La China

Por IRENE BIANCHI

Tuve el raro privilegio de compartir muchos ricos tés con masas en su coqueto departamento de la calle Uruguay (¿en qué otra calle podía vivir, acaso?), repleto de premios de todos los tamaños. Tardes de charlas jugosas e inolvidables, gestando un proyecto que no se concretó, pero que sirvió de excusa para conocerla y escucharla como en Misa. Porque China tenía tantas anécdotas, tantas vivencias, tantos recuerdos. Conoció a tantísimos personajes famosos y talentosos. Sin ir más lejos, fue compañera de oficina de Dustin Hoffman, cuando el actor era un ilustre desconocido. Una mañana, nervioso, éste le contó que se iba a presentar a una “audition”. China pensó: “¿Qué lo van a tomar a este gurrumín, tan chiquito y poco agraciado?”. Se equivocó. Lo tomaron, y protagonizó “El Graduado”.

Como éste, mil relatos, seguramente fileteados por su imaginación y adornados por su buen decir. “Se non è vero, è ben trovato…”

Porque China era una conversadora deliciosa, inagotable. Pícara, chispeante, locuaz, irónica, aguda, graciosa, embelesaba con sus historias, como Sherezade. Uno podía estar horas escuchándola, sin aburrirse, sin animarse a interrumpir ese fluir de la conciencia, tan “zorrillesco”.

Recuerdo una noche en el Coliseo Podestá haciéndole una entrevista, ambas sentadas en la platea, poco antes de comenzar una función de “Camino a la Meca”. Ella acababa de llegar de Buenos Aires, manejando su viejo Ford Falcon, con su amada cocker como copiloto. Se la veía agotada, exhausta, demacrada. “¿Cómo vas a hacer la función, Chinita?”, le pregunté ingenuamente. Me miró a los ojos, sorprendida, y respondió: “Irene, yo estoy cansada. Mi personaje no”. Y me dio la lección de teatro más importante de mi vida. Una vez en el escenario, recuperó su lozanía y frescura, como por arte de teatro.

La ví por primera vez haciendo un unipersonal maravilloso: “Emily”, (“The Belle of Amherst”, de William Luce), la vida de la poetisa norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), espectáculo en el que hasta se daba el lujo de tocar el piano, cantar y bailar en escena.

Luego, tantas otras. “El Diario Privado de Adán y Eva”, de Mark Twain, con su compatriota y amigo del alma, Carlitos Perciavalle. “Eva y Victoria”, de Mónica Ottino, junto a Luisina Brando, metamorfoseándose como nadie en la Ocampo. Como directora en “Perdidos en Yonkers”, de Neil Simon, “Dando Pasos”, “La pulga en la oreja”, “Arlequino, servidor de dos patrones” … Inagotable.

Me contó que su madre, que murió a los 95 años, cerca del final le confesó que ya no sentía miedo a la muerte, sino más bien curiosidad. Con lo inquieta que era China, imagino que ella también habrá querido saber qué hay del otro lado, y apostaría a que el Gran Comité de Recepción celestial, estuvo presidido por otro de sus grandes amigos, el enorme Alfredo Alcón.

Adieu, Zorrilla. Por siempre, en nuestros corazones.

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