Las películas de mi vida, desde el 2006
Por AMÍLCAR MORETTI
| 31 de Diciembre de 2006 | 00:00

"¿Qué película, abuelo, te gustó más en tu vida? A mí, `Moulin Rouge', de todas las que vi". Buena pregunta para Nochebuena. Linda elección también para una chica de once años; entre otras cosas, buen gusto y conocimiento de cine. He conocido demasiada gente madura, mucha con graduación universitaria, que vio la película del australiano Luhrmann, del 2001, y no la disfrutó, sencillamente porque no entendió nada. A mí, después de la breve duda, me apareció un título, y lo dije: "La dolce vita". La película de Fellini de 1961. No olvido cuando Alain Cuny, el intelectual que parece tener todas las respuestas, se suicida no sin antes matar a sus hijos, como para no condenarlos a algo que le produce sólo desaliento. Tampoco olvido cuando Marcello Mastroianni, en la playa romana, al final, no puede ya escuchar lo que le dice la adolescente de la cantina. Y además ese ojo sin brillo del pescado muerto en la arena. Sí, "La dolce vita", parece la película que más me gustó, o más recuerdo, de los últimos sesenta años, al menos desde el final del 2006.
Hay otras películas, claro, muchas por cierto, entre las ¿cinco, seis mil? que habré visto. Resurge siempre la exquisita "Dos hermanos, dos destinos", del boloñés Valerio Zurlini, de 1962. Mastroianni, otra vez, ahora como un periodista pobre e imagino socialista que visita en el desolado hospital público a su hermano menor enfermo, el rubio Jacques Perrin, indefenso y frágil para una sociedad dura como casi siempre. Ahí conocí el Adagio de Albinoni, lentísimo y envolvente. Pocas veces sentí tanta tristeza en una sala de cine, y fuera de ella. Años más tarde, cuando me animé a la novela, "Crónica de mi familia", en 1977, un año aquí de matanza y abrumadora indiferencia, en plena dictadura, la tristeza se me hizo una congoja que aún temo en la escritura de Vasco Patrolini. Con el Adagio de Albinoni en la pantalla me sucede lo mismo que con el momento más conocido de "Caballería rusticana" de Mascagni, en "Toro salvaje", de Scorsese, 1980. Igual tristeza se escucha cuando De Niro "hace sombra", salta y lanza golpes al aire, solo en el ring, entre brumas y una negrura que indica que lo mejor ya ha sido y flota apenas hoy como fantasma, en cámara lenta. Cámara lenta y Mascagni, al final de "Toro salvaje". Tribulación cinera y de vida, perenne.
En verdad, si lo pienso, no se me aparecen películas sino fragmentos, secuencias, momentos de cine, como los mejores, los que me quedaron marcados. A veces son sólo detalles. Por ejemplo, los mocasines blancos, flexibles, de apache que calza Alain Delon en "A pleno sol", en la Costa Azul francesa, como Ripley (el de Patricia Highsmith) en 1959, cuando mata en el velero al rico Maurice Ronet en la película de René Clement. Ese es un detalle. Si me refiero a situaciones, una muy fuerte es el primer strip-tease que vi en mi vida, en 1956, en "Deshojando la margarita", del francés Marc Allegret, con Brigitte Bardot y también Daniel Gelin (el padre de Maria Schneider, la de "Ultimo tango en París"). En esa época y a los doce años, no se sabía qué era un strip-tease. Quedé profundamente turbado, fue un impacto desestabilizador. No por Brigitte Bardot (que no se desnudaba) sino por las otras practicantes, anónimas, seguro que profesionales. La conmoción me duró varias semanas. Poco tiempo atrás el canal Europa, de cine arte, repuso la película de Allegret, pero, para mi desilusión y pese a mi anhelo, ya no fue lo mismo. Como compensación, en otras ocasiones lo que el cine me produjo fue puro y cristalino enamoramiento hasta el fuera de mí: en 1955 fue la rubia Kim Novak, en "Picnic", cuando baja la escalera para bailar (es un decir) "In the Moonlight" con William Holden, un vagabundo que viaja en los techos de los trenes y al pasar por el pueblito de Kansas se lleva a mi Kim Novak, que me había dejado turulato.
Claro que la secuencia de "La noche", en 1961, de Antonioni, es otra cosa (lo digo yo, que me gusta Truffaut). Cuando después de la fiesta en la quinta burguesa, en el parque al amanecer, Jeanne Moreau le lee a Marcelo Mastroianni (de nuevo Marcello) la carta de amor que él le había escrito en su juventud, y él no recuerda haberlo hecho, ni siquiera la reconoce, en ese momento y en esa edad (la mía), poco antes de los veinte, la evidencia de la fragilidad de los sentimientos y lo provisional de la vida fue un llamado de atención, quizás temprano, de gran contundencia. Eso, aunque antes, en 1953, cuando todavía no cumplía los diez, la muerte de Frank Sinatra, destrozado en el tormento por el torturador Ernest Borgnine, en la prisión militar de "De aquí a la eternidad", ya me había dicho que la fragilidad (y brutalidad) de lo humano podía tener forma de uniforme. A la misma edad, Marlon Brando, tambaleante y la cara ensangrentada molida a golpes, en "Nido de ratas", me deslizó en simultáneo que algunos padecimientos tenían sus frutos. Brando podía sobreponerse al dolor y, con dignidad, entrar a trabajar al puerto pese a la furia de la patota represora.
Amor y sangre, la decepción, lo perecedero (todo), son marcas del cine. Con cuatro o cinco años me conmoví cuando Boris Karloff, el monstruo del primer "Frankenstein" (1931) de James Whale, comparte una flor con la nena junto al río. No recuerdo en cambio cuando Karloff la arroja a las aguas. Lo he bloqueado. Me ha quedado el rostro y la larga figura dolorida de Gary Cooper (tengo un retrato de él en casa) en "A la hora señalada" (1952), cuando todos lo abandonan y en el pueblo solitario se hace cargo -por su íntima dignidad- de enfrentarse solo de nuevo a la patota de contratados para asesinar. El país, después de eso, supongo que antes también, pese a la poca edad, siempre lo percibí como algo similar, algo como esas situaciones de Gary Cooper o las más cruentas de Sinatra y Brando. La soledad de Marcello y su ensimismamiento en desconcierto también tiñen lo real de esa Argentina personal vista con ojos de cine. Por ahí, empero, siempre, aparece la figura esbelta de Fred Astaire que baila por las paredes y entonces hay un reconciliación, soñada esta vez desde este final de 2006.
Hay otras películas, claro, muchas por cierto, entre las ¿cinco, seis mil? que habré visto. Resurge siempre la exquisita "Dos hermanos, dos destinos", del boloñés Valerio Zurlini, de 1962. Mastroianni, otra vez, ahora como un periodista pobre e imagino socialista que visita en el desolado hospital público a su hermano menor enfermo, el rubio Jacques Perrin, indefenso y frágil para una sociedad dura como casi siempre. Ahí conocí el Adagio de Albinoni, lentísimo y envolvente. Pocas veces sentí tanta tristeza en una sala de cine, y fuera de ella. Años más tarde, cuando me animé a la novela, "Crónica de mi familia", en 1977, un año aquí de matanza y abrumadora indiferencia, en plena dictadura, la tristeza se me hizo una congoja que aún temo en la escritura de Vasco Patrolini. Con el Adagio de Albinoni en la pantalla me sucede lo mismo que con el momento más conocido de "Caballería rusticana" de Mascagni, en "Toro salvaje", de Scorsese, 1980. Igual tristeza se escucha cuando De Niro "hace sombra", salta y lanza golpes al aire, solo en el ring, entre brumas y una negrura que indica que lo mejor ya ha sido y flota apenas hoy como fantasma, en cámara lenta. Cámara lenta y Mascagni, al final de "Toro salvaje". Tribulación cinera y de vida, perenne.
En verdad, si lo pienso, no se me aparecen películas sino fragmentos, secuencias, momentos de cine, como los mejores, los que me quedaron marcados. A veces son sólo detalles. Por ejemplo, los mocasines blancos, flexibles, de apache que calza Alain Delon en "A pleno sol", en la Costa Azul francesa, como Ripley (el de Patricia Highsmith) en 1959, cuando mata en el velero al rico Maurice Ronet en la película de René Clement. Ese es un detalle. Si me refiero a situaciones, una muy fuerte es el primer strip-tease que vi en mi vida, en 1956, en "Deshojando la margarita", del francés Marc Allegret, con Brigitte Bardot y también Daniel Gelin (el padre de Maria Schneider, la de "Ultimo tango en París"). En esa época y a los doce años, no se sabía qué era un strip-tease. Quedé profundamente turbado, fue un impacto desestabilizador. No por Brigitte Bardot (que no se desnudaba) sino por las otras practicantes, anónimas, seguro que profesionales. La conmoción me duró varias semanas. Poco tiempo atrás el canal Europa, de cine arte, repuso la película de Allegret, pero, para mi desilusión y pese a mi anhelo, ya no fue lo mismo. Como compensación, en otras ocasiones lo que el cine me produjo fue puro y cristalino enamoramiento hasta el fuera de mí: en 1955 fue la rubia Kim Novak, en "Picnic", cuando baja la escalera para bailar (es un decir) "In the Moonlight" con William Holden, un vagabundo que viaja en los techos de los trenes y al pasar por el pueblito de Kansas se lleva a mi Kim Novak, que me había dejado turulato.
Claro que la secuencia de "La noche", en 1961, de Antonioni, es otra cosa (lo digo yo, que me gusta Truffaut). Cuando después de la fiesta en la quinta burguesa, en el parque al amanecer, Jeanne Moreau le lee a Marcelo Mastroianni (de nuevo Marcello) la carta de amor que él le había escrito en su juventud, y él no recuerda haberlo hecho, ni siquiera la reconoce, en ese momento y en esa edad (la mía), poco antes de los veinte, la evidencia de la fragilidad de los sentimientos y lo provisional de la vida fue un llamado de atención, quizás temprano, de gran contundencia. Eso, aunque antes, en 1953, cuando todavía no cumplía los diez, la muerte de Frank Sinatra, destrozado en el tormento por el torturador Ernest Borgnine, en la prisión militar de "De aquí a la eternidad", ya me había dicho que la fragilidad (y brutalidad) de lo humano podía tener forma de uniforme. A la misma edad, Marlon Brando, tambaleante y la cara ensangrentada molida a golpes, en "Nido de ratas", me deslizó en simultáneo que algunos padecimientos tenían sus frutos. Brando podía sobreponerse al dolor y, con dignidad, entrar a trabajar al puerto pese a la furia de la patota represora.
Amor y sangre, la decepción, lo perecedero (todo), son marcas del cine. Con cuatro o cinco años me conmoví cuando Boris Karloff, el monstruo del primer "Frankenstein" (1931) de James Whale, comparte una flor con la nena junto al río. No recuerdo en cambio cuando Karloff la arroja a las aguas. Lo he bloqueado. Me ha quedado el rostro y la larga figura dolorida de Gary Cooper (tengo un retrato de él en casa) en "A la hora señalada" (1952), cuando todos lo abandonan y en el pueblo solitario se hace cargo -por su íntima dignidad- de enfrentarse solo de nuevo a la patota de contratados para asesinar. El país, después de eso, supongo que antes también, pese a la poca edad, siempre lo percibí como algo similar, algo como esas situaciones de Gary Cooper o las más cruentas de Sinatra y Brando. La soledad de Marcello y su ensimismamiento en desconcierto también tiñen lo real de esa Argentina personal vista con ojos de cine. Por ahí, empero, siempre, aparece la figura esbelta de Fred Astaire que baila por las paredes y entonces hay un reconciliación, soñada esta vez desde este final de 2006.
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