Dos historias y un final trágico

Por ALBERTO ALBERTENGO

Hay historias que, aunque solo sea para que no se pierdan en el olvido, vale la pena recordar. Una de ellas es -si me permiten- la de un militar de efímera fama; militar que nunca existió. Y no nos estamos refiriendo precisamente a uno de los personajes del tango '¡Chorra!' (1928) de Enrique Santos Discépolo. ("...Y he sabido que el guerrero,/ que murió lleno de honor,/ ni murió ni fue guerrero.../ Está en cana prontuariado/ como agente e'la camorra/ profesor de cachiporra,/ malandrín y estafador").

No, señor, señoras y señoritas, hoy repasaremos una historia que empezó como una broma y que -aunque sin ninguna conexión con los hechos posteriores- tuvo un final de tragedia. Pero vayamos al asunto.

UN CAMBIO DE NOMBRE

Durante su progresista mandato al frente de la Intendencia de Buenos Aires (1883-87) Torcuato de Alvear, al margen de las obras que llevó adelante, se preocupó por ordenar la nomenclatura que reunía las calles y avenidas porteñas. Y, además, rendir homenaje a héroes de nuestra historia que aún no habían sido justamente reconocidos.

Así que, al tropezar con una calle que se convertiría en avenida y que se llamaba Chavango, decidió sin más que en adelante llevaría el nombre de Las Heras (por Juan Gregorio, insigne guerrero de la Independencia).

No bien conocida esta determinación, uno de los principales diarios de la época publicó la furibunda carta de "la viuda e hijas del coronel Chavango, heroico protagonista de cien batallas, cuya memoria -reclamaban- se ha injuriado con la injusta degradación del olvido".

Demás está decir que desde historiadores hasta escribientes fueron convocados por la Intendencia para dar con el paradero del legajo y/o linaje del supuestamente afamado militar.

Pero nada se halló. ¿Y la viuda y las hijas? Nunca fueron ubicadas. Por todo se supuso, y correctamente, que se estaba frente a una broma bien pergeñada. Así había sido nomás y el autor no tardó en confesar. Era una figura conocida: Lucio V. López (V por Vicente), abogado, periodista, escritor y político, y nieto de Vicente López y Planes, el autor de los versos del Himno Nacional.

El tema fue el comentario obligado de todo el Buenos Aires elegante.

UNA TRAGEDIA IMPENSADA

Pasaron los años, y Lucio Vicente, en una de sus habituales embestidas contra la corrupción política de la época, denunció por la prensa y llevó ante la justicia a un tal coronel Carlos Sarmiento -secretario del entonces ministro de Guerra, Luis María Campos-. López lo acusó de participar en un negociado con la compra-venta de tierras ubicadas en el partido bonaerense de Chacabuco.

Encarcelado en un principio, a través de sus oscuras relaciones el militar consiguió, luego de un juicio amañado, ser absuelto. Puesto en libertad, dedicó su tiempo a injuriar públicamente a quien lo había llevado ante los tribunales y, encima, lo desafió a un duelo a muerte.

López -a quien todos aconsejaban no responder con honor ante la calaña de retador- no pudo sofrenar su coraje. Y el periodista, escritor, abogado y político, resolvió jugarse la vida en desigual partida: un hombre de las letras contra un profesional de las armas. Era el 28 de diciembre de 1894. Ninguno de los contendientes aceptó -después de dos disparos fallidos- detener el destino. El tercer intercambio de pistoletazos decidió la suerte del lance y la muerte de un hombre justo.

Paradojas de la vida, un coronel real -aunque militar deshonrado- cerró con tragedia esta historia. Historia que, aunque sin relación alguna, tenía como antecedente la broma basada en la falsa leyenda de Chavango, un coronel que nunca había existido.

Hasta aquí los hechos.

¿De quién se acordará la gente dentro de otros cien años: de Chavango, del bromista y a la vez corajudo Lucio V. López, o del corrupto coronel?

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