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La secuela de la película ochentosa lideró la taquilla la pasada semana, acompañada de entusiastas comentarios que la reivindicaban como un cine que ya no se hace
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
“Top Gun: Maverick” aterrizó en los cines y lideró la venta de boletos tanto en Estados Unidos como en Argentina, para sorpresa de absolutamente nadie: la ebullición que se había generado por la secuela del clásico ochentoso (en nuestro país más clásico gracias a las repeticiones de los canales de aire y a los videoclubs), los mil hilos tuiteros, la presentación de la película como un evento cinematográfica y un público que abonó ciego y feliz al discurso de un cine de resistencia, contra este presente horrible de superhéroes y películas para plataformas, generaron las condiciones ideales para un éxito de taquilla.
Pero debajo de esas razones y argumentos, flota una pregunta, desconfiada: ¿cómo puede ser que esperemos con ansia una secuela de una propaganda tan exagerada del ejército, una película que exuda la masculinidad militarista de la Estados Unidos ochentosa, patovica y cocainómana que engendró mil “American Psychos”, que produce y protagoniza un tipo que maneja un peligroso culto que a pura sonrisa y acrobacia ha conseguido no ser cancelado en una era donde un tuit de hace diez años te condena?
Es, al menos, curioso: durante mucho tiempo, “Top Gun” fue consumida de forma irónica, una película de la cual a lo sumo alguien se atrevía a decir que tenía coraje pero que en general se analizaba en la clave que había determinado Quentin Tarantino, como si entre líneas de todo ese chauvinismo existiera una parodia de tanta testosterona vaquera, una lectura facilitada por cierto homoerotismo que parece sobrevolar tenso la película, de forma probablemente no accidental.
Pero incluso esa lectura era un poco en chiste, es decir: ¿quién se tomaba en serio “Top Gun”, su música de compilado ochentoso grasún, sus escenas amatorias con luz azulada, sus aviones y sus motos y sus partidos de beach voley? Nadie.
De pronto, sin embargo, “Top Gun: Maverick” se transformó en una especie de clave de algo: cada dos o tres meses, aparece un último bastión de la resistencia contra un mundo nuevo, la salvación del cine, y se puede llamar Martin Scorsese, Stallone o Tom Cruise, pero necesariamente tiene que pertenecer a otra era, a otro cine por el que solo podemos sentir nostalgia porque ya no está.
Es curioso ese gesto de “recuperar lo que ya no está” en un momento donde el pasado es omnipresente, sobre todo en las pantallas: habitamos una era retromaníaca, repleta de secuelas y precuelas. La aparente imposibilidad de pensar futuros desde el arte (y desde otras esferas) parece haber llevado a una repetición obsesiva (las estéticas ochentosas, pero también la épica setentista o el nuevo abrazo al liberalismo) y a la fetichización de ese pasado.
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¿Es, entonces, “Top Gun: Maverick” un gesto de resistencia contra la industria, o parte de una estrategia de la industria misma por alimentarse del dinero de una generación anclada en Italia 90, los “no future” del siglo XXI que en vez de romper todo han decidido refugiarse en fantasías de imaginarios pasados que eran mejores? Bueno, nada es una sola cosa, eso es claro: la secuela de la película de aviadores militares que catapultó a la fama a Tom Cruise puede ser parte de esa corriente retromaníaca, y también un desafiante anacronismo en la era de los superhéroes.
Y los superhéroes son otra clave en esta historia, porque no solo miramos “Top Gun” por nostalgia: miramos “Top Gun” por Tom Cruise, que es un superhéroe de carne y hueso en una era de héroes de pantalla verde y filtro de Instagram. Ellos tiran por los ojos rayos de posproducción, se golpean gomosos por el exceso de intervención digital, son hijos de un tiempo que excitado por las posibilidades de la tecnología volvieron a realizar “El Rey León” mediante animación computarizada hiperrealista; Cruise, que cumple 60 el año que viene, en cambio, es capaz de verdaderas proezas físicas, desafiando la gravedad, y retratando sus hitos atléticos para el entretenimiento de su gente.
Y allí sí hay, de forma inequívoca, un dedo medio levantado de Cruise a la industria: la explosión de la pantalla verde anestesió al público, acostumbrado a ver grandes espectáculos pero evidentemente falsos, y por ende desprovistos de riesgo; Tom (como también, por ejemplo, Jackass) quiere despertarlos con sus acrobacias, brindar un shock de realidad en la pantalla de cine. Asombrar, como el viejo cine: el viejo cine era un truco de magia asombroso pero artesanal; el nuevo cine se asemeja más a esa megalomanía de David Copperfield desapareciendo la Estatua de la Libertad.
Y ese viejo cine es necesariamente humanista: mientras las películas de superhéroes son una sucesión de chistes de sitcom que evitan que nadie se duerma hasta que lleguen las grandes escenas de explosiones y batallas, en aquel viejo cine, en la primera “Top Gun” y también en esta, había espectáculo, desde ya, pero atravesado siempre por lo humano (por más melodramático, por más empalagoso que fuera). Allí una de las claves de “Maverick”, su leitmotiv: en el cine, como en las incursiones militares a países no especificados que son atacados porque sí, “no es la máquina, sino el piloto”, repite Tom Cruise.
De hecho, así comienza “Maverick”: al audaz veterano que da título a la secuela le dicen que ya no sirve, que lo van a reemplazar las máquinas, sean pilotos automáticos o actores disfrazados delante de una pantalla verde. “Te vas a extinguir”, le dicen. Tom Cruise les responde a todos: “Quizás me extinga, pero no hoy”.
Hermoso, ¿no? Pero lo que dice Cruise, y que (nos) hace vitorear a sus adalides, no deja de ser un síntoma: el furor por la secuela de este clásico de consumo irónico y mensaje militarista, en tiempos de guerra en el mundo, es un síntoma de un momento donde todos sospechamos, presentimos en el fondo del estómago, que hay algo mal en el mundo. Ni siquiera hay que ponerle un nombre. Puede ser la pantalla verde, el cine terso, higienizado, del presente, el capitalismo tardío, las redes sociales, las corporaciones, no importa realmente: la sospecha de que el presente es horrible nos lleva en autopista a imaginar que todo tiempo pasado fue mejor y que “Top Gun” fue una película canónica. Y esa forma de pensar también lleva a la parálisis, a un gesto retro vacío y superficial que nada emancipa, que nada resuelve en este presente ni en aquel futuro.
El viejo cine era un truco de magia artesanal; el nuevo se asemeja a David Copperfield
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