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Policiales |UNA HISTORIA ENTRE LOS MUROS

Viaje a los calabozos de la Novena, una comisaría con pasado oscuro

El presente de la seccional donde hace 24 años asesinaron y desaparecieron a Miguel Bru

Viaje a los calabozos de la Novena, una comisaría con pasado oscuro

El jefe de la comisaría Novena en el pasillo que comunica los calabozos clausurados - pablo busti

Por DIEGO DIPIERRO

28 de Agosto de 2017 | 02:08
Edición impresa

La comisaría Novena no es una más entre todas las de La Plata. Carga sobre sus espaldas con una oscura historia que lleva nombre y apellido: Miguel Bru. Además, cubre una de las zonas más densamente pobladas de la ciudad e incluye geografías muy distintas entre sí. Hoy el edificio de 5 y 59 alberga rastros de aquel pasado nefasto pero también incuba las ambiciones de una Policía que busca la modernización.

“Iniciamos esta nueva vigilia con una pequeña esperanza ante el nuevo fiscal”, decía hace solamente diez días Rosa Schonfeld, la madre del estudiante de Periodismo torturado hasta la muerte en esa seccional. Ella habló en las puertas de donde hace 24 años Bru fue asesinado. Aunque hubo responsables enjuiciados, todavía hoy se desconoce dónde está su cuerpo.

Recorrer los calabozos de la comisaría implica una aventura tétrica. Los pasillos son angostos, las paredes están recubiertas de humedad condensada y el frío es mucho más intenso que el que se cierne sobre la ciudad a fines de agosto. La oscuridad absoluta se sortea con linternas, entre ratas y un montón de motos arrumbadas de viejos operativos: el patio interno está copado por 370 rodados en desuso, esperando a ser compactados.

“No me perdono si dejo de amarte”, “aguante barrio Aeropuerto”, “Aldu te re amo”. Algunos calabozos están tapados de mensajes que los presos escribían en el cautiverio interminable de vivir en seis metros cuadrados. La mayoría de las celdas eran individuales, aunque la superpoblación llevó a que en ese lugar, ideado para albergar a 13 personas, hubiera 40 detenidos en la década pasada.

“Esta es la segunda vez que vengo”, reconoce Matías Sáez, actual jefe de la comisaría desde hace poco más de un año. Una luz mortecina se cuela por entre los tragaluces mínimos en la parte más alta de las paredes. Cada pequeña abertura sigue protegida por rejas: por ahí hubo tres intentos de fuga. Unas 150 bicicletas secuestradas están apiñadas sobre la claraboya -también enrejada- de un pasillo central.

Hoy el olor a humedad lo invade todo. Era distinto cuando convivían los presos, con el calor concentrado del verano o el invierno crudo que calaba los huesos. “Había un olor parecido al de una morgue, a hombre sucio y transpirado. Como si fuera el olor del sufrimiento”, compara Jorge, policía experimentado, en un rapto de poesía.

El 17 de agosto de 1993 a última hora, Miguel Bru era ingresado en una de esas celdas. El los había denunciado por un allanamiento ilegal y por eso los agentes de la Novena lo hostigaron y amenazaron permanentemente. Hasta que lo detuvieron y lo torturaron adentro de un calabozo, con la técnica de asfixiarlo con una bolsa de nylon en la cabeza, mientras le pegaban en el estómago. El “submarino seco”, según se lo conoce, una práctica que era usada desde la época de la dictadura. Por las pequeñas ventanas otros presos vieron el castigo.

Los testigos lo contaron en el juicio por el caso, que mandó a prisión a cuatro policías. De los dos condenados a cadena perpetua, ambos autores materiales del crimen, uno se murió encerrado -Walter Abrigo- y el otro volvió a quedar tras las rejas el mes pasado, después de haber obtenido un beneficio por parte de Casación. Justo López recién obtendrá la libertad en 2019, cuando se le dé por cumplida toda la pena.

La Novena es una de las varias comisarías platenses en las que está prohibido que haya presos. Años atrás, los detenidos podían pasar meses o años ahí. “Preferían estar acá en vez de en un penal. El trato era otro y a los familiares les quedaba cerca”, explica Jorge, que hace tiempo se desempeña en esa dependencia. Los buzones (recintos de castigo), las letrinas y la mugre en general son postales frías y duras que ilustran el sistema coercitivo estatal. El silencio sepulcral apenas se corta con el sonido penetrante de un pasador y una reja que se abren.

Además de la vigilia anual de cada 17 de agosto, el resto del año, las letras blancas sobre las paredes de ladrillos azules (remedo de las antiguas balizas de patrulleros) se hacen una sola pregunta: ¿Dónde está Miguel?

El listado de desaparecidos en democracia, lamentablemente, no se agotó con el caso Bru. Luciano Arruga, Julio López y hoy Santiago Maldonado son nombres destacados que dan cuenta de eso.

Por otra parte, que no se sepa nada del cuerpo de Miguel tiene vinculaciones con algunos circuitos judiciales de la actualidad. Sin ir muy lejos, Fernando Cartasegna -el fiscal que empezó a ser enjuiciado en un jury la semana pasada- está acusado de haber mantenido una causa paralela. “Nunca investigó nada. Según una secretaria, me grababa cada vez que iba y se reía luego escuchando lo que yo le había dicho, que quiero justicia”, fue lo que dijo Rosa sobre el funcionario.

El escenario está matizado por una relación “fluida y cordial” que el comisario Sáez dice mantener con la madre de Miguel. En un vértice de la manzana, a metros de toda la gente que pasa a diario por esa esquina, la Novena todavía mantiene un aura siniestra y lúgubre, de una época que pareció pasada, aunque por momentos vigente.

 

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