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La Ciudad |CONSECUENCIAS DE UNA TORMENTA DEVASTADORA

La bisabuela que aguantó siete horas subida a una silla con el agua en la boca

Vive en La Loma y tiene 89 años. La encontraron debajo de la heladera inconsciente y con un cuadro de hipotermia. Su casa es una de las tantas que quedó arrasada, y asegura que todavía no entiende de dónde sacó fuerzas para mantenerse con vida

10 de Abril de 2013 | 00:00
ALOJADA POR EL MOMENTO EN LA CASA DE SU NIETO MARTÍN, TERESA PERDIÓ CASI TODO PERO SABE QUE LO SUYO FUE UN MILAGRO
ALOJADA POR EL MOMENTO EN LA CASA DE SU NIETO MARTÍN, TERESA PERDIÓ CASI TODO PERO SABE QUE LO SUYO FUE UN MILAGRO

Le alcanzó a decir a su nieta que el agua le estaba por llegar a la cintura y la llamada se cortó.

Eran poco más de las diez de la noche y en la penumbra de su casa del barrio La Loma, en 37 entre 30 y 31, Teresa Saltamartini podía ver incrédula y aterrada algo que no había visto ni imaginado en sus 89 años de vida: la lluvia ya no era lluvia sino un río oscuro y furioso que entraba y barría con todo: puertas, cuadros, mesa, heladera, sillas.

Cuando intentó llamar otra vez, desesperada, el teléfono se le escapó de la mano y fue a hundirse a uno de los rincones del living, lejos. Inalcanzable.

“El agua seguía subiendo y no sabía qué hacer -cuenta Teresa, más tranquila y alojada por ahora en la casa de su nieto-. Hace más de cincuenta años que vivo en ese barrio y nunca vi semejante cosa. Nunca. Mirá que han pasado inundaciones y he perdido cosas. ¿Pero esto? No, jamás. Era el fin del mundo”.

A esa hora, el living era una oscuridad de pozo negro y Teresa sentía el agua sucia y helada cerca de los hombros. Temblaba. Rezaba. Tenía tanto miedo que hasta pensó cerrar los ojos y dejar que fuera lo que Dios quisiera.

Fue un segundo, pero en ese segundo alcanzó a manotear una silla de plástico que pasó flotando cerca, como un salvavidas improvisado y milagroso en medio del desastre.

ERA UNA SILLITA DE MORENA, SU BISNIETA.

Pensó en ella y en su nieta: estaba en la zona de plaza Moreno y lo último que alcanzó a decirle fue lo que pudo: que el agua le estaba por llegar a la cintura. Pero eso parecía ya demasiado lejano, casi de otra vida. El agua estaba ahora en el cuello y seguía subiendo.

“Empecé a tragar agua y ahí sentí que se terminaba todo -recuerda con los ojos llorosos-. Lo único que tenía en ese momento era la sillita de Morena, mi bisnieta”.

Era lo único pero fue suficiente: apoyó la sillita contra el fondo de esas aguas embarradas y se subió como pudo, tapada y soportando los dolores. Hacía frío. Afuera se venía el mundo abajo y sintió que el río del living era un océano marrón que no paraba de crecer.

“No sabía qué hacer -repite la bisabuela, emocionada y todavía conmovida-. Yo soy bajita así que pensaba que el agua me tapaba enseguida. Lo único que podía hacer era quedarme ahí, en la sillita. Si bajaba me ahogaba. Y si trataba de moverme también me ahogaba. Era eso, no había más”.

EL MILAGRO DE LA LOMA

De pie sobre la sillita de su bisnieta, temblando, Teresa Saltamartini se quedó congelada y pidiendo al cielo una sola cosa: que el agua no la tapara.

Y no la tapó. Se detuvo a la altura de la boca y quedó estancada como un lago imposible pero manso. Podían ser las once de la noche. Tal vez un poco más. Afuera seguía lloviendo.

“De la hora exacta no me acuerdo -dice Teresa, estóica-. Sí me acuerdo que tragué agua un par de veces más y cerré la boca para no ahogarme. Ahí se me vino toda la vida de golpe. Pensé en mis nietos, en los bisnietos. No se si lloraba o rezaba. No sé. Me daba cuenta de que me iba a morir ahogada en mi propia casa. No sé, la verdad es que no sé de dónde saqué tantas fuerzas para aguantar”.

Pero aguantó. Y no una ni dos ni tres. Aguantó siete horas en un rezo que era rezo pero también llanto y desconcierto. Mientras Teresa rezaba subida a la sillita de su bisnieta, con el agua en la boca y los muebles de toda una vida flotándole cerca, su nieto Martín se volvía loco por intentar llegar para rescatarla. Estaba a tres o cuatro cuadras y la correntada que bajaba por la 31 no lo dejaba avanzar. Así estuvo él toda la noche, esperando que el cielo aflojara un poco y el agua bajara para saber cómo estaba su abuela al otro lado de ese río insólito.

Lo último que sabía era lo que le habían avisado por celular desde plaza Moreno: “la abuela me dice que el agua le está por llegar a la cintura -le dijo la otra nieta en un llanto-. Yo no puedo llegar, está todo inundado. Por favor, Martín, tratá de llegar vos como sea”.

Así estuvo Martín toda la noche, protegido en una camioneta y mirando fijo ese horizonte de aguas para salir nadando ni bien pudiera. Y así lo hizo poco después de las seis y media de la mañana, cuando la correntada calmó y el agua empezó a bajar.

Cuando llegó a la casa de la calle 37, se impresionó todavía más. El agua había dejado su marca casi a la altura del número de la puerta. No tenía cómo entrar pero trató de hacerlo a la fuerza. Pateó, se desesperó, y después de un rato de furia y angustia creyó oír desde el interior de la casa un suave quejido parecido a una voz. Es la abuela, pensó, es la abuela. Entró a la casa rompiendo puertas y ventanas y encontró a su abuela tirada con la heladera encima. Todavía la tapaba un poco de barro, tenía los brazos y las piernas plagados de moretones y la piel azul de tanto frío.

Increíble pero real, el descenso de las aguas hizo que se le viniera la heladera encima y la dejara tendida en medio del barrial, golpeada e inconsciente.

“De eso ya ni me acuerdo”, cuenta Teresa, quien fue llevada en andas al hospital Italiano. Ahí le comprobaron un cuadro de hipotermia y la tuvieron casi un día internada. Al princpio no reconocía ni a sus nietos. Era todo confusión y no sabía siquiera qué había pasado. Pero fue un momento: de a poco empezó a recomponerse y los recuerdos volvieron con furia y puntualidad de catástrofe. Recordó la lluvia. El rezo interminable. La sillita de su bisnieta. En la cama del hospital, golpeada y todavía aturdida, Teresa Saltamartini empezó a recapitular algunos de los momentos de esa noche y comprendió que lo que había vivido era en realidad incomprensible. Como una pesadilla. O como un milagro.

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