La vida de los genios: el karma de ser un superdotado
| 10 de Agosto de 2013 | 00:00

Por MARISOL AMBROSETTI Y PATRICIA SERRANO
Ellos se sienten raros y los demás, los miran raro. Dicen los científicos que a los superdotados, la mente brillante les cae por la genética de la madre y sólo representan el 2 por ciento de la población. Pueden pasar por la vida sin pena ni gloria o pueden, por ejemplo, desarrollar la teoría de la relatividad. Todo dependerá de las circunstancias que los rodeen, de los padres que les toquen y de que logren encajar en el mundo de los medianamente dotados: la mayoría. Esto es lo que más les cuesta.
Cómo hace Federico Tomás Benito Pérez, de 11 años, para hablar, cual analista internacional, de los motivos que desencadenaron la Segunda Guerra Mundial. Por qué Lucas Iván Müller podía nombrar, con solo 5 años, sin repetir y sin que le soplen, las capitales de todo el mundo. Cómo lograba Héctor Roldán a los 6, asombrar a todos en el Museo de Ciencias Naturales con sus conocimientos sobre dinosaurios. La respuesta es numérica: los tres superan los 148 puntos de cociente intelectual. Son superdotados. Con todo lo bueno y todo lo malo de llevar ese estigma a cuestas.
EXPERTO EN GUERRAS
La inteligencia molesta. Eso sintió Claudia Fernández, la madre de Tomás, cuando supo que su hijo tenía un coeficiente de 157 puntos, casi como el físico Stephen Hawking. En primer grado, dejaron de felicitarlo en la escuela, hartos de que ganara torneos de ajedrez. En segundo, a mitad de año, los maestros no le dieron más tarea. Ya había aprendido todo. Le quedaba aburrirse durante las ocho horas de doble escolaridad en Bosque del Plata. En tercero, cuando le tocó pasar al frente en una clase abierta de inglés, los padres y compañeritos se fueron del aula, lo dejaron solo.
Por todo eso, Claudia demandó al colegio y tramita una causa en el juzgado civil y comercial Nº 4 de La Plata. Se queja de que no adaptaron la currícula a las enormes capacidades de Tom. En el informe que redactó el psicólogo Carlos Allende, cuando Tomás tenía 5 años, lo describe como un chico con alta capacidad de abstracción; “en pruebas matemáticas y en el manejo de letras es excelente”. Concluye que “posee un percentil 95, muy superior al término medio, lo cual significa que está dentro de la superdotación intelectual. Hay una gran discrepancia entre su edad mental y su edad cronológica”.
Se nota con solo escucharlo hablar. En su casa del barrio obrero de Berisso se presenta en tres idiomas. Se define a sí mismo como trilingüe. De la tele, a Tom sólo le interesa History Channel, NatGeo y los noticieros. “A las noticias las comento con mamá o bien me quedo reflexionando”, explica. Es autodidacta en ajedrez y cursa el segundo año de chino mandarín en el Instituto Confucio de la UNLP.
Tom tiene algo adulto en su hablar. Mejor que contarlo es citarlo: “En tercer grado a mis compañeros les gustaba el fútbol, mientras que yo tenía mis libros de la Segunda Guerra Mundial y me sentaba en un banquito a leer. Yo no marcaba las diferencias, las notaba. Intentaba sociabilizar pero tampoco convertirme en ellos, porque yo tengo mis propios gustos. Sin discriminar, ni ellos a mí ni yo a ellos. En ese momento algunos me empezaron a decir ‘nerd’, eso me incomodaba un poquito porque era tratarme como si fuera un espécimen raro”.
El doctor en psicología Carlos Allende lleva evaluados más de 1.000 niños superdotados. Su experiencia le confirma lo que dicen los libros: nacen en familias de todo tipo. Pero no todos los padres lo advierten. La mayoría tiene serios problemas de conducta en la escuela y es común que corrijan a las maestras, que terminan por odiarlos.
En el caso de Tom, la lucidez mental no le vino de Claudia. Es que el pequeño genio está en trámite de adopción. En 2002, cuando acababa de nacer, su madre biológica lo puso al cuidado de Claudia porque no podía criarlo. De chico lo visitó algunas veces y Tomás siempre supo quién era esa mujer, la arquitecta. A los 4 años tomó una decisión y la encaró: “No me preguntes los motivos, pero prefiero no volver a verte”, le dijo. Ella acató.
“Él me eligió a mí, y yo lo elegí a él, es mi vida”, dice Claudia mientras lo besa y lo abraza en su modesta casa, donde viven solos entre juegos de ingenio, libros de guerra y mapas colgados en la pared con los que Tom representa sus batallas preferidas. Para él, eso es jugar.
TALENTO MATEMÁTICO
-Señora, fíjese qué puede hacer, porque su hijo es especial- le dijo el chofer del micro escolar a Mónica, mamá de Lucas Müller, que entonces tenía 5 años, mientras lo bajaba de la combi en su casa de Presidente Perón. En los 40 minutos que duró el viaje, los chicos más grandes le habían preguntado a Lucas la raíz cuadrada de decenas de números. El pequeño había respondido a cada uno de los inquisidores en segundos. Con la calculadora, los grandes comprobaban. Por más que intentaran complicársela con cifras abultadas, el chico, como iluminado, decía el resultado correcto con el pintor de sala verde puesto.
“En la primaria también, los más grandes me volvían loco para que les sacara cálculos de matemáticas”, recuerda Lucas que hoy, a los 17, acaba de terminar el CBC para ingresar a Medicina en la UBA. La madre muestra con orgullo siete certificados de sus cursos online, avalados por las universidades de Stanford, Pennsilvania y la plataforma Udacity.
Ahora, cada vez que va a lo de un amigo, le molesta que aparezca un tío o un hermano curiosos a dispararle cálculos, como si él fuera una atracción de circo. “A veces no tengo ganas”, confiesa tímido. Lucas ya anda con la pubertad a cuestas, y prefiere que su cociente intelectual pase desapercibido. Delgado, pelo crespo, ojos grandes de chico bueno, lleva hace unos días “El Proceso” de Kafka en la mochila, para no aburrirse en el colectivo.
Ser genio trae ventajas. “Es como poner la vida en fácil”, define este adolescente que jamás estudió ni tuvo en cuenta la fecha de los exámenes de matemáticas. Para él, eran un hobby. Pero también ser genio trae, uf, desventajas. A los 6, la señorita Felicia, titular de primer grado de la escuela Quinquela Martín de Presidente Perón, increpó a su mamá:
- ¿Por qué le hace esto a su hijo? ¿Por qué le enseña cosas que no son para su edad? ¿No se da cuenta que en el aula se aburre? Para él, todo es pan comido.
- Felicia usted no entiende: Lucas aprende solo- se defendió la madre.
En ese momento, como un haz de luz en medio de la confusión general, entró en escena la psicopedagoga de la escuela, Liliana Muñoz, quien puso en negro sobre blanco lo que pasaba: el chico era (y es) demasiado inteligente. Le hicieron varios test en la organización CreaIdea y Mensa, un organismo fundado en Oxford hace 67 años para detectar superdotados. Logró un puntaje de 153, unos puntos por debajo de Albert Einstein. Recuerde el nombre, por si acaso lo ve en los periódicos en un futuro cercano: Lucas Müller.
GENIO DE GRANDE
Podría decirse que Héctor Roldán no supo que era un genio hasta los 39. También podría decirse que fueron los amigos quienes lo llevaron a ese descubrimiento. Héctor era diferente. Pasaba las horas muertas de su trabajo resolviendo fórmulas matemáticas imposibles para un docente promedio. Terminaba con una rapidez asombrosa todos los test de inteligencia que pueden encontrarse en Internet, y sus resultados siempre eran altos. Demasiado altos. Los que se quedaban boquiabiertos ante sus hazañas dieron en el clavo: por qué no te probás en Mensa, le dijeron.
Nadie, por más ganas y plata que tenga, puede ingresar en Mensa si no tiene un cociente intelectual superior a 148. Hay que pasar la barrera de los genios para entrar en este círculo. Héctor, a los 39, lo hizo y la pasó con creces. Hoy no quiere decir cuál es su CI: reconoce, si se le insiste, que supera ampliamente los 148. Y es que este platense –superdotado, fundador de CreaIdea, clown callejero, empresario pyme exitoso- tiene algo muy claro: la inteligencia es un don.
“Ser muy inteligente es como ser lindo. Uno no hizo nada para serlo. Lo importante es lo que uno hace con lo que le ha tocado en suerte”, define Roldán y parece ser su frase de cabecera. La pregunta es cómo nadie se dio cuenta (ni él, ni los docentes de su vida escolar, ni los profesores de facultad), que era superdotado.
Al igual que Tomás y Lucas afirma: “yo siempre parecía ser de otro planeta con respecto a los intereses de mis compañeros”. En ese entonces contaba, impaciente, los minutos que faltaban para que empezara Cosmos, la exitosa serie de divulgación científica de Carl Sagan.
En la primaria no duraba ni cinco minutos sentado. Las palabras que más recuerda de la infancia son “travieso” e “inquieto”. Salían de boca de las maestras y fueron las que lo llevaron a cambiarse de colegio varias veces en siete años. Primero fue a la Escuela N° 11 de 12 y 68, luego probó en Nuestra Señora de Fátima, en 15 y 76, para recalar finalmente en la Escuela N° 65, de 8 y 67.
Descubrirse un genio tardío hizo que Héctor Roldán encontrara otra actividad para sumar a su vida: en 2002 fundó CreaIdea con el apoyo de Mensa. Y, desde esta ONG, incentiva la detección y motivación de las mentes brillantes infantiles. Quiere marcar una diferencia con su propia vida: en él nadie vio algo especial; su capacidad fue vista como un estorbo.
Tomás, Lucas y Héctor pueden ser tu compañero de oficina, tu vecino, el adolescente tímido que no sale a bailar. Si no se les presta atención, pueden pasar desapercibidos hasta para sus propios padres. Pero si les dan espacio, son capaces de revolucionar el mundo.
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