La Plata fue una ciudad soñada y puede volver a ser eso: soñada

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Hugo Alconada Mon

Periodista y escritor

La Plata no era La Plata. Era “Las Lomas de la Ensenada”, distante cuatro horas en tren y a caballo de la ciudad de Buenos Aires. Entre bañados, sembradíos de maíz y un arroyo por donde merodeaba un puma, “el Gato”, Dardo Rocha decidió levantar la nueva capital de la provincia, hace hoy 141 años. Pensó que la gesta lo depositaría en la Presidencia de la Nación, pero se topó con un zorro. El Zorro. Julio Argentino Roca.

Protagonistas centrales de aquellos años decisivos en la construcción de la Argentina contemporánea, Roca y Rocha llegaron unidos al poder. Juntos accedieron a la Presidencia y a la Gobernación, pero hasta allí llegó la alianza táctica entre ambos. Porque Rocha cayó en la misma tentación en que cayeron tantos otros: pensar la gobernación como escalón previo para llegar a la Casa Rosada. Y porque Roca, astuto como era, comprendió que el verdadero plan de Rocha si accedía a la Presidencia era convertir a La Plata en la capital del país y devolverle la provincia a los porteños, que reeditarían así sus ambiciones autonomistas.

La puja de poder entre Roca y Rocha registró, a partir de ese momento, hitos inverosímiles que harían palidecer a cualquier político actual, según surge de los archivos documentales y las investigaciones de historiadores y académicos. Desde el desvío de fondos públicos para financiar campañas electorales y la compra o alquiler de periodistas y medios de comunicación para que los elogien, al espionaje cruzado y, en el caso de Rocha, la preparación de un golpe de Estado. Sí, el gobernador de la provincia llegó a comprar fusiles y sondear generales para tumbar al Presidente de la Nación.

¿Suena fantasioso todo aquello? Pues cuando Rocha envió a uno de sus máximos colaboradores, Faustino Jorge, a un viaje vital para sus intereses, acordaron utilizar palabras en “clave” en los telegramas que se enviaran. Entre otras, “cofre”, “ibicuy” y “colorete”. Pregunta para quien lee estas líneas: ¿cuál sería el sentido de utilizar un lenguaje cifrado si no daban por sentado que terceros podían interceptar y leer los mensajes que se enviaban?

Esa puja de poder entre Rocha y Roca llevó, también, a que el Presidente faltara a la ceremonia fundacional de La Plata, aunque había sido designado el padrino de la ciudad. Faltó, dijo, por razones de agenda, como tampoco acudió el vicepresidente. Pero eso no detuvo a Rocha, que apeló a otro de sus colaboradores, el fotógrafo Tomás Bradley, para inmortalizar la escena y concretar luego lo más cercano a un “Photoshop” que hubo a fines del siglo XIX. ¿Cómo fue eso? Con la ayuda de un artista milanés, Quincio Cenni, metió en la escena fundacional a todas las figuras que habían faltado: de Roca a Sarmiento, entre muchos otros. ¡Y Cenni se metió, también!

En cuanto a la ceremonia fundacional en sí, sobran las crónicas. Dieron cuenta de los fastos y de cómo el calor malogró la carne prevista para el asado popular. Y aportaron detalles, también, sobre la cena de gala que Rocha encabezó en un pabellón de madera que habían levantado en la actual calle 4, entre 51 y 53, donde ahora está el Polideportivo de Gimnasia y Esgrima. Pero nada consta de una supuesta maldición, ni de una “bruja tolosana” dando vueltas sobre la piedra fundamental. Eso fue un invento, urdido más de medio siglo después.

Ese y otros mitos -como el de la supuesta existencia de una red de túneles subterráneos que se extenderían, clandestinos, por toda la ciudad y, en particular, por debajo de los edificios monumentales que se levantan entre las avenidas 51 y 53- eclipsaron otras historias, bien reales y que superaron cualquier ficción. Desde la quema de los primeros templos masónicos por fanáticos religiosos que salieron de noche con antorchas en las manos a la Masacre de San Ponciano, de 1886, o la Batalla de Ringuelet, de 1893. Esos fueron los hechos reales que abordé, tras cinco años de investigación, en “La ciudad de las ranas”.

Los mitos y leyendas también ocultaron la gesta de los inmigrantes que llegaron hasta las Lomas de la Ensenada. Hombres y mujeres -pero en su inmensa mayoría, hombres- que vinieron a “hacer la América”. De hecho, cuando la ciudad todavía no había cumplido dos años, el censo de 1884 mostró que en la zona vivían poco más de 10.000 personas, de los que algo más del 40% era italiano, otro 20% era español, poco menos de 20% provenía de otras naciones y el resto era criollo. La lengua franca que se hablaba en la zona era el italiano. Y dos de los primeros dos barrios de la periferia, “La Piccola Italia” y “La Calabria Chica”.

Eran hombres duros para años duros, en los que muchos cantaron la estrofa que pregonaba “Vamos a La Plata, / la nueva capital. / Casillas de madera, / frentes de material”. Y fue aquí donde se sucedieron algunas de las huelgas más potentes contra el status quo. Protestaron contra las condiciones atroces de trabajo que afrontaban y que un historiador contemporáneo definió como “el camino del esclavo blanco”. ¿Por qué? Vaya otro ejemplo: una de esas huelgas fue para que las mujeres y niños recibieran la misma paga que los hombres por trabajar 16 horas diarias, los 7 días de la semana. Sí, porque encima cobraban la mitad.

En ese contexto, Rocha logró levantar la nueva capital en tiempo récord. Contó con la ayuda de puntales como Pedro Benoit, Carlos Glade, Manuel Langenheim o Carlos D’Amico. Pero no le alcanzó para torcerle el brazo a Roca, que en tiempos de “grandes prohombres”, voto cantado y fraude patriótico, no lo ungió su sucesor. De aquella proeza apenas quedan el trazado, una porción escuálida del Bosque original y algunos edificios públicos, mientras otros se caen a pedazos, como el Patio Nazarí o el Teatro Princesa, y tapamos con asfalto los adoquines originales o cada quien coloca las baldosas que quiere y planta el árbol que le place, ignorando la planificación urbanística.

Tengamos claro que esta fue una ciudad soñada que puede volver a ser eso: soñada.

 

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