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Mariano Pérez de Eulate
mpeulate@eldia.com
Además de los candidatos de todos los niveles y de todas las fuerzas políticas, asoman otros actores que enfrentan desafíos y posibles derrotas en las elecciones legislativas del 14 de noviembre: los encuestadores, esa raza de influyentes que parece haber cobrado especial protagonismo en la política mundial de las últimas décadas.
Por sus yerros, siempre más rutilantes que sus aciertos, asomaría una cierta pérdida de confianza pública en estos estudios de opinión pública en países con democracias consolidadas. La Argentina parece ser un caso puntual de este escenario, en especial después de las elecciones presidenciales de 2019, un proceso que dejó un tendal de encuestadores en off side. Sobre todo, cuando debieron pronosticar el resultado de las Primarias, en las que Alberto Fernández le dio una paliza a Mauricio Macri pronosticada por casi nadie.
Había antecedentes mundiales: el fracaso casi generalizado en 2016, hoy un caso de estudio en universidades, de las encuestas que en Gran Bretaña vaticinaban un rotundo rechazo popular al llamado Brexit, el proceso por el cual ese país decidió abandonar la Unión Europea. Ganó el aval a esa salida, que el gobierno debió implementar para respetar la voluntad popular.
Otro ejemplo: la mayoría de los sondeos decían en EE UU que Hilary Clinton le ganaría a Donald Trump. Nunca registraron el fenómeno electoral del centro religioso del país, descontento con las elites políticas, que consagraron al republicano.
En esa línea, las PASO de septiembre último en Argentina también dejaron a muy pocos profesionales que acertaron la ola amarilla que se impuso. Tres, cuatro consultoras, digamos, nacionales.
Politólogos, analistas y encuestadores consultados para esta nota coincidieron en señalar que la investigación de la opinión pública atraviesa un proceso de cambio respecto a algunos años atrás. Algo que viene de la pre-pandemia. Es multi causal y merece la profundidad del estudio académico. De hecho, hay trabajos publicados. Sin embargo, y a riesgo de caer en reduccionismos, podrían intentarse ciertos trazos gruesos del problema, diagnosticado sobre todo por el oficio de los consultados.
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Habría un eventual pecado de origen cometido por los actores que intervienen en el proceso de consumo de los sondeos. Políticos (que suelen ser los clientes de las encuestadoras), medios que las publican, periodistas, público que las lee. Se tiende a tomar las encuestas como una verdad absoluta y en algunos casos se ha bordeado el endiosamiento mediático de los profesionales que las realizan. Se popularizó, de hecho, la palabra “Gurú”. Equivocación. Son pronósticos con margen de error. Hay cosas que una encuesta no puede dar. Por más bien hecha que esté.
En el mundo profesional parece haber coincidencia respecto a un abaratamiento notable de los métodos para hacer una encuesta. La recolección de datos, un ítem que debería suponerse sagrado, ha cambiado: más rápido y económico, más fácil de procesar, con menos presencialidad.
En los albores de los sondeos post dictadura, los sociólogos que se ponían al frente de las consultoras usaban cuestionarios escritos frente al entrevistado, que llevan su tiempo; pero hoy imperan las consultas por Internet, los IVR (Respuesta de Voz Interactiva, el famoso cuestionario por teléfono con una señorita grabada y opciones de marcado que suelen ser interminables), los paneles on line. ¿Son representativos, exactos, creíbles?
Respecto a los costos, los precios varían según la empresa, el cliente y la muestra. Pero las fuentes consultadas aportaron algunos ejemplos. Para hacer una encuesta presencial, cada caso -un encuestador concurre a un domicilio- se estaría cobrando entre 10 mil y 12 mil pesos. O sea que un sondeo de 1500 casos saldría algo así como entre 15 y 18 millones de pesos. En la otra punta, unos 1000 casos on line se estarían cobrando entre 150 y 200 mil pesos mínimo.
Lo dicho: aunque está discutido, las encuestas cara a cara serían más efectivas porque suponen un involucramiento mayor del entrevistado. Tienen una alta tasa de respuesta. Pero son carísimas. Al contrario, las telefónicas son mas baratas pero tienen un alto porcentaje de no respuesta, lo que amplifica el riesgo de obtener resultados sesgados.
Y otro dato no menor: las encuestas a líneas fijas, que supieron tener cierto prestigio, ya casi no son confiables porque cada vez más población opta por cerrar el número domiciliario y quedarse con celulares. Por eso está creciendo la metodología de llamar a las líneas móviles. Pero de esta manera, dicen los que saben, no es tan fácil confeccionar el tipo de muestreo demográfico exacto porque la titularidad de las líneas es una quimera.
Otro ítem a tener en cuenta es que la sociedad cambió. Y mucho. La verdad es que, aún con los sondeos presenciales, los encuestadores no logran ingresar a medir a los lugares más marginales: asentamientos y villas de emergencia surcadas por la inseguridad y la violencia, zonas en donde según todos los datos oficiales lamentablemente cada vez habita más gente debido al aumento de la pobreza. Se limitan a las periferias de esos lugares. Y además, en un fenómeno que cruza todas las clases sociales, la gente es cada vez más renuente a responder las preguntas de una encuesta. Y ni hablar si es sobre política.
“El tema de una encuesta suele afectar la probabilidad de tomar parte de ella. Las personas interesadas en la política son más proclives que las no interesadas a aceptar el requerimiento de contestar sobre ese tópico. Una muestra compuesta en forma desproporcionada por individuos políticamente implicados puede producir grandes errores en la estimación de los porcentajes de voto“, explican los investigadores José Eduardo Jorge, de la Universidad de La Plata, y Ernesto Marcelo Miró, de la del Noroeste de la Provincia, en un reciente trabajo titulado “Las fallas de las encuestas en las elecciones de 2019; un análisis de perspectiva comparada internacional”.
Según el estudio, el desempeño de los sondeos electorales en la Argentina alcanzó en 2019 su punto más bajo desde la recuperación de la democracia en 1983. Su tesis es, sin embargo, que “las encuestas preelectorales no son hoy más inexactas que en el pasado, pese a que los cambios de la industria –con la caída de las tasas de respuesta, la rápida expansión de los relevamientos online y el impacto disruptivo del uso del celular sobre las entrevistas telefónicas- puedan sugerir lo contrario”. De hecho, intentan desmitificar una supuesta “era dorada” pasada de este tipo de estudios.
Como sea, otra transformación en el comportamiento electoral que suelen recalcar los encuestadores es el hecho de que aparentemente el votante toma su decisión de voto cada vez más cerca del día del comicio. E incluso, un amplia mayoría la tomaría una vez dentro del cuarto oscuro. Esto agrega imprevisibilidad a las encuestas pre electorales porque las respuestas pueden ser mentirosas, como para salir del paso.
La proliferación de los mecanismos de recolección de datos rápidos y de bajo costo, y toda una nueva generación de expertos que de a poco va suplantando a los viejos sociólogos argentinos que son como padres fundadores del negocio, ha generado un tremendo aumento en la cantidad de empresas o consultoras que hacen encuestas.
Se vio en las elecciones de 2019 en la Argentina: hubo una cantidad sin precedentes de encuestadoras. Un rastreo muy informal en el mercado arroja que existen entre 30 y 50 firmas que se dicen “nacionales”, con más o menos fama y prestigio. A eso habría que sumarle las que sólo realizan trabajos provinciales o municipales. De nuevo, para todos ellos asoma el desafío en unos diez días: ratificar o ampliar el resultado de las Primarias o, eventualmente, dar el batacazo pronosticando una reversión.
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