La Tigresa del Oriente, más allá de toda categoría

La filmación que hizo en la Catedral de La Plata invita a reflexionar sobre un fenómeno que no encaja en los parámetros estéticos de ningún tipo

Por JUAN BECERRA Escritor

Si todavía no vieron el último clip de la Tigresa del Oriente (Juana Judith Bustos Ahuite) filmado en la Catedral de La Plata se están perdiendo un acontecimiento único. Impedidos de llamar cantante a quien no sabe cantar, y de llamar bailarina a quien no sabe bailar (aunque aquí hay algo más profundo que no saber: no poder), llamaremos performer a esta mujer peruana de setenta años que decidió abandonar sus tareas de maquilladora en los camarines de televisión, dejar atrás sus emprendimientos comerciales -una peluquería- y atacar YouTube con su imagen que ahora se esparce en las señales televisivas de Miami, México DF, Santiago de Chile y -como ocurrió hace unos días- en Showmatch donde, por supuesto, fue burlada por su presentador.

Lo cierto es que más que la burla, lo que despierta la Tigresa del Oriente es el temor (por eso, quizás, la burla). En primer lugar, porque lo que vemos en ella es un fenómeno de autenticidad. La autenticidad es una locura sin antídoto. Es lo Insoportable. Muy pocas personas en el mundo están dispuestas a escuchar una verdad, excepto “hasta ahí”; y, por lo general, nadie es capaz de mostrarse tal cual es, cortar los cables de todos los frenos interiores y pasar por encima de la experiencia del ridículo para encontrarse victorioso con lo más profundo de sí mismo.

No hay nada más brutal ni más individual que la autenticidad, y en estas cuestiones la Tigresa del Oriente es el espejo kitsch en el que nadie quiere verse reflejado. Porque a diferencia de las manifestaciones del arte camp, que implican la presencia de la ironía, el kitsch es una forma sin conciencia y, por ese motivo, más seria que la que pudiera extraerse del arte más serio.

El clip filmado en la Catedral se llama El cuerpo de Cristo . La Tigresa y su invitada, Pocha Leiva, roban imágenes en el interior del templo con una pequeña cámara digital mientras se presentan como “diosas del deseo sexual”, “hijas de Afrodita” y “creyentes en nuestro señor Jesucristo”. Bañadas por la luz de arcoriris de los vitreaux, caminan entre las gradas, se arrodillan en los confesionarios y cantan de una manera similar al efecto que se obtiene de una grabación en cinta cuando se la reproduce luego de que la cinta se ha estirado: “Te miro y me miras/entiendes/ acá no hace falta hablar”. El crescendo meloerótico no se detendrá: “Quiero tu cuerpo ya, ya, ya/ sentir tu fuego más, más, más”.

No hay tregua. Al cabo de payar entre ambas un Padre Nuestro completo, la letra vuelve a insistir con su ninfomanía de 911, y hasta se hace un lugar para describir en pocas palabras las características del hombre del que la Tigresa y Pocha Leiva quieren su cuerpo, su fuego, su néctar, etc: “El hombre que vestido de mujer quiere ser hombre/entró en mi cuerpo una vez más”. Por donde se lo mire, el mensaje ideológico, libidinal y “artístico” es una manifestación trans.

Pésimo en su factura, pero al mismo tiempo evadiéndose de las categorías que definen las cosas como buenas o malas, o bellas o feas, el clip tiene propósitos quizás no calculados de totalidad. La sexualidad, el travestismo, el lenguaje al filo de la pornografía, el templo como escenario testimonial (es evidente que es allí donde se debe recitar la letra de El cuerpo de Cristo ) y la confesión de las cantantes acerca de que son diosas del sexo pero también creyentes en Jesucristo, le sacan a la intervención el rótulo de pagana y le ponen el de híbrida. De hecho, no puede perderse de vista que lo que acompaña los reclamos eróticos de El cuerpo de Cristo es la oración, ambas materias de un mismo barroco.

El clip filmado en la Catedral se llama El cuerpo de Cristo. La Tigresa y su invitada, Pocha Leiva, roban imágenes en el interior del templo con una pequeña cámara digital mientras se presentan como “diosas del deseo sexual”, “hijas de Afrodita” y “creyentes en nuestro señor Jesucristo”

El éxito de la Tigresa del Oriente, que ya realizó y repetirá las llamadas fiestas Yummys en La Plata, es rotundo en Internet. No le hizo falta nada para conquistarlo. Su voz es destemplada, las canciones que acomete (incluyendo sus covers de Lady Gaga) producen otitis, su vestuario es un sistema ornamental sin arraigo en la historia, sus uñas postizas de tigresa nos recuerdan a Jonnhy Deep en El joven manos de tijera (ella misma podría ser un personaje de Tim Burton) y sus bailes son actos de momificación, pero hay “algo”, una fuerza inagotable, que es lo que hace que este catálogo de imperfecciones tenga sentido.

Lo que se manifiesta en la Tigresa del Oriente es aquello que ha estado esperando del modo en que sólo se espera algo durante toda la vida. Y lo único que se espera toda la vida es la realización de un sueño. Hija de la fiebre del caucho que convirtió en un escenario de codicia y esclavitud el Amazonas peruano, la Tigresa nació cerca de Iquitos. Sobre Iquitos, Werner Herzog anota el 13 de julio de 1980 en su diario de filmación de Fitzcarraldo (La conquista de lo inútil, Entropía, 2008) : “La naturaleza se rinde acá sólo después de batallas ganadas”.

Lo primero que hace la Tigresa para salir de la asfixia social es ir a Lima, estudiar, trabajar de doméstica y hacer un curso de cosmetología. Más tarde trabaja de maquilladora y peluquera para la televisión peruana y se convierte en la preferida del imitador Carlos Alvarez Loayza. Pero el salto, que la Tigresa ha estado esperando agazapada durante décadas, se da a partir de 1999, cuando comienza desafinar oficialmente cantando huaynos y cumbias amazónicas.

A partir de entonces se consuma la venganza de la maquilladora maquillada, y la de la peluquera peinada. Desde su irrupción en YouTube, es la Tigresa quien se hace peinar y maquillar, invirtiendo los roles que distinguen a las estrellas de la servidumbre que las embellece. Pero ese “algo” (al “algo” principal) que acaso pueda explicar mejor que otros argumentos el triunfo tardío de una no cantante que comenzó su carrera a los 55 años, es su falta de talento. ¿Cómo puede no haber simpatía masiva con aquellas personas que nos muestran lo que, justamente, no saben hacer? Animarse a hacer lo que uno no sabe o no puede hacer es un acto demencial pero también tiene algo de artístico, en todo caso algo de amor al arte que descoloca nuestra percepción y confunde todas la categorías que se ponen en juego en el momento del juicio.

El espectáculo de no saber hacer, de rendir mal, de desaprobar, es una experiencia ordinaria que el mundo del arte y la crítica desprecian. Pero el fracaso, menos capitalista que el éxito, aunque mucho más extendido, siempre supo ajustarse muy bien a su rol de describir la primera condición humana. ¿Qué somos los humanos sino gente que fracasa? El fenómeno es genérico. Una prueba más de esta idea es el fracaso musical compartido por la Tigresa del Oriente junto a Delfin Quispe (conocido por su inenarrable canción en homenaje a las víctimas de las Torres Gemelas) y Wendy, en En tus tierras bailaré, una cumbia que pide la paz de Medio Oriente y que es un éxito de espectadores que ya superó los 4 millones de visitas en YouTube.

Si hay un sitio en el que cualquier puede triunfar, haga lo que haga, ese es el campo de la imagen. Es un universo incontrolable, antiaristocrático y por lo tanto horizontal, dominado por el deseo de ver, ese interés que puede ir de la contemplación sublime al morbo. Cientos de millones de personas son capaces de ver simultáneamente óperas y televisión basura, deportes refinados y asesinatos, misas y accidentes. En el modo de mirar (y de apuntar la mirada) radica posiblemente la mitad de la identidad de cada uno de nosotros. La Tigresa del Oriente, del otro lado del espejo, se hace ver con una transparencia tan salvaje que ya quisiéramos experimentarla alguna vez.

Su imagen de transformer artesanal -una máquina hecha a mano- tiene algo de la pornostar Ava Devine, algo de las posiciones tiesas de Graciela Alfano cuando decide bailar y algo del erotismo de cabaret que tan bien encarna en nuestra patria Alejandra Pradón.

Pero si hay algo especial en la Tigresa es el modo de hacer propio lo colectivo, de negarse a ser una fórmula (no es un producto de la industria del entretenimiento sino lo que esta reprime) y de ser un monstruo de dos cabezas por el que emerge, simultáneamente, la incompetencia y la voluntad como un arte que sirve para vivir.

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