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Relaciones con nuestro país del autor de El nombre de la rosa. Sus referencias a Borges y Cortázar. Recuerdos de Piazzolla y la noche en que vio a Isabel Sarli en “Fuego”. La Argentina como refugio imaginario de Mussolini
MARCELO ORTALE
“El que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás” fue uno de los pensamientos de Umberto Eco, cuya reciente muerte conmovió al mundo. Dijo lo mismo o algo muy parecido en otra entrevista: “Leer alarga la vida. Quien no lee sólo tiene una vida y, se los aseguro, es poquísimo. En cambio, nosotros, cuando moriremos, nos recordaremos haber atravesado el Rubicón con César, combatido en Waterloo con Napoleón, viajado con Gulliver y encontrado a enanos y gigantes. Una pequeña compensación por la falta de inmortalidad”. Desde ahora, es decir, desde siempre la lectura y Eco suenan como sinónimos.
Para muchos fue uno de los últimos escritores deslumbrantes y universales. Una suerte de “coloso intelectual”, como lo definió Alfredo Serra después de entrevistarlo. Al periodista argentino le dijo que “el libro, como la rueda y la cuchara, no morirá jamás”. También lo definieron como un viajero entre dos mundos, el literario y el periodístico.
Novelista, ensayista, productor de miles de asombrosos artículos, semiólogo de vanguardia, filósofo y además, para el mejor orgullo nativo, con su figura y sus sentimientos nunca demasiado lejos de la Argentina. Siempre miró a los argentinos con simpatía y algo de extrañeza, salvo a uno, al que admiró sin condiciones. Visitó nuestro país en tres ocasiones y antes que eso, cuando apenas tenía 20 años de edad, ya leía devotamente a Borges, su maestro para siempre.
Pero tendrá también, en sus trabajos, en las múltiples entrevistas que le hicieron, recuerdos de los montoneros del 70, añoranzas de sus idas al cine y de Isabel Sarli, de los tangos de Piazzolla y Amelita Baltar, de Cortázar y ya en los últimos años de Francisco, el Papa al que admiraba y en quien veía cualidades insólitas. Hace poco Eco dijo que Francisco, por su condición de jesuita, en realidad era paraguayo.
En su último libro –a punto de aparecer, titulado Pape Satán Aleppe. Cronache di una societá liquida Eco “analiza la identidad del papa Francisco: para él no es un jesuita argentino, sino paraguayo, porque los jesuitas de Sudamérica en 1600 se fueron a Paraguay como consultores de los indios guaraníes para sacarlos de la esclavitud”. Añade que el escritor “tenía mucha estima por este Papa”, según lo describe Mario Andreose, uno de los editores de los libros de Eco
A comienzos de la década del 60 compuso “Obra abierta”, piedra fundamental de su obra. Fue un trabajo doctrinario de enorme intensidad, rechazado por todas las dictaduras de la tierra. Entre otras, por la de los militares argentinos seguidores de Onganía. En ella propuso que el lector rescribiera el texto y se convirtiera en autor.
Ese modernismo intelectual que diluvió y se irradió sobre los jóvenes universitarios de Buenos Aires y de otras grandes ciudades argentinas –dijeron musicólogos de nota- influyó también en la en la innovadora estructura musical de Astor Piazzolla, atacado en esos tiempos por los conservadores del tango.
¿Quién fue Umberto Eco? No hay posible respuesta que sea justiciera, frente a semejante interrogante. Los diarios de muchos países intentaron definirlo y despedirlo, cuando anunciaron su muerte a los 84 años de edad, en la ciudad de Milán: “Adiós al último titán de la cultura”; “El sabio que llegaba al público”; “Murio Eco, ahora somos más pobres”; “El hombre que lo sabía todo”; “Italia perdió un pedazo de inmortalidad”: “Joven y volcánico hasta el último día”; “Adiós a Umberto Eco, el hombre que sabía todo”; “El escritor que cambió la cultura italiana”; “Muere Umberto Eco, el humanista total”; “Murió el profesor vuelto novelista”. El Universal de México lo catalogó: “Un autor de catedrales literarias exitosas”.
Borges influyó decisivamente sobre Eco y el escritor italiano irradió su influencia doctrinaria sobre Cortázar. Un argentino lo inspiró y otro se inspiró en él. En el primero de esos casos, Eco siempre recordó que cuando era aún muy joven, un poeta italiano amigo suyo le entregó el libro de un argentino desconocido para él. Se trataba de Ficciones, de Jorge Luis Borges, publicado por primera vez en Italia.
Lo leyó y quedó fascinado. “Me pasaba las noches leyéndoselo a mis amigos”, contó, para reconocerse como seguidor desde entonces de ese escritor argentino. Los críticos apuntaron, además, al hecho de que en “El nombre de la rosa” había un expreso homenaje a Borges. Uno de sus personajes es un monje ciego y anciano, muy erudito, que dirige la biblioteca de la abadía. El nombre de ese personaje: Jorge de Burgos”. Eco admitió la evidente conexión. “En realidad –dijo- me gustaba la idea de tener un bibliotecario ciego, y le puse casi el mismo nombre de Borges. Pero cuando elegí el nombre no sabía que iba a quemar la biblioteca. No es, por lo tanto, una alegoría. Le puse el nombre de Borges, como también puse en la novela los nombres de otros amigos. Son homenajes.”
“Leer alarga la vida. Quien no lee sólo tiene una vida y, se los aseguro, es poquísimo. En cambio, nosotros, cuando moriremos, nos recordaremos haber atravesado el Rubicón con César, combatido en Waterloo con Napoleón, viajado con Gulliver y encontrado a enanos y gigantes. Una pequeña compensación por la falta de inmortalidad”
Sin embargo, las analogías con Borges y las influencias del argentino fueron mucho más allá. El escritor Pablo De Santis sostuvo que en la novela, es decir, en la ficción del autor italiano “para levantar esa abadía benedictina –que es también el edificio especulativo de la filosofía medieval- , Eco trabajó con dos representaciones originadas en sus lecturas de Borges: el laberinto y la biblioteca. La resolución del crimen, tan simple como elegante, participa de las dos representaciones del mundo, y nos lleva del encierro a la salida, de los libros al Libro.”
Años después, en una entrevista por televisión durante una visita a la Argentina, el semiólogo sostenía que “Borges era extraordinario porque leía tres líneas sobre el argumento y luego inventaba lo que en realidad había sucedido. En mi libro me ocupo del religioso y naturalista inglés John Wilkins, que inventó un sistema de lengua perfecta. Hay un texto de Borges, que se llama ‘El idioma analítico de John Wilkins’, donde Borges confiesa haber leído sólo la entrada de Wilkins en la Enciclopedia Británica. Poquísimo. Y se mete a inventar por su cuenta y comprende exactamente cuál era el problema de Wilkins. En ese sentido Borges era extraordinario: en una palabra, inventaba todo, inventaba la realidad”.
En lo que se refiere a Julio Cortázar, el crítico Marco Nifantani, analiza el concepto lúdico en su obra y sostiene que “la aplicación del concepto de juego a la obra de Cortázar encuentra sin duda un terreno fértil en el libro más conocido del escritor argentino, Rayuela. Este texto extraordinario y deslumbrante escrito en París, coincide de hecho con toda una reflexión teórica sobre el arte y la literatura que en aquellos años veía como protagonistas a Roland Barthes, el grupo de Tel Quel y al neo-estructuralismo de Umberto Eco y su fundamental Opera aperta”.
En su séptima novela, Número cero, Eco postuló que el dictador Mussolini no fue fusilado en Giulino di Mezzegra, en abril de 1945, sino que fue enviado a la Argentina donde se refugió y desde donde siguió operando en la política italiana.
¿Por qué pensó en la Argentina?, le preguntaron a Eco en una entrevista: “¿Por qué no? Muchos jerarcas nazis han escapado a la Argentina. Brasil se había aliado con los estadounidenses en contra de los nazis. La Argentina, no. Por lo tanto era en ese momento un país cómodo para refugiarse. ¿Dónde han encontrado a (Adolf) Eichmann y a (Erich) Priebke? La Argentina venía muy bien para mi relato”.
Allí el periodista volvió a indagar: Usted visitó tres veces la Argentina. ¿Puede escribir acerca de lugares en los que nunca estuvo? “Tenemos en Italia a Salgari que escribió novelas que se desarrollaban en todo el mundo y él jamás se movió de su ciudad, Verona. Yo no sería capaz. Debo ir a ver. Para escribir La isla del día de antes fui al Mar del Sur. El período más bello siempre es durante la escritura y nunca cuando el libro se ha terminado. Tal vez escribo novelas para hacer esos viajes. Si no, no sería divertido. La Argentina, en Número cero, es un punto de pasada. Estuve por primera vez en los 70. Eran años tremendos. Los tupamaros en Uruguay, los montoneros en la Argentina. Recuerdo la música de Piazzolla y a Amelita Baltar. El último espectáculo comenzaba a medianoche y hasta me llevaron a ver Fuego, con una actriz de senos muy grandes…”, en alusión a Isabel Sarli.
En sus últimos veinte años, Umberto Eco fue también uno de los diecisiete intelectuales del denominado Foro de Sabios de la Unesco, una suerte de seleccionado de mentes brillantes en el que también estuvieron García Márquez, el ex presidente checo Vaclav Havel, el filósofo francés Michel Serres y el escritor argentino Víctor Massuh, entre otros. Además de El nombre de la rosa, publicó El péndulo de Foucault (1988), La isla del día antes (1994), Baudolino (2004), El cementerio de Praga (2010 y Número Cero (2015), entre otras obras. En su extensa vida su conciencia social lo hizo comprometerse en causas humanitarias y sociales, como la situación en Chiapas o la intervención rusa en Chechenia.
No le faltaba humor. Hace poco tiempo, un periodista lo puso a prueba y le preguntó qué era lo que le causaba más angustia existencial y Eco contestó: ““Mi mujer me esconde el whisky bajo llave”.
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