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Abrazo de gol

Por EZEQUIEL FERNANDEZ MOORES

Abrazo de gol

Abrazo de gol

15 de Marzo de 2016 | 01:39

Racing venía de ganar la Intercontinental ante el Celtic de Escocia. Noviembre de 1967. Al mes siguiente, tiene que presentarse nada menos que en la Doble Visera, casa de Independiente. Los jugadores del Rojo, que ese mismo día golean 4-0 y conquistan el Campeonato Nacional, reciben con una calle al primer equipo argentino campeón mundial de clubes. Allí están cracks como Miguel Santoro, Ricardo Pavoni, el Pato Pastoriza, Raúl Bernao, Raúl Savoy, Luis Artime y el Conejo Tarabini. Entregan laureles a Agustín Cejas, al Coco Basile, al Panadero Díaz, al Bocha Maschio, al Chango Cárdenas. Y a Roberto Perfumo, que no tiene problemas en firmar sobre un banderín de Independiente al pibe del Rojo que le pide el autógrafo. La Libertadores era una batalla, es cierto. Y los clásicos eran durísimos. Pero aquel fútbol se permitía otros códigos. Se podía homenajear al gran rival. Sin ofender a barras, jugadores, dirigentes o relatores furiosos. Los hinchas del Rojo sabían que “el Mariscal” vivía en Villegas y Anatole France, en Sarandí. Lo delataba el tanque de agua con la forma de la Copa Intercontinental.

Dos hinchas de Racing, pibes de doce años, están enloquecidos un año antes porque el Racing de Pizzuti, “El Equipo de José” está cerca de coronarse campeón argentino. Le escriben una carta a Perfumo. Quieren mostrarle al ídolo su álbum de fotos de La Academia. A los pocos días, Mabel, esposa de Perfumo, llama por teléfono a la madre de uno de los pibes y le dice que Roberto los está esperando. El crack los recibe en el comedor de su casa. Los escucha, les firma las fotos, pasan un largo rato. Son otros tiempos, sí. Pizzuti está en plena charla técnica antes de un partido contra Newell’s. Es un DT duro. Exije jugadores de pelo corto, saco y corbata. Si tiran migas de pan en las comidas hay que pagar multa. No hay concentraciones, pero los sábados a las seis manda un asistente casa por casa de cada jugador para que firmen el presente. Indica esa tarde cómo jugarle a Newell’s. Basile y el Panadero Díaz se tientan y no pueden contener la risa. “Pedazo de pelotudos”, lo insulta Pizzuti y echa al Coco de la charla. Racing gana 2-0 ese partido. Con dos goles de Basile.

Perfumo, que en TV destacaba tanto la técnica como la personalidad del jugador, creía que la clave era jamás mostrar el miedo.

La Academia enfrenta a River. Perfumo, “El Mariscal”, apodo del Gordo José María Muñoz, le quita la pelota dentro del área a Ermindo Onega con una media chilena. Y sale luego con pelota al piso. Cabeza levantada. “Serenidad de crack”. El Cilindro se viene abajo. Ermindo es su gran amigo, pero un día liga una de las patadas duras del Mariscal. Tiempo después, como otras veces, ambos veranean juntos en el balneario 12 de Mar del Plata, en Punta Mogotes. Primer día de playa. Reposeras. “Ermindo, ¿qué te pasó en la pierna?”, le pregunta Roberto mirando un tajo importante. “¡Y vos me preguntás!”, le responde furioso Onega. Otra tarde del ‘66, un pibe de seis años hace su debut de cancha con una goleada 6-0 en cancha de Ferro. Por fín fútbol a colores. No más tele en blanco y negro. Perfumo hace un gol desde unos treinta metros. El pibe estalla de alegría. Su padre es de River pero lo lleva a ver a Perfumo, el ídolo que su hijo había adoptado desde que lo vio canchero en la tapa de El Gráfico. Un Beckham de Sarandí. Cuando sale, Roberto se acerca al alambrado a saludar al pibe. “Miralo bien, le dice su padre, que ese es el mejor dos del país”. De la historia del país. Las anécdotas se repiten en estos días de dolor. Como el mensaje del hincha de Independiente: “Soy del Rojo, sabés, Roberto. Pero te lloro porque te vas con un rato de mi infancia”.

Fue dicho. La Libertadores jugaba batallas. El Estudiantes de Osvaldo Zubeldía, con Carlos Bilardo en el medio, estudiaba vida privada de cada jugador rival, para ver cómo provocar alguna reacción. Nunca me quedó claro si Bilardo provocaba a Perfumo o a Cejas diciéndole que mientras él estaba ahí jugando, su señora estaba en lo del ginecólogo, como habían insistido en tono pícaro tantos llamados telefónicos de los días previos. Como fuere, porque era contra él, o porque él era el capitán y debía encargarse del honor de los compañeros, Perfumo, sin avisar, partió de una patada a Bilardo en mitad de cancha. Se echó solo. Nunca me quiso contar qué pasó. Perfumo mantenía códigos hasta después de tomar la cuarta copa de vino. Además, Roberto, pese a su pinta de galán, tampoco era inocente. Jugando para River, se lastimó el aductor y debía salir contra Cruzeiro por la Libertadores. Le dijo a Angel Labruna que esperara, que no hiciera el cambio. Le metió un cachetazo a Jairzinho, el mejor de ellos, y los dos se fueron expulsados. Ya comentarista, criticó a su admirado Juan Román Riquelme por haber reaccionado y provocar su expulsión después de que el jugador de Banfield, Santa Cruz, le metió un dedo en la cola. Peor aún. Para provocar, Roberto dijo que Santa Cruz era su ídolo. “Ese es el fútbol –dijo una vez, y si no aceptamos el juego así, cagamos”.

No hay por qué suscribir o celebrar todas sus posturas. Hasta él mismo admitió que se equivocó cuando en 2003 aceptó ser Secretario de Deportes. Pero sí reconocer que Roberto fue símbolo como pocos del fútbol de su época. Si hasta no quiso contradecir a Diego Maradona con la famosa anécdota recordada en estos días sobre un supuesto golpazo que le dio al 10 en un partido River-Argentinos, para asustarlo un poco. En realidad, jamás se enfrentaron, pero Maradona lo contó con notable realismo y Roberto consintió. Como decía Paul Auster –intervino un lector admirador del Mariscal-: “esta historia tiene todas las características de la ficción, por lo tanto, debe ser cierta”. Perfumo, que en TV destacaba tanto la técnica como la personalidad del jugador, creía que la clave era jamás mostrar el miedo. Contó alguna vez el uruguayo Peta Ubiña, de Nacional, que cuando vieron a Perfumo con esa carita de pibe en plena guerra de Libertadores le dijo al Negro Montero Castillo que “a ese botija nos lo comemos crudo. Pero después él nos cagó a patadas a todos juntos”. Un hincha de Huracán le preguntó una vez si acaso Jorge Ginarte, zaguero de enorme calidad del Globito, no había sido mejor que él. “El problema –le respondió al hincha- es que a Ginarte no le tenían miedo”.

Roberto recordó alguna vez que hasta Mabel, su esposa, ligó sus reflejos de defensor rudo. Ya retirado, jugando en la playa con una pelota de plástico, Mabel se la pateó de atrás. Y Roberto giró y anticipó con patada y codazo. Contaba las anécdotas de modo delicioso. Riéndose de él mismo. Y hasta exagerando. Como cuando dijo en una larga entrevista a Clarín que él pegaba con el conocimiento del cirujano. Que pegaba para que al rival le doliera. O como cuando dijo que jamás sufrió tanto en una cancha como contra Holanda, el 0-4 del Mundial 74. “Eran tan rápidos que ni siquiera podíamos pegarles”. Y le pedía al arquero Andrés Carnevali que demorara cada saque de arco, porque, sino, “en vez de cuatro, nos hacen veinte”. Le pregunté una vez si acaso tenía sentido ejecutar los himnos nacionales antes de los partidos. “Sí, cuando juego para la selección siento que represento hasta al barrio”, me respondió Roberto, que nació en 1942 en Sarandí (allí jugó fútbol con un veterano Julio Grondona), en una casa sin luz ni agua. Se recibió de sicólogo social y encontró refugio en el periodismo. Nunca necesitó contar chistes ni chismes. “Hablemos de fútbol”, decía. Despedía con su “abrazo de gol”. Y siempre se lo devolvíamos.

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