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Séptimo Día |A 50 años de su muerte

La voz grave de Themis Speroni

La voz grave de Themis Speroni

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Por RAFAEL FELIPE OTERIÑO

24 de Septiembre de 2017 | 04:34
Edición impresa

Roberto Themis Speroni es un poeta casi desconocido por las nuevas generaciones. Recientemente se publicó una antología de 25 poetas argentinos de la segunda mitad del siglo XX y Speroni fue omitido. Coopera en ello el hecho de que murió joven, que la estética que practicó ha sido hoy abandonada (sin ver que en sus últimas obras hubo un verdadero aggiornamento a partir de la incorporación en su poesía de elementos surrealistas que lo pusieron a las puertas del realismo mágico, tan en boga en aquellos años), que casi no salió de su ciudad natal, La Plata, ni de su reducto campesino en la cercana localidad de City Bell, su poca o ninguna asistencia a los salones de Buenos Aires, casi ningún viaje al exterior del país.

Todos sus libros fueron publicados en La Plata, en ediciones de autor, y el último, Padre final, fue fechado en City Bell, como una afirmación de su lugar en el mundo. El 28 de septiembre de 1967 fue un día desapacible. Al promediar la tarde, yo regresaba de una jornada en la Facultad y sentí un escalofrío al trasponer la puerta de mi casa. Me vino a la cabeza una fea sensación, algo me dijo para mis adentros: “murió Roberto”.

No era extraño que tuviera ese presentimiento, ya que, avisados de que su salud se había agravado, dos días antes le habíamos dedicado a él y a su poesía la audición semanal de la SADE, filial La Plata, que dirigíamos con Horacio Preler. Para hacerle llegar ánimo y como prueba de nuestra solidaridad, invitamos a Horacio Ponce de León, viejo amigo suyo y cofrade de su generación literaria, quien le dirigió palabras de aliento.

Sabíamos que nos estaba escuchando y los tres mentimos para nuestro amigo un largo y provechoso futuro literario. Todavía conservo esos apuntes mecanografiados en mi vieja Remington, interlineados con los puntos suspensivos que señalaban la cortina musical (un adagio de Albinoni) y el espacio para los poemas que fuimos leyendo a fin de ilustrar una obra que fatalmente llegaba a su fin.

Ahora que han pasado 50 años desde aquel momento, digo que con su desaparición no sólo concluía su existencia física sino que también llegaba a su término un modo de poetizar: el imbuido de los postulados neorrománticos, puros e idealizantes, de una de las generaciones poéticas que tuvo el mejor oído para la construcción del verso: la denominada generación poética del ´40, que entre sus cultores reunió a figuras de renombre nacional como María Granata, Enrique Molina, Olga Orozco, Juan Rodolfo Wilcock, Manuel Castilla y, entre los platenses, a Roberto, en primer lugar, acompañado por Horacio Núñez West.

Speroni tenía 45 años y pasaba a integrar el cuadro de los poetas platenses que murieron jóvenes, cuyo exponente más reconocido es Francisco López Merino. De “primavera trágica” se habló, respecto de ellos, tomando el tropo de otros episodios tristes del pasado. Yo lo visitaba en su casa de City Bell y lo frecuentaba en la confitería del Círculo de Periodistas, adonde concurría entre las 11 y las 13 a beber su copa de vino y fumar sus “Particulares” o “Fontanares” negros, sin filtro. En esos años –principiaba la década del ´60- Speroni no desempeñaba ningún trabajo convencional; el sostén de su familia estaba en manos de su mujer, y él distribuía su tiempo entre labores rústicas, como tallar un tronco o afilar un hacha, y la práctica ininterrumpida de la poesía. Alguna vez conté que revisaba las enciclopedias en busca de palabras inusuales, que repetía sin averiguar su significado, en la confianza de que tendrían cabida en un próximo poema.

Si en La Plata no hubiera coexistido Gustavo García Saraví, diría que fue el mejor sonetista y cultor –esto último sí, como ninguno- del verso endecasílabo. Pero los perfiles de su personalidad fueron múltiples. Quiero recordar su capacidad para entenderse con la naturaleza física. Sabía distinguir un aguaribay de un tarco, un chalchalero (zorzal entre nosotros) de un tordo, aún sin haber visitado el noroeste argentino. En los dos viajes más pronunciados que hizo –uno, a Chilecito, en La Rioja; el otro, a Piriápolis, en Uruguay- deslumbró a los escritores allí presentes al ponerse a silbar como los pájaros del lugar hasta lograr que uno de ellos bajara de su rama y se posara sobre la mesa donde se celebraba la reunión. Los que estuvieron allí presentes me lo contaron y así lo transmito.

La ciudad de La Plata y su reducto en City Bell eran su territorio y paisaje. De allí recogía los sabores y colores de la naturaleza y adivinaba, por contraste, las paredes de la simetría que le gustaba desobedecer. No necesitó alternar con el mar ni con la montaña ni con el desierto para comprender la peripecia humana. Alguna vez escribí que para saber de Speroni bastaba con conocer City Bell. Dejó huellas indelebles. Néstor Mux y yo le copiamos su voz de bajo profundo al leer poesía. Ana Emilia Lahitte, que recibió sus papeles para elaborar un libro conmemorativo, abandonó su poesía neorromántica y se dio a escribir en un estilo descarnado, en el límite de su significado, propio de quien ha atravesado una experiencia extrema. María del Mar Estrella le ha dedicado poemas e interpretado su poesía en festivales.

Con Mux organizamos la presentación de su libro inédito “Fábulas críticas para niños y locos”, bajo el auspicio de la entonces Secretaria de Cultura Provincial Martha Mercader. Horacio Castillo escribió un poema sobre los avatares del paso del tiempo al ver la estatua de Speroni dañada por vándalos en el bosque de La Plata. En la antología Veinte poetas platenses contemporáneos, Ana Emilia Lahitte publicó su poema más singular: “Un poeta en el hueso del invierno”, que puede ser leído como su testamento poético. Nelly, su mujer, despidió sus restos en el cementerio de La Plata, con palabras valerosas que lo describieron como a un compañero sin igual.

 

 

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