VIDEO. “Spider-Man: Sin camino a casa”: fiesta en el cine (¿y después?)
Edición Impresa | 17 de Diciembre de 2021 | 01:56

Por PEDRO GARAY
Como un anticipado milagro navideño, “Spider-Man: Sin camino a casa” aterrizó en el cine esta semana y revolucionó las boleterías: record de entradas en preventa, funciones agotadas, colas que dan la vuelta a la manzana, imágenes que ya eran raras antes de que la pandemia convirtiera al living de casa en la sala predilecta para ver películas.
Las plataformas ya ganaban tracción antes el COVID, desde ya, y la venta de tickets languidecía, forzando a muchas salas a programar muchas salas con cine masivo y no arriesgar en la programación de estrenos; la pandemia profundizó el avance del streaming, que en paralelo se multiplicó en decenas de plataformas y propuestas, y cuando las salas reabrieron, ya el público estaba demasiado cómo en casa. Algunas plataformas de grandes estudios (Disney+, HBO Max) incluso se arriesgaron a lanzar sus estrenos en simultáneo en la pantalla on demand y el cine: al no respetar la ventana de exclusividad, corrían el riesgo de ser boicoteados por las grandes cadenas, pero la estrategia es hoy considerada un éxito, al ayudar a establecer esos servicios on demand en el mercado mediante grandes títulos y, en simultáneo, eliminar al intermediario.
En ese panorama (salas de estar llenas, salas de cine vacías) aterrizó “Spider-Man” y, en apenas dos días en cartel, ya cumplió con el vaticinio de que serían los superhéroes los que salvarían a las salas, renovando la expectativa del gran público en la pantalla grande a partir, sobre todo, de uno de los aspectos más importantes de la sala: la experiencia colectiva.
Porque “Spider-Man: Sin camino a casa” ha sido, en sus primeras funciones, una verdadera fiesta repleta de jóvenes excitados desde la euforia al llanto, aplaudiendo y gritando como en la cancha, vibrando con amigos por estar viendo lo que están viendo, y que no “spoilearemos”, desde ya.
Una verdadera fiebre arácnida, que suma algarabía por tener para muchos el sabor del reencuentro, con su personaje predilecto, sí, pero sobre todo con el cine y con los amigos. Afiebrados los espectadores, se vivieron escenas dramáticas en las salas estos días: a los aplausos típicos de las películas de superhéroes ante cada irrupción escandalosamente anunciada, se sumaron jóvenes llorando desgarrados (¡y no pocos!), algún insulto a la pantalla, algún cántico tribunero, lanzamiento de pochoclos en desaprobación, comentaristas constantes de las decisiones de los personajes, todo en el marco de una excitación general que provocó la ruptura de la “etiqueta” de la sala de cine.
¿Jóvenes imberbes? Seguramente, según la definición del cinéfilo clásico. Otros dirán que mientras permanecer sentadito y calladito es la ley no escrita, es una ley basada en la consideración del arte como un espacio de veneración, un código de conductas que intenta imitar la supuesta mesura en los sentimientos de ciertas clases altas de otros siglos; en cambio, apropiarse de lo que ocurre en escena (como pasa en la cancha, en los recitales) es propio del entretenimiento popular (aunque “Spider-Man” no es popular -es masivo- quizás haya allí una apropiación de esa historia global).
Ahora, ¿cómo se explica el fervor que genera esta tercera entrega del superhéroe arácnido? La película juega bien sus cartas emotivas, eso seguro. De ella se podrán decir muchas cosas: no deja de ser una de superhéroes, con sus tres actos delimitados, con un segundo acto carente de ritmo (porque guardan la artillería pesada para el final), que más que un nudo es un mero puente hacia el explosivo cierre, que es otro licuado de one-liners y escenas de acción cada un ratito para que no se duerma nadie, con un par de actores tirando líneas por el cheque, con búsquedas visuales conservadoras, achatada en su forma y trama para que funcione en todo el mercado global… Pero es más que eso (las cosas suelen ser varias cosas a la vez): es también un servicio a los fanáticos mucho más arraigado en el amor al personaje y sus distintas encarnaciones cinematográficas que en anteriores “eventos” de Marvel, que se ríe de sí misma y se preocupa por brindar impacto emocional a los lugares comunes del género y del personaje, a las frases y momentos emblemáticos de su mitología. Es decir: se preocupa por convertir ese evidente intento corporativo de vender entradas con un gran “evento” cinematográfico que une tres generaciones de espectadores, un mejunje de personajes, en algo con corazón y sentido.
Pero hay, sospecho, una segunda parte en ese fervor, más allá de los méritos narrativos del tanque arácnido: hay una implicación emocional con el personaje, un conocimiento profundo de esa mitología, que es bastante novedosa, que no estaba allí cuando Sam Raimi estrenó la trilogía arácnida original. Los cines se movían entonces, como ahora, al ritmo de Hollywood y sus grandes estrenos, pero algo ha cambiado: lo sabe Steven Spielberg, protagonista del anterior estado de cosas y que hoy ve cómo nadie ve su versión de “Amor sin barreras”, comprometida, colorida, dramática, con uno de los momentos de éxtasis cinematográfico de la temporada (la rendición del clásico “Gee, Officer Krupke”); lo sabe, desde ya, el cine argentino, que se ha esfumado de la pantalla grande comercial y del interés masivo. Dos propuestas argentinas diferentes pero potencialmente atractivas para un público nutrido, “El perro que ladra” y “Ex casados” lograron recientemente el milagro de acceder a salas comerciales: duraron una semana en casi todos los cines.
¿Es el superheroico salvataje del cine demasiado costoso para los amantes de otros cines?
¿Salva, entonces, el cine de superhéroes al cine, alicaído antes de la pandemia y herido gravemente por el COVID? ¿Es, en todo caso, ese salvataje demasiado costoso para los amantes de otros cines, otras texturas, otras formas de contar, otras historias? No es desde ya un régimen totalitario, se filtran estrenos como la delicada “Petite Maman”... pero la solitaria salita de la cinta de Céline Sciamma frente a las cientas de “Spider-Man” refleja el ya anunciado y denunciado avance, como una aplanadora implacable de formas y sentidos, de un tipo de cine, de un tipo de sensibilidad, lo que explica, al menos parcialmente, lo emocionalmente compenetrada que está la audiencia arácnida: en ese evento global, masivo, se encuentra el eje de su universo cultural. Con paciencia, el Ratón (no el Hombre Araña) tejió esa telaraña durante años, convirtió, a fuerza de dólares, el mundo superheroico antes marginal en el corazón de la cultura global, y ahora, simplemente, recoge sus beneficios (aunque hay síntomas de agotamiento, pero eso es para otra columna).
Es una historia vieja como el Pato Donald, dirán los sociólogos Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Y la aplanadora, agregarán otros, no atraviesa el terreno sin encontrar resistencias, apropiaciones. Y en todo caso, Spider-Man no tiene la culpa: la tercera entrega de la saga protagonizada por Tom Holland es un buen tanque (un gran tanque, incluso), que gozarán sus seguidores y que devuelve la experiencia de felicidad colectiva a las salas sin ambages. Es, en todo caso, apenas un síntoma, apenas un ladrillo más en una pared que está dejando otros relatos fuera de los cines, que se aferran a esas películas para sobrevivir.
Quizás, entonces, más que salvadores, los superhéroes hayan tomado de rehén al cine, aunque quizás sin estas películas los cines, más aún tras la pandemia y la profundización del consumo de cine en casa, corran severo riesgo. Es curioso: probablemente de forma involuntaria otro producto Marvel planteó esta dicotomía. En "Loki", un hombre construye un mito para justificar su control sobre la línea de tiempo, es decir, sobre el destino de cada individuo. La serie construye a la oficina que se encarga de mantener ese control, la TVA, como un espacio de rigor y estética soviéticos, aunque curiosamente la misma noción (una élite controlando el destino desde las sombras y manteniendo a la gente sumida en la ignorancia "por su bien") es aplicable a toda la historia, incluido el actual estado del mundo lleno de gurúes del capitalismo financiero empantanando las aguas del entendimiento del sistema que somete al mundo.
Pero (más allá de este dislate pseudopolítico) la confrontación final entre el protagonista de la serie y este guardián de la línea temporal incluye el mismo debate que el que hoy atraviesan las salas: ellos abogan por libre albedrío (que en la lectura anticomunista de la serie es el libre mercado) y él les dice que las narrativas que crea, las historias que teje y desteje desde su torre de marfil, son las únicas que garantizan la estabilidad del universo. ¿No se ha constituido hoy Disney, acaso, en ese tirano que se imagina benevolente? Pero, más importante, ¿hay alternativa?
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