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Por sandra cornejo (*)
La poesía llegó muy temprano de la mano de unos gitanitos que me producían toda clase de asombro y me acompañaban como seres de carne hueso; desde una canción de cuna que mamá cantaba, entre mudanzas y baúles llenos de supuestas pertenencias (que iban y venían en profusos camiones de empresas que ya no existen) ellos, los gitanitos, en la voz de mi madre, me remontaban a otros mundos, a otros paisajes donde había una sola casa (el hogar) que generalmente con un sótano y algún cobertizo prescindía de las casas reales.
Entonces, en la primera infancia, la poesía tenía el aspecto de un gato, el tamaño de un karting, y era rito y creencia, un pentagrama (un río), y también luciérnagas y renacuajos. Era un puente en especial, colgante y neblinoso, y una montaña, un barco en medio de los rápidos, un naufragio del cual, invariablemente, se salía indemne. Era la expresión de los ojos de mi abuela, la expresión, luego, de unos ojos a los cuales habría preguntado algo que nunca pregunté porque supe desde siempre que es sólo “detrás, en alguna parte”, donde la poesía se vislumbra y acontece.
Como un espíritu afín (un huésped, diría el poeta polaco Milosz), la poesía alguna vez se instala en nuestras vidas y desde ese momento permanece. Es este continuum de lo poético lo que me conmueve y me lleva a confiar indefinidamente en el gesto decisivo de un poema. Su presencia, el tempo que re-crea, su estado, trascienden los nombres (los territorios) y es en la invisibilidad donde mejor se expresa y nos alcanza. Punctum y destello, puede que nos interpele descendiendo el filo de un acantilado al tiempo que remonta cierta aurora boreal en pleno atardecer ártico. Ave y árbol, desierto y jardín, toma cuerpo para reavivar un olor, un matiz, un sonido, un alfabeto entero.
Poco a poco llegaron Hesse, Poe, Machado, un poema de Darío que hablaba de un buen lobo; Aguirre y su Alejandra; unos dublineses tan pero tan distantes como cercanos o ciertos films donde las imágenes pintaban a alguien o algo precioso y anhelado, y por suerte, nunca alcanzado. Intensa y excesiva, magra algunas veces, la poesía fue eso que nada tenía que ver con el mundo porque era el mundo. Un eco de Pound, la perturbación de Weöres (al Este), un verso en línea difusa tirando de un trineo, osos escandinavos convertidos en elipsis, un London Bridge en el corazón, un doliente Don Segundo Sombra, un Mío Cid a recitar, casualmente, una tarde en un salón repleto de compañeros en una escuela rodeada por la paz de lo rústico (y lo noble).
En la primera infancia la poesía tenía el aspecto de un gato, el tamaño de un karting, y era rito y creencia
La poesía así fue convirtiéndose en la búsqueda de poetas necesarios, aquellos indispensables que leemos una y otra vez; fue transformándose en un ser solitario, casi un ermitaño, que en su soledad revive; en una policromía de conceptos que de pronto se iluminan y promueven esa disonancia, ese desacomodamiento, lo poético, aquello cuyo límite jamás podríamos establecer. ¿No era una poeta Nathalie Sarraute cuando escribía sus Tropismos? ¿No es un poeta Jacques Derrida cuando habla de la herida en la poesía en Edmond Jabès? ¿Y Jean Luc Nancy no es un poeta cuando nos desgarra con su lúcido testimonio, el trasplante de su propio corazón, su intruso?
Aprendí, bajo el cobijo de la poesía, que el espacio de la creación es el espacio universal de la libertad, y en él, la escritura, un estado de reparación. Diría que pretender una voz propia a través de un texto es intentar recrear esos universos, esos flujos, esos “molinos de pensamiento” que nos han atravesado durante años, y que con mayor o menor precisión se reflejan en una obra, frágilmente, en una construcción a remontar en cada texto. Transcribir (traducir) esas mareas internas, es una tarea que lleva reescrituras, relecturas y un profundo amor. Así, en el mejor de los casos, los fantasmas saltan de nuestro hombro y se convierten en un mínimo y personal testimonio, en hecho artístico, en bondadosa transubstanciación.
Salvo el hijo, todo se pone en duda, decía Marguerite Duras; creería que, además, justamente ella, tampoco puso en duda la escritura. En dimensión real, en el presente continuo de la vida, simplemente agradezco haber encontrado la poesía entre la espesura de un bosque frondoso, en un tiempo sin recuerdo, cuando era imposible que en las palmas de su alquimia algo confundiera y Babel apenas se insinuaba.
Exactamente por esto, por la luminosidad del lenguaje poético, es que suelo internarme en la poesía y la agradezco y la disfruto, más aquí o más allá de las propias y balbucientes palabras
(*) Poeta, gestora cultural.
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