Sin límites: usando como pantalla un cochecito de bebé asaltaron a un joven

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Eran las 6:45 del viernes cuando un joven, con la mente enfocada en su jornada laboral, caminaba desprevenido por la intersección de calle 5 y diagonal 73.

Faltaban pocos minutos para que las calles de la ciudad quedaran inundadas de autos transportando a miles de familias a sus lugares de trabajo y a distintos establecimientos educativos.

Muy probablemente el joven iría pensando en el intenso calor que a esa hora ya monopolizaba el ambiente, cuando, en un abrir y cerrar de ojos, su rutina se convirtió en una pesadilla.

De la nada, -o quizás no se percató de su presencia simplemente porque no le pareció sospechoso-, emergió un hombre de contextura delgada, vestido con ropas gastadas y un gorro que ocultaba parte de su rostro. Sus movimientos eran torpes pero decididos.

Sin darle tiempo a reaccionar, lo empujó con violencia, provocando que el joven trastabillara.

“Dame todo”, exigió con una voz rasposa y urgente, mientras su mano se deslizaba hasta la altura de su cintura, realizando un ademán amenazante, como si ocultara un arma.

El joven sintió un nudo en el estómago y su cuerpo quedó paralizado ante la posibilidad de que pudiera terminar lastimado.

En una fracción de segundo, el joven vio cómo su mochila, que contenía su billetera con dinero, documentación, tarjetas y un juego de llaves, pasaba a manos del ladrón.

Pero el atraco no terminó allí. Con la rapidez de alguien que domina el arte del robo, el asaltante deslizó su mano hasta el bolsillo del joven y le extrajo el celular, un Noblex cuya luz ahora brillaba tenuemente en la palma de su captor.

Lo más perturbador de la escena fue la presencia de una mujer en la esquina. Permanecía inmóvil, como si fuera parte del decorado urbano pero su mirada apuntando a la escena del robo sin duda denotaba una relación con el hampón.

Sus ropas eran holgadas y oscuras, y sus cabellos despeinados caían sobre su rostro inexpresivo. Mientras el atraco se desarrolló no hizo ningún gesto. Ni para intervenir ni para alejarse.

Pero no estaba sola: junto a ella, un cochecito de bebé de porte grande y aspecto desgastado descansaba sobre el asfalto, con las ruedas torcidas y una capota raída que ocultaba su interior.

¿Había un niño dentro? ¿O solo era un cebo, una artimaña diseñada para generar confianza y desviar la atención durante la huida?

Después de todo, ¿quién acusaría de un robo a una pareja empujando un cochecito de bebé?

El miedo y la indignación quedaron flotando en el aire aún después de que el ladrón abandonara la escena raudamente.

Una vez que se reunieron, la pareja avanzó perdiéndose entre las calles antes de que alguien pudiera reaccionar.

Si bien no hay certeza sobre si realmente había un menor en el cochecito, este caso y el del taxista (ver en pág. 17) plantea un preocupante interrogante: ¿están los delincuentes usando menores como pantallas para llevar adelante sus oscuros planes?

 

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