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Nobel de fantasía: de qué nos habla el ciudadano ilustre

Significados y mensajes detrás del gran suceso del cine nacional protagonizado por Oscar Martínez. El desplante de Sartre a la Academia sueca y las voces de un pueblo imaginario en la Pampa bonaerense. Los retratos de sí mismo que construye un escritor y la mirada de los otros en un espejo de ambigüedades

Nobel de fantasía: de qué nos habla el ciudadano ilustre

Nobel de fantasía: de qué nos habla el ciudadano ilustre

2 de Octubre de 2016 | 00:35

Por JUAN BECERRA
ESCRITOR

En 1964, Jean Paul Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura después de haber intuido que lo iba a recibir y de pedirle a esa extraña mafia de suecos con cuello palomita que no se gastaran en concedérselo. El desaire se explica menos por la militancia de Sartre en el PC francés (un sólido star system de los ‘60) que por detectar que se lo iban a dar a pesar de ser comunista, es decir que el premio más occidental del mundo lo iba a utilizar de bandera ecuménica para lavar sus trapos sucios.

Lo que Sartre lee en esa maniobra -no se le iba a escapar esa revelación de entrelíneas justo a él, gran lector de Flaubert, Genet, Marx y el Ser- es que ya en 1964 el Premio Nobel de Literatura era un Premio Nobel de la Paz y que la perilla que lo activaba era la de la corrección política y las leyes de la compensación ideológica.

Casi treinta años antes del desplante de Sartre, Jean Cocteau escribió en Opium - Diario de una desintoxicación: “X rechaza una condecoración. ¿De qué sirve rechazarla si la obra la acepta? La única cosa de la cual uno puede enorgullecerse es de haber hecho su obra de un modo tal que a nadie pueda ocurrírsele darle una recompensa oficial por su trabajo”.

César Aira recreó esa idea cuando dijo que lo peor de un premio no era aceptarlo sino merecerlo. Aira: ¿no es acaso su fantasma el que se agita en El ciudadano ilustre, la película de Mariano Cohn y Gastón Duprat? Si bien la literatura de Daniel Mantovani (Oscar Martínez) se deduce como un desprendimiento de cierta escuela naturalista -territorio que Aira no pisaría ni borracho-, lo que tiene de airana la película es que Salas, el pueblo imaginario donde sucede la historia (que en la realidad geográfica se corresponde con Navarro) podría ser Coronel Pringles, el pago de Aira. También, y aún cuando no haya ninguna posibilidad de palpar hoy la materialidad del futuro, la sospecha de que Aira podría ser algún día Premio Nobel de Literatura como lo vaticinó Carlos Fuentes, aunque sería un hecho inédito que se le concediera el cetro de rey de las letras a alguien que nunca se gastó en dar señales políticas aptas para todo público.

Lo cierto es que en El ciudadano ilustre, el discurso de Daniel Mantovani cuando recibe el Nobel de Literatura es un homenaje a la resistencia ambigua de Sartre (Cocteau también tiene su mancha de tuco en el traje: fue miembro de la Academia Francesa). Digamos que lo acepta por la vía del desprecio. Somete a la humillación a las autoridades que lo ensalzan, les dice en la cara quién es él y quiénes son ellos, pero recibe la consagración. Es el primer acto que vemos de Mantovani y se encuadra en el cinismo porque al rechazo ideológico del premio le sucede su aceptación material. La máquina de pisar brotes de maniqueísmo comandada por Cohn y Duprat ya encendió la chispa de la combustión. A partir de allí, El ciudadano ilustre será una película de terror social creciente en la que el sujeto comunitario -ese monstruo irracional de varias cabezas y una sola idea- despertará de su abstinencia para embriagarse una vez más con sus viejos sueños de linchamiento.

El ciudadano ilustre será una película de terror social creciente en la que el sujeto comunitario -ese monstruo irracional de varias cabezas y una sola idea- despertará de su asbtinencia para embriagarse una vez más con sus viejos sueños de linchamiento

Mantovani vive solo, triunfa solo, viaja solo y camina solo. Pronto advertimos que lo ensombrece la idea, retenida en su interior, de que no hay muchas personas que estén a la altura de esa bola casi celestial de gloria y melancolía en la que se ha convertido. Es un escritor y su vida es o él cree que es un producto de la individualidad. Nadie hace a un escritor: un escritor se hace solo, como todas las deidades. En esas condiciones de autismo funcional regresa después de cuarenta años a su pueblo, de donde extrajo sus personajes y los escenarios de todas sus novelas. Lo empuja la tentación de reencontrarse con sus monstruos y, también, un momento de esterilidad literaria del que intuye que saldrá hacia lo seguro, algo que para Mantovani consiste en seguir pintando la aldea, de la que obtiene una doble satisfacción: la de la destrucción de la aldea y la de su autosalvación.

Dadas las múltiples zonas de ambigüedad de la película, sería de haraganes considerar que Mariano Cohn y Gastón Duprat (sin olvidarnos nunca de Andrés Duprat, el guionista que le ha dado a los personajes del dúo la idea de que la lucha interior de los humanos es entre una fuerza ética y otra artística, y que el resultado es político) postulan un esquema en el que se plantean las incompatibilidades entre individuo y sociedad. No habría que dejarse engañar. Se trata de cineastas para quienes los actos y el lenguaje de los personajes, separados por una división insalvable (el hombre que actúa es lo que es; el que piensa, es lo que parece), son choques constantes de planetas que le dan a la vida cotidiana la opacidad que no se le reconoce.

Todo el lenguaje que cursa El ciudadano ilustre como un catálogo de ideologías que los personajes sostienen con firmeza, no alcanza a resolver nunca el problema de la identidad individual. Para hundirnos un poco más en las ciénagas de una ficción temible en la que nunca sebemos del todo qué tipo de bestia anida en cada uno de nosotros, Cohn y Duprat siembran la película de discursos.

Es difícil recordar la cantidad de veces en las que el personaje de Oscar Martínez habla frente a un micrófono o, aún sin micrófono, ante un público. También son públicos el discurso del Intendente del pueblo (Manuel Vicente) cuando lo celebra y el del lector que lo detracta, interpretado por el ubérrimo Marcelo D’Andrea. La apología del patriarcado rural con el que el personaje extraordinariamente compuesto por Daddy Brieva (Antonio) se despacha en el cabaret Volcán es, sin duda, el típico discurso de la dualidad moral; y también da un discurso, colgado de un reclamo humanista, el personaje de Gustavo Garzón cuando le pide a Mantovani que le compre una silla de ruedas a su hijo minusválido. ¿Qué recibe a cambio? En primer lugar, otro discurso, acerca de que un individuo no es un Estado benefactor y que, por lo tanto, si resuelve el problema de uno es porque está cometiendo una injusticia con todos. En segundo lugar, y una vez que Mantovani deja bajar la espuma de su propia reacción, la silla de ruedas; pero ya a esa altura no sabemos bien si Mantovani ha reflexionado políticamente hacia el lado de la corrección, si se avergüenza de sí mismo o si -simplemente- prefiere evitar que el pueblo lo devore por su avaricia disfrazada de lección para provincianos.

Cohn y Duprat tienen algo que decir sobre el efecto de intransigencia y hermetismo ético que producen los discursos, y lo hacen dejando que fluya a contracorriente el río de los actos que son furtivos, nocturnos, interiores. Cuando los discursos se apagan como lo que son (astillas de civilización más o menos aceptadas por cortesía o hartazgo) se abre el abismo del drama, esas escenas cargadas de tensiones internas en las que los directores de El ciudadano ilustre son especialistas.

Todos los encuentros entre los personajes de esta historia producen fricciones, colapsos, vientos circulares que descontrolan los intercambios, vísperas de violencia terminal. No hay encuentro -salvo el de Mantovani con el conserje del hotel del pueblo, que es un joven escritor y por lo tanto es menos “alguien” que una avatar de su pasado- que no se manifieste bajo la forma de la amenaza mutua. La sociedad, sea entre dos personas o entre miles, es un sistema que incluye su propia ruptura (soldar la ruptura una y otra vez es la única relación posible), y nadie puede obtener el solaz de una compañía adecuada porque todas las compañías son un problema sin solución.

Mantovani es un lobo estepario y no lo soporta nadie, ni su secretaria (Nora Navas), cosa que vemos en el estoicismo con el que baila al ritmo de su agenda. El matrimonio del personaje de Brieva y el de Andrea Frigerio (Irene) tiene el formato del secuestro, la dominación de género y la humillación económica. Por algo él se pasea como un magnate en una reluciente Dodge Ram 2.5 y ella en un Twingo destartalado que nunca arranca. Mientras tanto, la hija de ambos (Belén Chavanne), coquetea con un débil mental (Nicolás Detracy) que descarga su violencia cazando jabalíes y se le ofrece a Mantovani como una groupie.

En Salas, lo que no es comedia humana es bestialidad. La lucha es siempre por el espacio (el mismo botín de El hombre de al lado, la otra gran película de Cohn y Duprat) y el trofeo es la permanencia. En esa guerra nunca deja de haber impulsos de desprecio etnográfico, como si las culturas -en este caso la cultura agromedieval de Salas y la cultura europeísta del Nobel argentino- fuesen poco menos que razas buscando “civilizadamente” el exterminio de la competencia.

Una de las escenas más importantes de la película ocurre cuando el vecino interpretado por Marcelo D’Andrea irrumpe en una conferencia de Mantovani y lo despedaza con los argumentos del odio pero también con los del conocimiento (una cosa trae la otra). Es uno de los pocos que lo ha leído y su interpretación entiende todos los elementos en juego menos uno: el de la literatura como arte contrario a los ejercicios morales, capaz de permitirse todas las licencias, incluyendo lo que el vecino llama “traición”.

¿Qué es una comedia? Es una tragedia a la que se ha sobrevivido. El ciudadano ilustre lo es de un modo “border” y oscurísimo. Se apoya en una línea muy delgada donde una cosa no se distingue de la otra porque mientras sobrevivan las dos fuerzas en disputa que -según cómo se lo mire- son dos civilizaciones o dos barbaries, la tragedia suspendida podría ocurrir en cualquier momento.

Hay algo que persiste en la sonrisa satisfactoria de Mantovani cuando presenta su última novela, llamada justamente El ciudadano ilustre, en un hotel de Barcelona en el que su figura siembra la admiración y el terror. Y también hay persistencia en los habitantes de Salas que despiden como en una pesadilla a Mantovani, mientras le dan a entender que siguen conservando su “poder de fuego”. En esa simetría, ambos ejércitos parecen pronunciar en sus silencios la idea matriz de la venganza: las cosas no van a quedar así. Esa es la primera conclusión. La segunda es que no hay utopía menos delirante que la del regreso.

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