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“No sé de dónde saqué tantas fuerzas para aguantar”

Estuvo siete horas subida a una silla con el agua en la boca. La encontraron inconsciente en su casa del barrio La Loma

2 de Abril de 2014 | 00:00
TERESA SALTAMARTINI, JUNTO A LA SILLITA QUE LE SALVÓ LA VIDA. A UN AÑO DEL DESASTRE, LA BISABUELA DE 89 AÑOS ASEGURA QUE NADIE SE ACERCÓ PARA AYUDARLA A RECUPERAR TODO LO QUE PERDIÓ
TERESA SALTAMARTINI, JUNTO A LA SILLITA QUE LE SALVÓ LA VIDA. A UN AÑO DEL DESASTRE, LA BISABUELA DE 89 AÑOS ASEGURA QUE NADIE SE ACERCÓ PARA AYUDARLA A RECUPERAR TODO LO QUE PERDIÓ

Le alcanzó a decir a su nieta que el agua le estaba por llegar a la cintura y la llamada se cortó. Eran poco más de las diez de la noche y en la penumbra de su casa del barrio La Loma, en 37 entre 30 y 31, Teresa Saltamartini veía algo que no había visto ni imaginado en sus 89 años de vida: la lluvia ya no era lluvia sino un río oscuro y furioso que entraba y barría con todo: puertas, cuadros, mesa, heladera, sillas. Cuando intentó llamar otra vez, desesperada, el teléfono se le escapó de la mano y fue a hundirse a uno de los rincones del living. “El agua subía y no sabía qué hacer”, cuenta ahora Teresa, un año después de aquel desastre. No sabía pero lo hizo: alcanzó a manotear una silla de plástico que pasó flotando cerca, como un salvavidas improvisado y milagroso en medio del desastre. Era la sillita de su bisnieta. Pensó en ella y en su nieta: estaba en la zona de plaza Moreno y lo último que alcanzó a decirle fue lo que pudo: que el agua le estaba por llegar a la cintura. Pero eso parecía ya demasiado lejano, casi de otra vida. El agua estaba ahora en el cuello y seguía subiendo.

“Empecé a tragar agua y ahí sentí que se terminaba todo -recuerda-. Lo único que tenía en ese momento era la sillita de Morena, mi bisnieta”.

Era lo único pero fue suficiente: apoyó la sillita contra el fondo de esas aguas embarradas y se subió como pudo, tapada y soportando los dolores. De pie sobre la sillita de su bisnieta, temblando, Teresa se quedó congelada y pidiendo al cielo una sola cosa: que el agua no la tapara.

Y no la tapó. Se detuvo a la altura de la boca y quedó estancada como un lago imposible pero manso. Podían ser las once de la noche. Tal vez un poco más. Afuera seguía lloviendo.

“De la hora exacta no me acuerdo -dice Teresa, estóica-. Sí me acuerdo que tragué agua un par de veces más y cerré la boca para no ahogarme. Ahí se me vino toda la vida de golpe. Pensé en mis nietos, en los bisnietos. No se si lloraba o rezaba. No sé. Me daba cuenta de que me iba a morir ahogada en mi propia casa. No sé, la verdad es que no sé de dónde saqué tantas fuerzas para aguantar”.

Pero aguantó. Y no una ni dos ni tres. Aguantó siete horas en un rezo que era rezo pero también llanto y desconcierto. A unas cuadras de ahí, su nieto Martín intentaba llegar pero era imposible. Lo consiguió recién al amanecer, cuando el agua empezó a bajar.

Entró a la casa rompiendo puertas y ventanas y encontró a su abuela tirada con la heladera encima. Todavía la tapaba un poco de barro, tenía los brazos y las piernas plagados de moretones y la piel azul de tanto frío. El descenso de las aguas había hecho que se le viniera la heladera encima y la dejara tendida en medio del barrial, golpeada e inconsciente.

“Mi nieto me llevó al hospital italiano y ahí me quedé casi un día -cuenta-. Mi casa quedó hecha un desastre pero salvé la vida. Fue difícil recuperarme pero lo hice. Por mi cuenta, con la ayuda de mis nietos que me dieron una mano enorme para volver a convertir a mi casa en un lugar habitable. De no haber sido por ellos, no se que hubiera hecho”.

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