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Espectáculos |“Todo lo que veo es mío”

Cuando Buenos Aires fue el patio de juegos de Duchamp

En los cines porteños se proyecta una cinta que imagina los misteriosos días del artista francés en el país entre la ficción y la realidad

Cuando Buenos Aires fue el patio de juegos de Duchamp

Michel Noher como Duchamp, con su pipa característica, en “todo lo que veo es mío” / cris zurutuza

8 de Diciembre de 2017 | 04:01
Edición impresa

Pedro Garay
pgaray@eldia.com
@pepogaray

Marcel Duchamp llegó a Buenos Aires en 1918. Se enamoró de la comida, escribió sobre la placidez que encontró en la gran aldea porteña, un contraste absoluto con la convulsión que se vivía en el resto del mundo en tiempos de la Gran Guerra, y hasta aprovechó aquel primer idilio para trabajar con la cabeza despejada. Pero rápidamente descubrió la Buenos Aires “profunda”, la de una oligarquía sin sofisticación, una escena cultural muerta, un pueblo machista donde “no fabrican nada”.

“Todo eso que pasaba en 1918 sigue pasando”, se ríe Mariano Galperín, el cineasta de “Su realidad” y “Dulce de leche” que dirige junto a Román Podolsky “Todo lo que veo es mío”, narración sobre la misteriosa estadía del fundamental padre del arte conceptual por el Río de la Plata.

Michel Noher encarna al joven Duchamp, ya un artista reconocido y revulsivo pero sin la idolatría de la que gozaría en la parte final de su vida, quien llega a las orillas porteñas junto a su musa, Yvonne Chantel (Malena Sánchez). Pero la biografía tradicional de aquellos diez meses acaba allí: la cinta imagina desde un principio como Duchamp, con sus ideas desenfadadas y libres sobre la realidad y su desapego a las normas, habría visto aquella Buenos Aires de principios de siglo XX, cubriendo el anodino paisaje porteño de principios de siglo con un manto de extrañeza, espíritu lúdico y belleza.

El resultado es un filme juguetón, onírico, donde, como el título adelanta, Duchamp se pasea por Buenos Aires apropiándose de vacas pinkfloydeanas, poesías spinetteanas, mapas de barcos y más, y observando la realidad a través de su concepto de infraleve, un concepto “crucial”, dice Podolsky, a la hora de pensar la película para sus creadores, porque “tiene que ver con la perspectiva con que Duchamp veía al mundo, el interés por aquellos pequeños detalles que pasan desapercibidos en la vida cotidiana, detalles que están en el margen de lo que parece convencionalmente importante”.

El infraleve sirvió de “punto de partida” para “situar la cámara con una mirada que se alejara de la pretensión lineal, narrativa, de contar la vida de Duchamp en Buenos Aires: para nosotros su paso por Buenos Aires tiene que ver con cómo se detenía su ojo sobre lo que nadie miraba”. Allí coloca la cámara la cinta estrenada en Mar del Plata y que se ve desde ayer en los cines porteños: en la cinta se suceden así imágenes “como piezas sueltas que juegan entre sí, más allá de la voluntad de narrar: las imágenes, cuando aparecen en el recuerdo, tienen una autonomía, una libertad, que las vuelve más ricas, más misteriosas”.

“No nos interesaba que la estructura de la película intentara representar una línea de tiempo histórica: lo que ocurrió está perdido, y pensarlo así nos dio libertad para imaginar”, dice Podolsky respecto a la caprichosa narración de la vida del artista en Buenos Aires que realiza el filme, y agrega que “no se puede contarlo todo, y es más interesante jugar con esa falta, poner en juego esos agujeros para que el espectador los rellene”.

En ese sentido, explica el dramaturgo convocado para el proyecto por Galperín, compañero de escuela primaria, el blanco y negro “funciona como un extrañamiento, una toma de distancia respecto de la pretensión de realidad representativa que facilita al espectador la inmersión en un mundo a cien años de distancia, el viaje a un pasado inventado: ponerlo en blanco y negro es recalcar que esto no ocurre aquí y ahora, sino en una especie de imaginación que puede ser incluso la de la cabeza de Duchamp”.

“Quien espere ver en la película ver a Duchamp pintando, se va a llevar una decepción”, adelante Podoslky risueño, y explica, además, que “ya para entonces detestaba la pintura”. La cinta evade esa aproximación tradicional a la vida de un artista e imagina a Duchamp jugando por los jardines porteños, de picnic, obsesionado con el ajedrez, experimentando sexualmente y hasta pasando noches sin final de alcohol y desenfreno junto a una pandilla de tangueros, una viñeta basada, cuenta Galperín, en “un mito urbano en Francia que dice que Duchamp se encontró con unos tangueros y estuvo cinco días y cinco noches de reviente”.

“Cuando asumimos la idea de trabajar sobre esta figura, no queríamos caer en cierto nivel de acartonamiento. Trabajamos desde la escritura, desde la filmación, desde la edición, para corrernos de ese lugar: pensamos que la mejor manera de honrar la memoria de Duchamp era faltarle el respeto, tomarlo de un modo descontracturado, porque es eso lo que él hizo con el arte”, reflexiona Podolsky, y Galperín coincide: “Duchamp era lo menos solemne, para él mismo y para la época, se trataba de reír de todo, jugar con todo, cambiar todo y explotar todo, incluido el arte. Siempre nos pareció una de las cosas más importantes para lograr es que no fuera una película solemne, que siga su humor, su estilo, su manera de ver la vida: si nos poníamos solemnes nos íbamos a alejar muchísimo de lo que era”.

 

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