la opinión pública fue tal, que no pasaron muchas horas hasta que empezaron a caer los llamados telefónicos “de arriba”.

Al primero que fueron a buscar fue al Gitano que le robaba a Savinelli en el depósito de comestibles de la calle 40, donde tras el cierre del comercio, después del crimen, el nuevo locador abriría un gimnasio. Los detectives se tiraban el lance de que el Gitano hubiese cobrado venganza contra el Tano. Pero el hombre tenía coartada, además de que había quedado tan arruinado de la paliza que apenas si se podía mover.

Nadie nunca oyó nada. Ni pasos, ni gritos ni otros signos fantasmales

En su primera declaración como testigo Sandra dijo que esa noche abrió la puerta de su casa porque oyó el timbre y ahí estaban los tipos con las caretas de hule. Que la amenazaron y le dijeron que se quedara bajo la mesa con sus tres hermanos. Y que no escuchó nada más hasta que se fueron y pudo ver a sus padres en la otra habitación, en el piso, atados, inmóviles, muertos.

EL TIMBRE SILENCIOSO

Silvio Savinelli tenía entonces 15 años y casi no podía decir palabra del susto. Tampoco su hermano menor. Pero dijo algo que encendió la primera sospecha en aquellos detectives insomnes. El pibe dijo que él no había oído sonar ningún timbre. Que estaba en el living cuando entraron los tipos y que su hermana iba delante de ellos, que le dijo vení quedate acá conmigo y que con sus hermanos menores se quedaron bajo la mesa como les habían ordenado.

Hasta entonces, a los investigadores les había llamado la atención que no habían visto llorar a Sandra. La chica se había mantenido entera cada vez que habían requerido su testimonio y aunque no tenían certezas, sospechaban que tampoco en el velorio de sus padres la habían visto llorar. Demasiado poco para sostener una sospecha de semejante talle.

Pero el dato del timbre que su hermano dijo no haber oído, fue clave para que la jueza a cargo del caso, Sara Berta Rodríguez de González, aceptara que le hicieran a la chica un seguimiento a sol y sombra.

En los primeros días, después de la inhumación de sus padres, la chica se repartía entre la casa de 131 y la de su abuela materna, en la Colonia Urquiza. Ese lugar había sido su refugio durante su niñez y adolescencia. Un lugar sin los gritos, las órdenes duras y los golpes de su padre.

Durante diez días los brigadistas siguieron a Sandra sin poder anotar nada que les llamara la atención. Ni siquiera una noche en que la vieron bailar y reír en la pista de Siddhartha, acaso una de las pocas veces, sino la primera, que pisaba ese boliche.

A casi un mes del crimen, en las libretas de los detectives lo único que había eran garabatos intrascendentes. Hasta que una tarde a uno de ellos le llegó un mensaje de la persona que controlaba el conmutador en la dependencia policial de la calle 61.

- “Vení a tomarla acá porque no se qué pasa que no te la puedo pasar, se me cortó ya dos veces”, le dijeron.

Del otro lado, entre las frituras de una comunicación defectuosa como las que resultaban de aquellos teléfonos públicos color naranja, un pibe pedía tener una conversación a solas porque quería contar algo que no lo dejaba dormir. Horas después Silvio Savinelli contaría que esa noche oyó hablar a “una mujer” con los asesinos de sus padres. Que uno le dijo “ya está”, que ella le respondió algo que no alcanzó a oír pero que vio los pies de los tipos yendo hacia la salida y unos de mujer acompañándolos. Eran los pies de su hermana.

LA ARAÑA DE BRONCE

Con sus hermanos menores al cuidado de sus tíos, Sandra decidió ya instalarse en casa de su abuela en Colonia Urquiza. A las 3.30 del 30 de noviembre tres detectives le golpearon la puerta y se deshicieron en pedidos de disculpas a la mujer que los atendió sobresaltada.

- “Disculpe señora pero tenemos un par de preguntas para su nieta, es algo de rutina pero nos piden que lo hagamos ahora. Son dos minutos y nos vamos”, mintieron.

Nadie nunca oyó nada. Ni pasos, ni gritos ni otros signos fantasmales

 

Mientras la mujer fue a llamar a su nieta que dormía, los investigadores barrieron la casa a golpes de ojo. A uno le llamó la atención la araña del living, una pieza antigua, pesada, con varios candelabros en forma de caracol.

La abuela ofreció algo para tomar y le dijeron que no, que nada. Y uno de ellos tiró un anzuelo. Le elogió la casa y reflexionó sobre el trabajo que le daría tenerla impecable como se veía.

- “Ayuda mucho la nena”, dijo la mujer señalando con la cabeza hacia el pasillo que conducía a la habitación donde Sandra terminaba de vestirse.

- “Esa araña, que cosa hermosa. Pero lo que debe costar limpiarla”, insistió el sabueso.

- “Hace unos días la limpió la nena”, dijo la abuela que casi no tuvo tiempo de sorprenderse cuando le pidieron una silla para subirse y ver a la araña bien de cerca.

Cuando el policía asomó la vista a uno de los candelabros con forma de caracol, levantó las manos para alejarlas del artefacto, como si le hubiese dado un golpe de corriente.

- “Andá a buscar a un testigo. Un vecino, alguien que pase por la calle, cualquiera que veas, ya”, le pidió a uno de sus compañeros.

Antes de la media hora entraba un hombre raramente emponchado teniendo en cuenta que se estaba a menos de 20 días del verano. El hombre sabía muy bien lo que son las frescas del campo para los que arrancan a trabajar temprano.

Con el testigo ahí, sacaron del candelabro un bulto, algo del tamaño de un puño envuelto en un trapo gris. Cuando lo abrieron sobre la mesa tintinearon las cadenitas, los anillos y los dijes de oro que faltaban de la escena del crimen.

Cuando la llevaban detenida, Sandra Savinelli no dijo una palabra hasta que casi llegando a La Plata un olor insoportable obligó a detener el auto y ventilarlo lo más que se pudiera. Los nervios habían arrasado los intestinos de esa chica que iba camino a un destino que nunca imaginó.

Su confesión permitió las detenciones del colectivero Cano, en el barrio Cementerio y del yesero Zapata, en La Granja. Y zafó un tal Pérez, otro colectivero, sobre el que se sospechaba había oficiado de chofer en la noche del doble crimen. Pero no alcanzó lo que había como para condenarlo y en el juicio oral zafó junto al yesero.

Para el fiscal Julio Raimundi Sandra Savinelli tenía una “personalidad perversa” y no dudó en achacarle la autoría del plan. Pero admitió que la chica había actuado, “tal vez cansada de una vida rutinaria en un hogar carente de amor y afectos, donde era brutalmente golpeada por un padre déspota”.

Dijo también que “la última golpiza que recibió, que incluyó un corte de cabello, aceleró la idea de los asesinatos”. Para el fiscal también influyó que a poco de la muerte de sus padres “reinició las actividades comerciales (reabrió el supermercado de 40 entre 14 y 15. Y asistió a su fiesta de egresados en el Colegio Misericordia”.

Sandra y el colectivero recibieron las penas más duras en el juicio oral. Cuando oyó la palabra “perpetua” al final de la sentencia Sandra estalló en un llanto que hasta entonces nadie le había podido ver.

- “Yo no hice nada, yo no hice nada”, gritó Sandra mientras se la llevaban de la sala.

El colectivero no dijo una palabra y mantuvo, como durante todo el juicio, los ojos en el piso.

MORIA CASÁN

En la cárcel de mujeres de Los Hornos Sandra estudió Derecho y a partir de una conducta ejemplar, la perpetua se le hicieron 17 años. A los 35 pero casi con la misma apariencia fresca de aquella jovencita de final de los 80 , Savinelli fue beneficiada con las primeras salidas transitorias hasta la libertad total. Sus abuelos maternos fueron claves en el concepto que la Justicia se hizo de la condenada para otorgarle esas salidas. La Sala III de la Cámara Penal platense, integrada por los jueces Javier Guzmán, Carlos Silva Acevedo y Armando Correa, no dudaron en darle el beneficio.

En uno de sus tantos programas de la tarde, Moria Casán la visitó en la cárcel y la puso como ejemplo de mujer que pudo sufrir, equivocarse, pagar y superarse.

Según fuentes del Colegio de Abogados de La Plata Sandra no figura entre los profesionales matriculados, al menos en este distrito. No hay certezas de que ejerza, en tanto una versión la ubica en un organismo dedicado a defender los derechos de la Mujer.

Del colectivero Cano no se sabe mucho. Una versión que circula lo da por muerto, hace tiempo, de una enfermedad contraída en la cárcel.

Poco después de haber dado el testimonio que permitió detener a su hermana, Silvio Savinelli murió de una manera trágica y se quiere absurda. La camioneta en cuya caja viajaba junto a otros jóvenes volcó en una esquina de Los Hornos y el golpe contra el asfalto lo mató en el acto. Ocurrió poco antes de ser convocado a declarar en el juicio contra su hermana y el colectivero.

SIN FANTASMAS NI TESORO

La casa de 132 número 51 se vendió cinco veces desde la muerte de sus dueños originales. Aseguran que a ninguno de los compradores le ocultaron la historia ni le desalentaron la fantasía de que los famosos dólares del Tano Savinelli estén todavía ocultos en alguna parte.

El último comprador de la Casa del Horror fue un vecino del barrio que, en rigor, la compró para su hija que aprovechó el amplio terreno en los fondos para construir algunos departamentos para alquiler. Nadie nunca oyó nada. Ni gritos, ni pasos ni otros signos fantasmales.

Sabrina es una chica delegada, simpática y de ojos vivaces. Es, podría decirse, la propietaria de la Casa del Horror pero a ella no parece importarle.

- “A veces vienen algunos amigos a cenar o reunirse y sale el tema. Che, y si agarramos una pala y nos ponemos a cavar, dicen y nos reímos. La verdad es que nunca encontramos nada. Hace mucho, detrás de un panel de esos como de madera con que se decoraban las paredes encontré una cajita de cristal. Estaba vacía”, sonríe Sabrina.

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