La resignación cristiana
| 21 de Junio de 2015 | 00:05

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Queridos hermanos y hermanas.
El Domingo pasado vimos algunos de los medios eficaces para prevenir o aliviar el dolor. Pero, hemos de convencernos plenamente que nunca serán del todo infalibles y eficaces. El dolor es inevitable en este valle de lágrimas y de miserias. Es el patrimonio fatal de la humanidad caída por el pecado original. La muerte será el epílogo final de esta etapa de dolores y de sufrimientos inevitables.
Ya sabemos que la desesperación no arregla nada. Es inútil tratar de rebelarse contra los dolores inevitables. En vez de atenuarlos no haríamos sino aumentar nuestros sufrimientos. La desesperación no nos devolvería la salud perdida, no remediaría nuestra ruina económica, no nos reconquistaría un afecto perdido, no nos devolvería los seres queridos que se llevó la muerte. Lo único que lograríamos con ella sería debilitar más y más nuestras fuerzas quebrantadas. Entonces, ¿encontraríamos la solución en el extremo opuesto a la desesperación, es decir en la aceptación pasiva del dolor, en una indiferencia estoica? ¡De ninguna manera! Esa actitud estoica, sin motivos más elevados, además de irracional es imposible en la práctica. Es irracional, porque nuestra dignidad humana tiene derecho a conocer el porqué de los sacrificios que se nos imponen. Y aunque esta adaptación ciega no condujese al embrutecimiento del hombre, no es tan fácil y simple como cree la filosofía estoica. Detrás de esa aparente apatía, de esa habitual incapacidad de reaccionar, se esconde siempre una tempestad amenazadora.
El verdadero cristiano no permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno y procura prevenirlo
Y, otra posibilidad para cuestionarse: ¿nos consolaremos pensando que el sufrimiento es una ley impuesta a todos por un poder supremo, ciego e inexorable, cuyos decretos son inapelables? Además de una herejía, esa actitud intelectual es una insensatez, que no remediaría nada. El suicidio, permitido y practicado con tanta frecuencia por los estoicos, que profesaban este ciego fatalismo, demuestra con toda certeza que la calma y serenidad que les inspiraba eran solamente aparentes; demuestra que el dolor sufrido sin esperanza se llama desesperación. Totalmente distinta es la actitud del verdadero cristiano. No permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno y procura prevenirlo con todos los medios lícitos de que dispone. Y cuando se siente alcanzado por él, no permanece impasible a sus estragos, no intenta cubrir con orgullo su debilidad: llora, gime, pide socorro a Dios. Pero, si llora no se desespera; si gime no se rebela; si pide ayuda no pretende obtenerla siempre. Cuando todos los recursos humanos se han venido abajo, cuando la ciencia y el amor se han declarado impotentes, el cristiano tiene todavía el mejor recurso. Para él, el cielo no está vacío. En él vive el Dios bueno, sabio y omnipotente, del cual dependen todos los acontecimientos de la historia, todos los fenómenos del universo. Dios conoce nuestras miserias, oye nuestras voces de auxilio y puede socorrernos y consolarnos. Él es infalible en sus consejos, incomprensible en sus designios. Y cuando la oración no es oída enseguida el cristiano no se desanima: vuelve a pedir ayuda con renovada fe, con más fervor, con mayor confianza, con más grande pureza de intención. Y si, finalmente, se malogra todo ello y no obtiene respuesta alguna a su plegaria, sabe bajar la cabeza y aceptar con serena resignación los designios inescrutables de Dios, por Quien y para Quien vivimos y morimos.
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