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Por Jorge Elias (*)
Por primera vez en la historia, un ex presidente de Brasil ha sido condenado por corrupción. La sentencia: nueve años y medio de prisión para Luiz Inacio Lula da Silva por el tríplex de Guarujá, aparente moneda de cambio de la operación Lava Jato. Por primera vez en la historia, la Procuraduría General de la República denunció a un presidente en ejercicio por corrupción. Un ex diputado enrolado en sus filas, las del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), recibió del grupo JBS un bolso lleno de dinero. El destinatario era Michel Temer, ladero y sucesor de Dilma Rousseff, la primera mujer presidenta y la primera en ese cargo en ser destituida en la historia.
Desde la renuncia del presidente Fernando Collor de Mello en 1992, cual resguardo para evitar un juicio político, el fantasma de la corrupción ha acechado en Brasil. En 2010, antes de ganar las presidenciales, Rousseff se deshizo de Erenice Guerra, su mano derecha y sucesora como jefa de ministros durante el gobierno de Lula. Guerra había participado de una firma de cabildeo que manejaban sus parientes. Esa firma ayudó a compañías privadas a obtener contratos y préstamos bancarios estatales para proyectos de obras públicas. Parte del dinero recaudado iba a ser volcado en las arcas del Partido de los Trabajadores (PT), en el poder por primera vez en la historia.
En esos ocho años, los del gobierno de Lula, Brasil alcanzó el octavo lugar entre las economías más poderosas del planeta y, a su vez, adquirió un papel relevante en el concierto internacional. Lula actuó en sintonía con el legado de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, más allá de las discrepancias entre ambos. Con la renuncia de Guerra, el primer gobierno del PT en la historia terminó con una estadística desfavorable. Dos de sus tres jefes de ministros o de la Casa Civil debieron alejarse por sospechas de corrupción. Lula surfeaba sobre las olas, como si todo aquello le fuera ajeno.
En 2005, José Dirceu, su mano derecha y antecesor de Rousseff, no pudo rebatir las denuncias por compras de votos. Estallaba el mensalão (mensualidad). La acusación del diputado laborista Roberto Jefferson apuntaba a su entrecejo por la compra de voluntades entre legisladores que iban a aprobar a mano alzada los proyectos del gobierno. Por ese escándalo, siete años después, tres ex ministros y tres decenas de políticos, banqueros, financieros y empresarios desfilaron por el Tribunal Supremo, dispuesto a dilucidar el caso más grave de corrupción y de desvío de dinero de la historia. Lo llamaban el juicio del siglo.
¿Lo era? Cuando Rousseff asumió la presidencia, adoptó en cierto modo la línea trazada por Lula: la corrupción podía rozarla, no salpicarla. En sus primeros seis meses de gobierno despidió a dos miembros de su gabinete heredados del gobierno anterior: el jefe de la Casa Civil, Antonio Palocci, y el ministro de Transportes, Alfredo Nascimento. Varios funcionarios de esa cartera habían sido desplazados a raíz de denuncias de fraudes y de desvíos de fondos. La prensa brasileña, mejor valorada que en países vecinos, solía echarle la culpa de esos pésimos hábitos a “la herencia maldita”. La de Lula.
Políticos de distinto signo y pelaje, así como empresarios, conspiraron durante décadas para desviar millones de dólares a los fondos secretos de los principales partidos y a cuentas privadas en el exterior. La destitución de Rousseff en 2016, en coincidencia con un contexto económico complejo por la caída global del precio del petróleo y de las materias primas, no escapó al escándalo de malversación de fondos en la compañía estatal Petrobras (petrolão), aunque haya sido de las pocas, entre los políticos, que no se había enriquecido a costa de esos dineros turbios.
Seis de cada diez diputados y senadores, entre los cuales se encuentran sus inquisidores, son objeto de investigaciones o están presos por corrupción. La condena de Lula, dictada por el juez Sérgio Moro al estilo del mani pulite, puede inhabilitarlo para ser candidato presidencial en 2018. Se trataría del final de un camino largo y sinuoso, más allá de su alta popularidad. La incertidumbre campea en Brasil. Por primera vez en la historia, según Datafolha, tres de cada diez brasileños se avergüenzan de serlo. En 2010, durante la transición entre los gobiernos del PT, el 89 por ciento se golpeaba el pecho con la verde amarela. Tristeza não tem fim.
(*) Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.
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