Bendito tú eres entre todos los platenses

Un día de 1986, a sus quince años, Silvio Mirasso se despertó con estigmas, hablando en hebreo y sintiendo una paz interior que nunca antes había experimentado: así, de la noche a la mañana, el pibe de Melchor Romero se convirtió en el portavoz de Jesucristo. Lo visitaron Reina Reech y Cacho Castaña y llegó a ser estudiado por el propio cardenal Bergoglio. Pero igual de rápido, volvió a ser un platense anónimo, común y silvestre. Lejos de los medios, el tiempo tejió su verdadero final

POR
CINTIA KEMELMAJER

No t enía el pelo largo ni los ojos claros, su madre no era María sino Norma Beatriz Citarelli y su padre no era José sino Bautista Mirasso, que no era carpintero sino empleado en el lavadero del Hospital Neuropsiquiátrico Alejandro Korn. Pero a los quince años, él dijo ser Jesús. Ese 28 de febrero de 1986 Silvio Ramón Mirasso -que no nació en Belén sino en Melchor Romero-, amaneció con estigmas en su cuerpo y una paz interior que jamás había experimentado, y ahí nomás contó que el Barba se le había aparecido en sueños y le había otorgado la capacidad de bendecir y de aliviar el dolor y la enfermedad de todos: el milagro se despertaba…

En cuestión de horas, la Iglesia puso el grito en el cielo, los medios se escandalizaron con el fenómeno y miles de platenses enloquecieron por conocerlo frente a su casa en 523 entre 167 y 168. Todos querían tocarlo, percibir lo elevado de su presencia; unos cuantos querían aprovechar el momento para vender “la foto bendecida por Silvio”; y un puñado de sus parientes no creía ni un poquito lo que supuestamente le estaba sucediendo al pequeño Silvio. Como todo fenómeno sobrenatural mediático, al poco tiempo, la historia del único hombre de la Argentina que aseguró ser el portavoz de Jesucristo fue olvidada por los diarios de ese mismo país que antes se había conmocionado con su increíble caso.

Claro que hubo un después terrenal en la vida del extraordinario Silvio: se independizó de su familia y se fue a vivir con un amigo, nunca trabajó formalmente pero puso un comedor para pibes de la calle y falleció -de nuevo, en atípicas condiciones-, a los escasos veintitrés años. A pesar del tiempo transcurrido, pendiendo de lo inexplicable, algo de todo el revuelo quedó encendido en la ciudad, clamando por renacer de las cenizas cual ave fénix: las especulaciones sobre qué fue lo que le ocurrió exactamente.

ESPERANDO EL MILAGRO

“El de Mirasso fue el típico caso de delirio mesiánico”, asegura hoy Carlos Mancuso. El cura que siguió de cerca el caso que sacudió a la Ciudad y salió en las noticias de la época diciendo que Silvio era “un crucifijo viviente”, interpreta ahora lo sucedido desde un tamiz diferente. “Fue único, no hubo casos semejantes, pero fue una ilusión del muchacho, que sufrió un delirio místico sin fundamento. Lo más curioso -recuerda Mancuso, el único cura exorcista de la Argentina- fue cómo la multitud le depositó sentimientos: por eso digo que no fue un fenómeno religioso, fue más un fenómeno social. Yo no vi ningún milagro, lo que puede haber pasado es que alguna persona que tenía una enfermedad psicológica o con contagio histérico se sintió curada, pero la medicina es la única que cura realmente”.

Lo cierto es que aquel 28 de febrero la escena fue digna de un film de Kusturika: el cuerpo del joven Mirasso reposaba sobre una angosta cama de cabeceras de madera, envuelto en una toga blanca y descalzo, ojos pardos, el muchacho que medía 1,75 metros de altura, de pelo castaño, abundante y enrulado, portaba en su cuello un crucifijo y en cada una de sus manos -anverso y reverso- exhibía dos lastimaduras de unos tres centímetros de extensión. En los pies, frescos, dos moretones de sangre; en la frente la marca de una corona de ramas. Decía palabras en un idioma inentendible para la madre y los hermanos, que se desayunaron de su extraño estado cuando lo llamaban desde la cocina y él no daba signos de vida. Al abrir la puerta de su cuarto, lo encontraron enmarañado entre sus sábanas manchadas de sangre y riendo, tranquilo, más tranquilo que nunca en su corta vida. Y ellos, alterados, nerviosos, sin saber qué hacer, sólo atinaron a llamar a Bautista, el padre de la criatura, que se fue disparado de su trabajo para convertirse en el siguiente testigo del acontecimiento.

Y no había pasado nada de tiempo cuando el absurdo de puertas adentro se trasladó al alboroto público. “No sabíamos qué hacer, primero llamamos a un médico que no supo qué decirnos. Para mis adentros yo pensaba: ´si está loco no está haciendo mal a nadie´, porque no estaba atacando, agitando, nada; ´y si está haciendo alguna reacción de que le pasó algo dejémoslo a ver cómo va para adelante´, pensaba yo. Enseguida él nos contó que se despertó a la noche y Jesús había estado en los pies de su cama y le había dicho que le iba a suceder eso, y que él estaba para ayudar a la gente, que iba a ser como un hijo de Dios. Y hablaba medio inentendible por momentos. Al rato vinieron los curas y nos explicaron que no le entendíamos porque estaba hablando en hebreo. Y después cayó el periodismo de todos lados”.

De ahí en más, la cuadra de su casa y el barrio entero se convirtieron en un santuario a cielo abierto. Hasta se acercaba gente de otras provincias: de Córdoba, de Catamarca, “estuvo cerca de cuatro o cinco meses copado de gente cerca de la casa. Teníamos un cerco y como él salía y se apoyaba y lo tocaba, la gente se llegó a llevar pedazos de ese cerco”, recuerda su padre. Se dijo que hasta lo fueron a ver Reina Reech y Cacho Castaña. La calle 523 ya es, para muchos, una calle santa: algunos rezan, otros aguardan en las cercanías que se produzca algún ´milagro´, mientras que los más pugnan por conocer algún nuevo detalle de ese muchacho que dice haber recibido en cuerpo y alma la presencia de Jesús: así describía EL DIA la situación de aquel 1° de marzo. Las coberturas indicaban que en aquel sueño, Jesús le había concedido a Silvio tres dones: el poder de la lengua -sin nunca estudiarlos y desde ese día en adelante, dominaba los idiomas hebreo, latín, griego, italiano, francés, portugués y diocesano-; el poder de la videncia espiritual -podía ver gente afuera de su casa y saber inmediatamente si eran ateos o cristianos: “percibo la fe de la gente, conozco sus sufrimientos”, describiría Silvio-; y por último, el poder de la cura espiritual.

Un pariente cercano de Silvio que vivió en su momento a dos cuadras de su hogar y prefiere el anonimato, se agarra la cabeza y suelta cinco palabras que para él lo resumen todo: “Cada loco con su tema”. En su momento, hasta pensó en cambiarse el apellido: “Todo duró dos meses pero fue una locura, el barrio se revolucionó, estaba lleno de gente, dormían en la calle, llegó a venir hasta la mamá de Maradona para verlo, y mi señora en esa época se la pasaba en su casa y ni me cocinaba”, señala aún con bronca. “Si curó yo no lo sé, pero nunca creí que eso le haya pasado realmente a un pibe de quince años. De lo que doy fe es de que muchos comieron de su fama, por acá se llenó de negocios, restaurantes y otros locales que aprovecharon el boom”.

EN EL NOMBRE DEL PADRE

Bautista usa una remera rosa que combina con las paredes rosadas de su casa. Es pelado, morrudo, y su parecido con Rolando Hanglin salta a primera vista, pero cuando rememora la historia de su hijo Silvio -el último de los tres que tuvo con Norma, de quien se separó tiempo después de su nacimiento-, los ojos se le llenan de lágrimas y su enorme cuerpo se encoge en el sillón al resguardo del mullido de los almohadones. “Para mí es como una película, todavía no sé si sucedió o no, aún no lo puedo creer”, dice y toma jugo en un vaso de vidrio que le alcanza su esposa actual. Bautista intentó, desde un primer momento, descontracturar; siempre le hacía chistes a Silvio: “Dale, si vos sos Dios”. Su hijo le reclamaba que parecía no tomarlo en serio. Pero hoy en día, en cualquiera de esos sábados en que detrás del timbre aparece un Hare Krishna con ganas de filosofar sobre la palabra de Dios, la fiera se le sale desde bien adentro: “¿Qué me vienen a hablar de Dios? Más cerca de Dios que mi hijo no hubo nadie”.

Antes del milagro, Silvio se repartía entre la escuela y catequesis: aunque la familia no era especialmente creyente, él concurría a la parroquia del barrio con devoción. Una vez que Jesús se le apareció en sueños, el primero que le besó los pies al entrar y verlo tendido en su cuarto -recuerda su padre-, fue Bergoglio. Él les aconsejó llevarlo a una iglesia en las afueras, para resguardarlo de la locura que se había desatado en el barrio y probar si aquel milagro lo seguiría acompañando o era un fenómeno pasajero. “Mientras tanto todos los días venía gente a mi casa, cien personas mínimo, nosotros les decíamos: ´Tengan paciencia, Silvio está bien, les manda saludos´”, cuenta el padre. Hasta que un día, a los dos meses Silvio pidió volver a sus raíces platenses. Entonces, sobrevino el pico de mayor popularidad en la corta historia del portavoz de Jesucristo platense.

LA PROCESIÓN VA POR DENTRO

Se acercaba Semana Santa. Alrededor de diez parientes cercanos lo fueron a buscar en un auto y luego, lo cambiaron a un micro casa rodante de un tío. Ya había cientos de personas esperándolo en el barrio; muchos habían acampado durante días aguardando su llegada. En la calle 520, Silvio pidió bajarse y hacer caminando esa cuadra que le faltaba para llegar a la puerta. Vestido de blanco con una túnica y sandalias en los pies, rodeado por un grupo de sus tíos y primos devenidos en guardaespaldas, Silvio tardó treinta minutos en caminar aquellos 50 metros. Al día siguiente -viernes santo- hablaría para la multitud.

“Parecía que iban a tocar los Rolling Stones, había gente con banderas que decían ´Silvio mi mamá está enferma´, ´Silvio ayudame´, hordas de gente que lo esperaban”, relata el padre. Afuera la masa. Adentro Silvio sentado en el sillón del hogar, mirando fotos de la infancia, sonriéndole a los recuerdos congelados. “Salí Silvio que la gente va a entrar a casa y nos van a pasar por arriba”, le decía el padre y él, sin inmutarse, le contestaba que se quedara tranquilo, que practicara la calma, que nada iba a pasar. “Yo en ese momento pensaba dos cosas: o está loco -porque yo los conozco, trabajo con locos- o a este realmente lo tocaron con una varita mágica y está más allá, no puede ser que el tipo esté tan tranquilo, no le corría sangre por las venas, parecía”.

Cuando se decidió a salir, hizo la señal de la cruz y les dijo, a las tres mil personas que lo miraban con devoción, que los bendecía con sanación a uno por uno. A las dos horas, después de recibir cada uno aquella bendición, se fueron pacíficamente. Después de ese día, las curaciones siguieron de forma intermitente, más personalizada, aunque nunca sistematizándose formalmente. También llegaron los viajes: a Burzaco, a Grandburg, a Brandsen, a Florencio Varela. “Él nunca jamás agarró plata. Mucho se habló, que son chantas… la gente dejaba plata, tiraba, y él decía que no quería, que ayudaran a la Iglesia, que ayudaran a otros, a los que no podían, pero que él no quería plata”, asegura el padre, que pone de ejemplo la vez que Silvio “curó” a la señora del dueño de una concesionaria de autos cordobés, y a la hora de preguntarle qué tipo de vehículo quería de resarcimiento, Silvio sólo le pidió unos patines.

Un día, en nombre de Silvio, en la Catedral de La Plata llegó a organizarse una junta médica para evaluar el extraño caso. En la convocatoria estaban Bergoglio, Mancuso y otro cura más, seis médicos del Hospital Neuropsiquiátrico Alejandro Korn, y seis psicólogas mujeres. A Silvio lo sentaron en la punta de la mesa y lo batallaron a preguntas desde las 9 hasta la medianoche. “¿De dónde viene la locura?”, “¿cómo se puede curar a alguien sin medicina?”. “Él contestaba todo con una gran paz, y cuando terminó salieron todos los curas abrazándolo, besándole las manos”, recuerda Bautista.

A Silvio hasta lo quisieron comprar los gitanos -por una suma estrafalaria-, pero la familia del muchacho no accedió. Entre los numerosos milagros que se le atribuyeron, el padre de Silvio recuerda uno especialmente: el de la vecina que se casó y quedó menopáusica. Desesperada, lo fue a ver a Silvio para pedirle poder quedar embarazada. Durante la charla, la mujer miró hacia el piso y encontró un charco de sangre enorme. A los dos meses, llegó la noticia de que sería madre y a los nueve meses, nació la criatura: “Por supuesto que le puso Silvio”, remata Bautista emocionado.

CREER O REVENTAR

Pasados tres años, a sus dieciocho, Silvio se fue a vivir a La Plata con Rubén, un amigo. “Siempre siguió siendo tranquilo, nunca fue soberbio, siempre servicial”, lo recuerda su padre. Puso un comedor para chicos de la calle con Rubén. Tenía un Fiat 128, una casa con dos habitaciones, cocina, comedor y baño. Nunca tuvo novia. La muerte le llegó a los veintitrés y así de inesperada como su diálogo con Jesucristo. Algunas versiones indican que habría contraído Hepatitis B o Sida, otras dijeron que se había suicidado, pero la versión familiar retoma que una tarde Silvio, que siempre había tenido problemas pulmonares, fue a dejar su auto en una cochera cercana y al volver a su casa caminando lo agarró un chaparrón desprevenido y de manga corta. El imprevisto le habría costado una pulmonía fulminante que lo llevó a dos internaciones y una muerte inexplicable, por paro cardiorespiratorio.

“Era sano, vendía salud, y Dios se lo llevó muy joven, fue un final triste, doloroso, aunque él siempre decía que se iba a morir joven”. Dicen que el funeral fue muy concurrido. Después de su muerte, los vestigios de sus supuestos milagros siguieron vivos. A los tres meses de su desaparición física, sin ir más lejos, su mamá, Norma Beatriz Citarelli, recibió en carne propia eso que decían que era un milagro: recién se había casado con un vecino de San Carlos cuando -un 4 de junio de 1994-, recibiría la noticia que le cambiaría la vida. De la noche a la mañana, se había convertido en la esposa del nuevo millonario del país, Pascual Alberto “Lito” Rendani, ganador del pozo acumulado más abultado de Latinoamérica hasta entonces, 14 millones de dólares.

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