Pantallas que atrapan: crece la adicción a los dispositivos tecnológicos

El verdadero problema con los celulares y tablets está en cómo y para qué se los programa. Mientras tanto, se potencia el abuso

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No hace falta ser un experto para notar cómo la presencia de los teléfonos móviles se volvió una extensión casi inseparable del cuerpo humano. En los colectivos, en la mesa familiar, en la cama antes de dormir, en el baño, en las aulas, en los bares y hasta en los velorios: las pantallas están ahí. La necesidad constante de chequear notificaciones, deslizar reels, contestar mensajes o simplemente “ver qué hay” se transformó en una práctica automatizada que muchos ya no controlan. Lo que pocos saben, o prefieren ignorar, es que detrás de esa compulsión no hay solo una supuesta falta de voluntad personal, sino un entramado tecnológico sofisticado diseñado para mantenernos pegados. Y en el corazón de ese sistema está la inteligencia artificial.

Los algoritmos de IA son hoy los verdaderos titiriteros del tiempo que pasamos frente a las pantallas. Desde TikTok hasta YouTube, desde Instagram hasta Netflix, cada recomendación, cada video que se reproduce automáticamente, cada notificación que aparece con timing quirúrgico, es el resultado de sistemas que aprenden de nuestros gustos, tiempos de permanencia, emociones detectadas y hábitos de navegación. Estas máquinas no solo reconocen qué tipo de contenido nos interesa, sino también cuándo y cómo mostrarlo para maximizar nuestro enganche. Es un ciclo virtuoso para las plataformas, pero adictivo y muchas veces dañino para los usuarios.

Esta capacidad de personalización extrema no es casual. Las compañías tecnológicas invierten fortunas en perfeccionar estos sistemas, contratando equipos de neurocientíficos, psicólogos cognitivos y expertos en comportamiento humano para que la IA no solo entienda qué queremos, sino qué nos cuesta dejar. Esa delgada línea entre el entretenimiento y la compulsión fue borrada hace rato por una industria que se beneficia del tiempo que le regalamos. Como explican algunos especialistas, no se trata solo de consumo digital: se trata de economías basadas en la atención. Y ahí la IA es una aliada implacable.

Los efectos de esta relación con la tecnología son visibles en distintas generaciones, pero con mayor gravedad en niños y adolescentes. No porque los adultos no caigan también, sino porque los más chicos están desarrollando sus cerebros en contacto constante con estos estímulos. La ansiedad, los trastornos del sueño, la dificultad para concentrarse, el bajo rendimiento académico y la dependencia emocional de las validaciones digitales son síntomas que se repiten en los consultorios de psicólogos y psiquiatras. No son casos aislados: son consecuencias de un diseño estructural que apunta a que nunca soltemos el teléfono.

El problema se profundiza porque la IA no actúa de forma pasiva. No solo responde, sino que propone. Si alguien está triste, es probable que el algoritmo le ofrezca más contenido similar, profundizando estados emocionales. Si alguien mira videos de apuestas, la IA lo bombardea con más clips de casinos, ganancias espectaculares y promesas de dinero fácil. Si un niño empieza a ver contenido con estereotipos de belleza, la IA sigue alimentando esa lógica hasta moldear su autoimagen. No hay supervisión ética automática: la IA no juzga, solo optimiza el rendimiento de atención, cueste lo que cueste.

Frente a este panorama, muchas voces advierten que ya no se trata solo de fomentar el “uso responsable” de la tecnología, sino de cuestionar la arquitectura misma de las plataformas que usamos. La regulación estatal, la transparencia de los algoritmos, la educación digital crítica y la conciencia sobre la manipulación son urgencias que exceden la buena voluntad individual. Porque cuando una IA decide qué vemos, por cuánto tiempo y con qué efectos emocionales, la autonomía del usuario se vuelve una ilusión. Y en esa ilusión, la adicción se convierte en norma.

Por ahora, los únicos que ganan con esta hiperconexión son los gigantes tecnológicos que con cada clic, cada scroll y cada segundo frente a la pantalla, multiplican sus ingresos. La inteligencia artificial no es el enemigo: es la herramienta. El verdadero problema está en cómo y para qué se la programa. Mientras tanto, la pantalla sigue brillando. Y del otro lado, alguien que no puede dejar de mirar.

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