Paul Groussac, el que no escribió el poema
| 26 de Julio de 2015 | 00:54

Por MARCELO ORTALE
“Y escribí ese poema del cual yo imaginé autor a Groussac, porque Groussac fue también director de la Biblioteca y fue también ciego como yo, salvo que Groussac fue más valiente: Groussac no escribió ningún poema”, dice Borges en un escrito en el que explica el origen de su inmortal “Poema de los dones”, que comienza así: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”.
Los dos ciegos, los dos directores por muchos años de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, Borges diría después: “Cuando escribí el Poema de los Dones ignoraba una circunstancia que es importante también. Yo ignoraba que hubo otro Director de la Biblioteca ‑José Mármol- que también fue ciego. Es decir, aquí ya tenemos el número tres que, de algún modo, parece cerrar las cosas: ya que dos es una mera coincidencia, pero tres ya es una confirmación. Una confirmación de orden ternario, una confirmación de algún modo divina. Mármol fue Director de la Biblioteca cuando ésta estaba situada, no en la calle México, sino en la calle Venezuela (a la vuelta) y él también murió ciego”.
En cuanto a Groussac, en una oportunidad Borges declinó conocerlo: “hubiera podido conocerlo personalmente, pero yo ya era entonces, puedo decirlo, muy tímido, casi tan tímido como ahora. Salvo que entonces yo creía que la timidez era muy importante y ahora sé que la timidez es uno de los males que uno tiene que tratar de sobrellevar y que realmente ser muy tímido no es importante, como tantas otras cosas en la vida que uno les otorga una importancia exagerada”.
EL ESCRITOR
¿Quién fue Paul Groussac? ¿Quién es este hombre, poco leído en la actualidad, que sin embargo mantiene intacto su perfil de erudito, de gran escritor? Nació en 1848 en Toulouse, Francia. A los 18 años vendría sin familia y sin fortuna, con una sola recomendación ante aquel poderoso faro cultural que tuvo el país, que fue el profesor Amedeo Jaques. Trabajó como peón ovejero en San Antonio de Areco y profundizó estudios en la ciudad. Aquí se casaría con una mujer de alcurnia y tendría descendencia, que se prolonga hasta hoy. En pocos años fue uno más de los intelectuales argentinos, entreverado en la vida literaria, poseedor de un estilo moderno e incomparable. Alternó sin desmedro alguno con la generación del 80 y escribió relatos, libros de historia y de viajes.
Fue profesor, inspector de Enseñanza, director de la Escuela Normal de Tucumán (1878) y director de la Biblioteca Nacional desde 1885 hasta su muerte, es decir durante 45 años. Los biógrafos lo definen como severo y duro en su crítica, aunque su capacidad fue tanta que compensaba con creces sus desmesuras.
Narrador y detallista al extremo –Relatos argentinos, Del Plata al Niágara, Fruto vedado, El viaje intelectual-, autor de magníficas obras históricas como La Divisa Punzó, Santiago de Liniers, Mendoza y Garay (reeditado recientemente), Memoria histórica sobre el Tucumán, Estudios de historia argentina y Los que pasaban, entre otros- su dominio del idioma aún sorprende: “Groussac, que era francés, me enseñó cómo debe escribirse en castellano”, le dijo una vez Alfonso Reyes a Borges.
Nadie mejor que Groussac personificó en la historia argentina la condición del intelectual como un desterrado incurable, íntimo. Así lo reseña Ricardo Sáenz. Hayes en La nostalgia de Groussac, un trabajo publicado en 1979 por la Academia Argentina de Letras. Cuando llega a París, primero extraña a Toulose. En París es reconocido por Daudet y otros grandes como Zola o De Goncourt. Pero se enoja con algunos de ellos. Su prosa empieza a ponerse filosa: “Maníatico, amanerado, vanidoso, ramplón, ególatra, ignorante, solterón, coleccionista de japonerías y baratijas”, así califica a De Goncourt. Se siente extranjero.
Por eso fue Groussac un hombre nostálgico, dice Sáenz-Hayes: “siempre quiere estar donde no está. En Tucumán suspira por Buenos Aires, en Buenos Aires por Paris y en París por Buenos Aires y Tucumán”. Tal vez sufría, dice, su amargo presentimiento por la gloria francesa perdida. En alguna de las duras polémicas que tuvo en Buenos Aires dijo una vez con pesimismo: “Me siento un profeta de Voltaire en el mulataje”. No tenía piedad ni límites, a la hora de golpear.
Nadie mejor que Groussac personificó en la historia argentina la condición del intelectual como un desterrado incurable, íntimo. Así lo reseña Ricardo Sáenz. Hayes en La nostalgia de Groussac, un trabajo publicado en 1979 por la Academia Argentina de Letras
El actual director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, destacó en uno de sus libros –La lengua emigrada- el valor de Groussac como historiador: “Groussac sabe que debe hablar a voces antiguas, retiradas de la memoria de los contemporáneos, a voces muertas. Pero no verá grandes resultados como dramaturgo; sin duda los verá como historiador. Y como historiador no se priva de intervenir en el debate sobre cómo poner el incierto pasado en estado de relato competente y de documentación bien utilizada. Bien que lo hizo, con piezas notablemente logradas, como el prólogo a su Mendoza y Garay, de 1916, que por sus consideraciones historiográficas puede considerárselo de los más importantes escritos sobre estas cuestiones en el país”.
LENGUA FILOSA, PLUMA PESADA
¿Necesita Groussac cuestionar el rol de los jesuitas en América del Sur? Acá va uno de sus textos: “Puede decirse que para un jesuita la voz República es una injuria personal, como para el comunero la palabra propiedad. Es porque la República es traducción de Progreso en lenguaje moderno. Y hablar de Progreso a la orden cangrejo, pronunciar la palabra libertad ante quien hizo votos de eterna esclavitud y tiene que ser un palo para el libre albedrío y un cadáver para la voluntad; mentar la igualdad ante quien tiene por única ambición y terror, a la vez, aquella jerarquía interminable, aquel tenebroso espiral cuyo foco está en Roma y su curva en todas partes, pronunciar, decimos, estas palabras sacramentales de la vida nueva delante de un jesuita, es un insulto y un sarcasmo, como hablar del amor delante de un eunuco”.
Su ironía es corrosiva, fulminante. Respetaba a Sarmiento, pero le desagradaba su desorden: “Sarmiento es el Facundo Quiroga de nuestros intelectuales”, dijo. A Mitre lo calificó como el “Juan Manuel de Rosas” de la historia porque quería imponer con mano dura su historia oficial. De Luis Berisso dijo: “Está en vísperas de tener talento”. De Crisóstomo Lafinur, que acababa de jubilarse como profesor de Filosofía en el Colegio Nacional, afirmó: “Abandona la cátedra cuando está a punto de saber algo sobre la materia que enseña”. De Juan María Gutiérrez dictamino que “se refugió sin pesar, como el ratón de la fábula, en el queso medianamente mantecoso de su sinecura universitaria”. A Vicente López y Planes lo calificó de “venerable comodín”.
Podría seguirse sin fin. De Alberdi sostuvo que “…su flaco perfil intelectual carece de carne para el alto relieve”. De un poeta conocido entonces afirmó que “está en vísperas de tener talento”. De un autor de muchos libros expresó que “pertenece al grupo feliz de los que conciben sin esfuerzo y paren sin dolor”. De Miguel Cané, que era su amigo, consideró que “habla de lo que no sabe y abusa de su incompetencia”. Se pelea casi con todos los abogados de Buenos Aires cuando les dijo que la abogacía “es el arte de torcer lo derecho y enderezar lo torcido”.
Respetaba a Sarmiento, pero le desagradaba su desorden: “Sarmiento es el Facundo Quiroga de nuestros intelectuales”, dijo. A Mitre lo calificó como el “Juan Manuel de Rosas” de la historia porque quería imponer con mano dura su historia oficial
Tuvo Groussac un buen amigo, Carlos Ibarguren, a quien un día le dijo: “Si yo muero –y he de ser primero por ley natural- admito que usted pronuncie un discurso ante mi tumba”. La amistad entre ellos siguió por varios años, pero un día, por un motivo nimio, Groussac se enojó con Ibarguren y le espetó: “Le prohíbo a usted que hable ante mi tumba”. Se explica por qué Borges incluyó a Groussac en su inolvidable “Arte de injuriar”.
Sin embargo, no estaban allí su talento ni sus verdaderos sentimientos. Tuvo dos amigos perdurables: Carlos Pellegrini y Nicolás Avellaneda. Sobre todo este último, que muchos antes había logrado impedir que se fuera del país, invitándolo a que primero conociera Tucumán. Y allí fue Groussac y se quedó doce años, a cargo de su cátedra y maravillado por el paisaje tucumano. Con respecto a esas amistades, dijo una vez Groussac: “Dichoso país y años dichosos aquellos en que todo un ministro nacional y candidato a la presidencia (hablaba de Avellaneda) se desprendía del tejemaneje político para atender a un pobre muchacho extranjero recién salido del literario cascarón”.
Sáenz Hayes concluye su estudio señalando que lo limitó a la nostalgia de Groussac y a su modalidad temperamental. Ello no le permitió, dijo, “estudiar su obra de crítico e historiador, a mi juicio todavía no superada en nuestro país. Tuvo conciencia de haber llegado al último recodo. Pero la claridad interior que en él había no coincidió con el progresivo anochecer de sus retinas”.
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