Dos cuerpos que nadie reclama ni extraña ni llora

Por ALEJANDRO CASTAÑEDA (*)

Mail: afcastab@gmail.com

Fue un gato callejero el que ayudó a descubrir la muerte. Hacía cuatro años que los cuerpos de una mujer y su hijo cuarentón estaban allí, en una morada de la calle 33, esperando que alguien los recogiera. Pero nada. Es que no hay tiempo para la vecindad ni para andar vigilando otros portales cuando lo que importa es vigilar el nuestro. La vida barrial ha ido desapareciendo en defensa propia. Estos dos vecinos no vivían en el medio del campo. Estaban en la calle 33, compartiendo PH, pasillo y cielo con otras cuatro familias. Algunos habían notado que faltaban, pero hay tantos faltantes que ya nadie saca cuentas. Se imaginaron una mudanza sorpresiva. Los datos que dan ahora en cuentagotas contribuyen más a agigantar el misterio. La calle 33 conoce de otros olvidos, pero ninguno como este. Fue una soledad perfecta: en vida no intercambiaron afectos; y muertos alcanzaron el anonimato supremo de no ser notados por nadie, un adiós absoluto, sin dejar nada atrás, el final inadvertido de una madre y un hijo que anduvieron por allí, sin otro plan que esperar el paso del tiempo. Y que dejan, como mínimas pistas, papeles y facturas, únicos signos de pertenencia que al menos acreditan la fecha de la muerte y echan luz sobre sus filiaciones.

Un mes atrás, en un árbol de 39 entre 7 y 8, un fantasma empezó a olvidarse bolsas de basura y desperdicios. Y ahora, en la 33, entre 8 y 9, la muerte se olvidó dos vecinos. ¿Qué mensaje de descuido trae la 8? Porque nadie se dio cuenta que no estaban. Como la vida vecinal se ha perdido, la ciencia recomienda más chismerío. Ya lo glosamos en estas columnas. Los estudiosos creen que hay que terminar con la exagerada discreción y empezar a recuperar el sano cotorreo de otras épocas. Hoy la vereda no es un lugar de encuentro sino un paso inevitable para entrar a casa y cerrar con llave. Los sociólogos aconsejan ocuparse más del prójimo. Creen que la curiosidad bien entendida puede ser un remedio. Y que el chisme puede recuperar la vida en las veredas. Aquel barrido de antaño ayudaba, entretenía y cuidaba. Todos sabíamos de todos y las señoras con sus escobas alertas eran parte de un barrio que cada mañana, a la hora del canillita y el baldeo, largaba delantales y noticias a la calle.

La muerte no sabe de registros catastrales. Transita por las calles de la Ciudad eligiendo al azar sus pensionistas. La justicia no sale de su asombro y hubo que recurrir a un antropólogo para poder reconstruir una historia que mezcla la soledad y el horror.

Pero eso no está. Y los pasillos de ese PH están llenos de preguntas. ¿Qué pasó? ¿Escape de gas, suicidio pactado? No hay signos de violencia ni mensajes. ¿Qué epidemia desoladora se metió en el pasillo de la 33? La muerte no sabe de registros catastrales. Transita por las calles de la Ciudad eligiendo al azar sus pensionistas. La Justicia no sale de su asombro y hubo que recurrir a un antropólogo para poder reconstruir una historia que mezcla la soledad y el horror. Ahora salieron a buscar parientes por el Conurbano, ese territorio sobre acostumbrado a búsquedas y pérdidas. Nadie los reclama ni los extraña. Son dos cuerpos casi de ciencia ficción, que estaban allí, hechos polvos y olvido. Habían visto pasar sobre ellos las murallas de los días y las noches. Y habían logrado seguir juntos sin dar noticias a nadie de su partida, apenas visitados por las inundaciones, esa lluvia mortal que pasó sobre ellos, quizá para purificarlos y cubrirlos de algo, una correntada que fue la única caricia que recibieron, como si el ir y venir de esas aguas hayan sido la mortaja fugaz de unas vidas que se fueron sin despertar sospechas ni lágrimas ni despedidas

Sorprende y conmueve tanto desamparo y tanto olvido. Que en cuatro años nadie haya advertido su ausencia, es algo que revela un grado extremo de soledad y abandono. ¿Cómo se puede vivir así, absolutamente sin nadie a la vista? No hay explicaciones ante tanta indiferencia. Ni vecinos ni parientes ni amigos advirtieron sus ausencias. Nadie se dio cuenta que ya no estaban más. Y nadie los reclama ni los extraña. La demora policial en poder dar con familiares ayuda a redondear un horizonte de desolación, desapego y orfandad.

Sus cosas han estado todo allí a lo largo de cuatro años de respetuoso silencio. Muebles, ropas, fotos que se han ido muriendo con ellos. Los barrios deberían hacer cada tanto un inventario. Registrar los faltantes. La vecindad se ha ido quedando sin referencias próximas. Nadie pasa lista a lo que vamos dejando en el camino. Y el olvido se aprovecha de estas distracciones para seguir borrando cosas. Hoy la 33 quiere saber por qué estas muertes duraron tanto.

 

(*) Periodista y crítico de cine

Calle
Ciudad
Conurbano
Escape
Justicia
periodista
poder
Vecinos

Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE