Leo Messi, el joven de pecho caliente

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Ese pequeño rosarino que llegó a Barcelona de la mano de su papá y vivió durante semanas en un hotel de la zona de Plaza España de la Ciudad Condal, con la incertidumbre y los miedos lógicos de cualquier persona que se encuentra ante un mundo nuevo, desconocido, agigantados por su condición de pre-adolescente, sigue escribiendo páginas inolvidables para el fútbol argentino. Y lo hace contra viento y marea, es el faro que ilumina a nuestro fútbol. Es la luz en medio de una oscuridad dirigencial y organizativa que no es siquiera merecedora de la plaza que este genio incomprendido logró casi en soledad cuando muchos afilaban sus cuchillos para volver a devorarse a la presa que tanto gustan de saborear.

Aquel chiquilín luchó contra la incapacidad de los que “mandan” en el fútbol argentino desde su niñez. Primero, en Rosario, y luego, en su fugaz paso por River, ningún dirigente fue capaz de jugarse un pleno por él. Tan solo necesitaba algunos miles de pesos por mes para solventar el tratamiento que estimulara su crecimiento. Pero no. Nadie quiso poner el gancho. Y, así, no le quedó otra que encarar la aventura europea.

Su arribo al Barcelona es historia conocida.El agente Josep María Minguella protagonizó aquella famosa firma de contrato en la servilleta de una confitería y ese papel sirvió como preámbulo para su arribo a la entidad azulgrana. Carles Rexach, ícono culé como jugador y técnico, fue la voz autorizada que ahuyentó los fantasmas de los que creían que “el chaval era muy pequeño”. Se sumó a las categorías formativas del Barcelona y su crecimiento deportivo se dio de manera exponencial hasta convertirse en Messi, un vocablo que no requiere la compañía de un adjetivo para que todos sepan que se habla de algo bueno, genial, fuera de serie.

Y claro, cuando Messi ya era Messi, allí su apareció el fútbol argentino. Ese mismo que le había dado la espalda pocos años atrás, esta vez se adelantó corriendo para evitar que el futuro genio del fútbol mundial se pusiera la Roja en lugar de la albiceleste. Fue una gestión personal de Julio Grondona,que aún con su infinitos errores, siempre estuvo un paso por delante de una dirigencia mezquina que, salvo en contadas excepciones, nunca estuvo a la altura de los acontecimientos.

Leo nunca lo dudó. Para él hubiera resultado más cómodo jugar por España. Se evitaba los traslados, la infinidad de vuelos transoceánicos y jugaba como internacional por una selección absoluta prácticamente a la vuelta de su residencia de Castelldefels. Además lo hubiera hecho al lado de sus mejores socios en el Barça, aquellos con los que habla el mismo idioma con la redonda. Con todas esas tentaciones a mano, optó por el camino más difícil: jugar por su país y someterse a los desbordes tan típicos de nuestra nación futbolera.

Fue campeón del mundo Sub-20 y luego oro olímpico en Pekín. Es el máximo goleador de la historia de la selección y lleva tres finales consecutivas con la Mayor, una de ellas en una Copa del Mundo. Es la figura que le permitió a la AFA renegociar su contrato con la marca de “las tres tiras”, elevar su cachet para cuanto partido internacional se concrete y cerrar la llegada de los patrocinios más importantes. Es la usina que genera recursos y que permite que el fútbol argentino tenga financiación pese a los grotescos desaguisados de sus autoridades. En pocas palabras, es el motor de toda una estructura que no sólo no le acompaña, más bien le genera un contrapeso. Messi es bueno a pesar de los cambios de entrenadores y la pésima organización que lo rodea.

El país futbolero lloraba la ausencia nacional en Rusia y el 10 se cargó, una vez más, el equipo al hombro para que el país fuera un puño apretado gritando por la Selección. Apareció bajo presión, en el partido más apremiante del que se tenga recuerdo en los últimos 20 años. Es que no era la gloria o la decepción. Esta vez, era la clasificación o el escarnio público. Y fue la clasificación.

Aunque no cante el himno llorando como lo hacían Los Pumas o no insulte al aire como lo hacía Maradona ante una silbatina, a esta altura parecen haberse disipado hasta las dudas de sus más crueles críticos: el pecho de un tal Messi es bien caliente. Y no le hacen falta desbordes teñidos de demagogia para demostrarlo.

Por Nicolas Nardini

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