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En verdad, lo que viene sucediendo no es normal en cualquier sociedad: ladrones que son atacados por vecinos, sean o no éstos sus víctimas directas. Sucedió en Rosario pero también en el porteño barrio de Palermo, aunque el caso más dramático fue el que ocurrió en la ciudad santafesina: después de una feroz golpiza colectiva, David Moreira, 18 años, murió tras una agonía de cuatro días. Fue, literalmente, un linchamiento. O sea, un acto colectivo de ejecución a un sospechoso o detenido, sin haberlo sometido a un proceso legal.
Es difícil bucear en las causas de ese comportamiento social que, en principio, rompe ciertas reglas establecidas y marca una suerte de involución como sociedad, un retroceso que alguien definió como “una catástrofe”.
Sin embargo, la gente refleja su cansancio: cansancio de no sentirse seguros en la calle, en el barrio, en la propia casa. También hay miedo. A que un familiar no vuelva, a salir de noche, a entrar el auto, a irse de vacaciones y dejar solo el hogar.
La sensación generalizada de la impunidad del delincuente es imposible de negar, recientemente fomentada por el debate mediático –superficial, bastante pobre- en torno a la supuesta “liviandad” o “permisividad” del Código Penal que se viene.
También es inocultable, porque salta en cualquier charla de café, la percepción de que el Estado está ausente o al menos que no cumple bien la tarea de proveer seguridad. Al menos así lo expresan los reclamos de la gente.
Sin distinción de clases, se tiene la impresión también de que la Justicia, lenta, termina no funcionando como debe funcionar. Esto es: castigando al culpable de delinquir, encerrándolo y trabajando con él para que se pueda reinsertar en esa sociedad a la que de alguna forma ha lastimado o perjudicado.
Todo esto es tan verdadero como también lo es el hecho de que, en una sociedad civilizada, hay ciertas reglas que no pueden romperse por el simple hecho de que entonces terminamos siendo peores como conjunto. Lo anormal no debería transformarse en normalidad.
Se entiende el hartazgo de convivir con la inseguridad y la impunidad pero no debería aceptarse como forma de respuesta el ajusticiamiento por mano propia. Y menos en forma colectiva, organizada o espontánea.
El gran desafío para las autoridades y la dirigencia en general es que estos episodios no se tornen virales, frecuentes y repetidos. Acostumbrarnos a eso sería tan lamentable como habituarnos a ver en las noticias las muertes en ocasión de robo o las golpizas a jubilados.
Las noticias locales nunca fueron tan importantes
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