Perros sueltos, sin correa ni bozal, un riesgo en los paseos públicos platenses

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El episodio reciente en el que una mujer que paseaba en bicicleta por el Bosque fue atacada por una jauría de perros cimarrones, que la mordieron en una pierna y le causaron serias heridas, volvió a replantear la necesidad de que la Ciudad promueva una política integral destinada no sólo a impedir la presencia de los llamados perros vagabundos, sino de que aquellos canes que cuentan con dueños acudan a esos lugares con la correa y el bozal colocados, algo que suele no ocurrir.

Lejos de tratarse de una cuestión de menor importancia, las reiteradas protestas de vecinos por la presencia en los paseos públicos de perros que no cuentan con correa ni llevan colocado bozales tienen que ver con la necesidad de que se resuelva un tema que implica peligros ciertos para la población. Se trata, en definitiva, de que se adopten medidas destinadas a hacer cumplir ordenanzas que están vigentes, pero que en realidad no son respetadas.

En esta ocasión, la persona atacada y herida en el Bosque tiene experiencia en el trato con los animales ya que es veterinaria y, según detalló, al ser enfrentada por cinco perros, “me quede quieta porque a ellos les atrae el movimiento, pero uno de ellos me mordió igual”. Otra persona, sin esos conocimientos, acaso hubiera recibido un ataque más cruento. Y todo ello en el principal paseo de la Ciudad, en donde no faltan vecinos que hacen aerobismo, entre ellas madres con sus bebes o adultos mayores de edad, que se encontrarían virtualmente indefensos frente a una jauría o ante un perro agresivo.

Cabría señalar, por sólo dar algunos ejemplos ostensibles, que en varios espacios públicos del distrito -como la República de los Niños, el parque San Martín, el anillo de ramblas que rodea al casco urbano, el Parque Ecológico, entre muchos otros- miles de platenses realizan caminatas o ejercicios aeróbicos en forma cotidiana y que allí concurren personas con sus perros, sin que sus animales lleven bozal ni correa. Se trata de un riesgo enorme y difuso que, sólo por imperio del azar, no ha derivado hasta ahora en consecuencias más graves.

Al riesgo de los eventuales ataques de los perros, se suma la suciedad que implica su presencia en las calles y paseos públicos, sin que se adviertan controles oficiales acerca de estas derivaciones. Tampoco pareciera que son muchos los propietarios de canes que van con sus bolsitas para levantar la suciedad que dejan.

En la Municipalidad se confirmó que está vigente la ordenanza 9.548, que define los requisitos que deben cumplir los propietarios de perros. Según dice el texto de la norma, los ejemplares deberán circular por la vía pública, “con una correa no superior a los 2 metros, collar de ahorque y bozal”. Lo real es que, a esa ordenanza, las sucesivas administraciones municipales no hicieron cumplir en modo alguno.

Apelándose en ocasiones a erróneos argumentos sensibleros -cuando, en realidad, los controles que se reclaman son para beneficiar a los propios perros- o a toda clase de subterfugios, como que el tema no reviste importancia, lo cierto es que se dilata o directamente omite la adopción de medidas destinadas a atenuar estos riesgos, injustificables en las plazas y predios recreativos de la Ciudad.

No debiera ser preciso que ocurran desgracias, para que la población y las autoridades tomen conciencia de los peligros que estas presencias significan. El verdadero amor a las mascotas -un sentimiento valorable desde todo punto de vista- se ejerce a partir de actitudes responsables por parte de sus dueños.

Se trata de un problema vinculado a la salud, a la higiene pública y a la integridad física de las personas. Las autoridades no pueden omitir los controles que hacen falta, que no resultarían en modo alguno complejos para volverlos efectivos. Si al problema de los perros abandonados -cuyo número sigue en aumento- se suma el hecho de que tampoco hay controles para los ejemplares que tienen dueños, la situación se agrava en forma inevitable.

 

 

Editorial

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