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Por LEOPOLDO MANCINELLI (*)
La casa, el hogar, es sede de nuestra seguridad, alivio para nuestros miedos. Pero ¿qué ocurre cuando comienza a emitir señales desconcertantes; cuando se comporta de modo amenazador? La entrada de un poco de agua por debajo de una puerta puede causar una impresión de curiosidad y luego de preocupación. Cuando la filtración se torna más imperiosa, los miembros de la familia empiezan a inquietarse y a ensayar distintos modos de defender algunas pertenencias. La ansiedad aumenta cuando advierten que si bien la casa ha dejado de protegerlos, el afuera no tiene nada mejor para ofrecerles. Al agua sube adentro y afuera. La sensación de desconcierto mezclada con rabia e incredulidad, va cediendo lugar a la firme determinación de sobrevivir.
En los hogares con chicos, el impacto emocional de éstos estará en relación con el modo en que sus padres conducen el proceso. Parece natural que los adultos, por su nivel de razonamiento, estén mucho más preocupados que sus hijos acerca del peligro que están enfrentando y de las probables consecuencias; si pueden morigerar su ansiedad y mostrarse asertivos, ayudarán a sus hijos a mantener cierto grado de serenidad.
Una vez superada la experiencia, la familia deberá asumir probablemente la claudicación final de la casa, en el sentido que ya no los protege pero tampoco puede brindar los servicios habituales de alimentación, higiene, confort y distracción. Otra vez, suponiendo que la casa resulte desahuciada por efectos de la inundación, y se hallan perdido los elementos que construyeron la historia familiar (fotos, recuerdos), la herida calará más hondo en los adultos que en los niños, porque aquellos tienen mayor capacidad prospectiva y tienen conciencia plena de lo que ha costado armar ese hogar. La familia inundada emerge del drama cansada, estresada, dolorida y aliviada por haber sobrevivido; el proceso de salvataje les ha permitido dominar el terror a través de la acción.
(*) Psicólogo
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