La literatura y el Bicentenario

Por MARÍA MINELLONO (*)

Silencios, imágenes difusas y sobreactuaciones han instalado la celebración-balance-utopía del Bicentenario como una referencia ineludible, que intenta vincular el pasado histórico de la Revolución de Mayo con el presente proteico de la Nación. En los últimos años del siglo XVIII y a lo largo del XIX, nuestra literatura produjo escritores que podrían asimilarse a la categoría de intelectuales totales, responsables de usar la palabra poética con valor performativo y el discurso literario como una alternativa de construcción de la opinión pública, mediante la creación de emblemas, héroes, íconos y líneas de pensamiento que organizaron desde el plano simbólico la identidad argentina. Mientras Belgrano escribía las páginas de su Autobiografía dando cuentas de sus actividades como funcionario del Consulado, adhería simultáneamente a las ideas económicas de la fisiocracia, fundaba escuelas para mujeres e indios y se rebelaba ante las ideas retardatarias del espíritu colonial, transformándose rápidamente de súbdito de la Corte en revolucionario. Los chicos de mi generación escuchábamos emocionados la narración de aquella anécdota de su lecho de muerte, cuando pagó los honorarios de su médico con lo único que le había quedado de valor, su viejo reloj, robado hace pocos años de la vitrina donde se conservaba para la exhibición pública. En esa matriz fundacional y con implicaciones y matices ideológicos diversos encontramos a los poetas de La lira argentina (Vicente López y Planes, Juan Cruz Varela, Crisóstomo Lafinur, Bartolomé Hidalgo y otros) y después, a los integrantes de la Generación del 37, nuestros primeros románticos, también multifacéticos en sus propósitos y aspiraciones colectivas. Valgan los ejemplos de Echeverría, Alberdi, Sarmiento, y como un eslabón de continuidad de la tradición aludida, Lucio V. Mansilla y su hermana Eduarda. Cada acontecimiento histórico-político encontró su representación literaria en un texto y muchos textos desencadenaron conflictos y repercusiones extraliterarias de signo diverso: el exilio, la presidencia de la república, la enemistad o la muerte.

Durante ‘el 80’, los efectos modernizadores desagregaron paulatinamente el trabajo intelectual de la participación política, aunque ambas actividades convivieran como fuerzas simultáneas al interior de una única identidad personal; tal el caso de Eugenio Cambaceres, Miguel Cané, Eduardo Wilde o Lucio V. López. No es el sentido de estas líneas organizar un “canon” de la literatura argentina, que siempre debería expresar la amplitud y la heterogeneidad de lo producido, sin el gesto omnipotente del mercado, las instituciones académicas o la complicidad de las “capillas” literarias, cohesionadas por afinidades ideológicas o lazos de “amiguismo”, con sus consecuentes sistemas de guiños, citas y sobreentendidos. Trato de vertebrar una práctica cultural que no ha tenido interrupciones a lo largo de doscientos años, y que en el siglo XX fue pródiga en nombres como los de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Victoria y Silvina Ocampo, Ernesto Sábato y Juan Gelman, quienes proyectaron la calidad de nuestras letras en ámbitos internacionales, acrecentando el capital simbólico y la riqueza de nuestra cultura.

En este Bicentenario nos faltan monumentos literarios como el Canto a la Argentina, de Rubén Darío, las Odas Seculares, de Leopoldo Lugones, o la pieza oratoria pronunciada por Almafuerte al pie de la Pirámide, donde abogó fervorosamente por la integración del inmigrante al cuerpo social de la Nación, fustigando la xenofobia que comenzaba a manifestarse en algunos sectores de la sociedad argentina. Tal vez ahora no estemos para estridencias ni tonos altisonantes y la palabra poética intente buscar su sentido por caminos alternativos a las exigencias de la fecha, más humilde y ajada en sus pliegues por el uso retórico excesivo que la ha despojado de su fuerza de significación. No obstante, en la comunidad escritores-lectores advierto, complacida, la persistencia de una antigua práctica social, un hábito que con mayor o menor fuerza se transmite como un legado que involucra por igual a jóvenes y adultos que releen un poema, ensayan una traducción o escriben las páginas de una futura novela o un ensayo, acicateados por una idea, un desafío o una pasión irreverente por la belleza. En esos espacios que no iluminan con frecuencia los reflectores de las cámaras televisivas, la imaginación alimenta sus criaturas con recetas mágicas, resistentes a cualquier tipo de Poder que lesione los principios fundacionales de la Nación y la condición humana. Modestamente, entre las líneas que unos y otros escriben o releen ante los avatares de un destino incierto, Mayo podría encontrar algunas imágenes que reactualizarán su iconografía, representaciones menos potentes que el sol rubicundo y los laureles coreados por el Himno pero más próximas a los sueños inconclusos de la Revolución, a la conciencia inexcusable de nuestros propios desatinos.

(*) Titular de la Cátedra de Literatura Argentina A de la Carrera de Letras de la UNLP

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