

La autoridad bien entendida
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Por SERGIO SINAY (*)
La autoridad bien entendida
Mail: sergiosinay@gmail.com
Una confusión se ha instalado en nuestra cultura y se convierte en un frecuente impedimento para la convivencia. Es la que convierte en sinónimos a autoridad y autoritarismo. Cuando decimos que alguien es una “autoridad” en tal o cual materia (medicina, derecho, literatura, ingeniería, física, música, etcétera), ¿estamos refiriéndonos a un autoritario, a una persona que avasalla, que no escucha, que impone por la fuerza o por prepotencia? La respuesta es no. Acertada. Sin embargo, en muchos ámbitos tales como la familia, la educación, la relación entre ciudadanos y gobernantes y diversos tipos de organizaciones, basta modular la palabra autoridad para que aparezcan signos de resistencia, proclamas libertarias, acusaciones de autoritarismo.
El poeta, novelista y cantante canadiense Leonard Cohen, autor de bellísimas canciones como “Take this waltz”, “I´m your man”, “First we take Manhattan” y “Suzanne”, entre tantas otras, dice acerca de esta cuestión: “Sabemos que si no existiera autoridad nos comeríamos unos a otros, pero nos gusta pensar que, si no existieran los gobiernos, los hombres se abrazarían”. Cohen apunta al corazón del asunto. La creencia de que autoridad y libertad son enemigas íntimas. Sin embargo, donde la autoridad se construye y expresa como tal, la verdadera libertad tiene terreno fértil. Porque la persona realmente libre conoce de reglas y de límites (la mera presencia de un prójimo en nuestra vida es un límite), los respeta y desarrolla así su capacidad de elegir. No puedo todo lo que mandan mi deseo y mi urgencia. Por lo tanto elijo. Al elegir resigno, y también afirmo que seré responsable de lo elegido, que me haré cargo de los efectos de mi elección. Esta actitud abre mi horizonte. Como persona que está dispuesta a responder, tengo un rango más amplio de elección. Soy libre. Sobre todo frente al que no responde y ve reducido su espectro.
La libertad entendida así alcanza su máxima expresión cuando hay claridad, equilibrio, racionalidad y fundamentos en las normas, reglas y leyes que nos limitan. Cuando son establecidas de esa manera provocan respeto hacia quien las instaura o se encarga de hacerlas cumplir. Del respeto nace la autoridad. La autoridad es, entonces, una construcción, no una imposición. Es el resultado de acciones (muchas de ellas recíprocas), de conductas, de ejemplos. Un uniforme, un cargo, un rol, un documento son marcas exteriores de autoridad, no la generan por su sola presencia, pero la confirman cuando esta fue realmente construida. Ocurre entre padres e hijos, maestros y alumnos, gobernantes y gobernados e incluso podemos extenderlo a uniformados y civiles.
Porque la persona realmente libre conoce de reglas y de límites (la mera presencia de un prójimo en nuestra vida es un límite), los respeta y desarrolla así su capacidad de elegir. No puedo todo lo que mandan mi deseo y mi urgencia. Por lo tanto elijo. Al elegir resigno, y también afirmo que seré responsable de lo elegido, que me haré cargo de los efectos de mi elección. Esta actitud abre mi horizonte
En su más remoto origen latino la palabra autoridad alude a aumentar, promover, hacer progresar. Así comenzó a usarse y de ese modo se entendió durante muchos siglos. Era aplicada a quienes por sus acciones, por sus actitudes, por su saber podían ayudar a progresar, a mejorar, a entender, a definir caminos. En esta concepción de la autoridad hay un profundo contenido moral. La autoridad moral no se compra hecha, no se implanta de sopetón, no se consigue con discursos. Como bien señala el ensayista, pastor y estudioso de hábitos y conductas Stephen R. Covey (1932-2012), autor del clásico “Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva” y de “El octavo hábito”, la autoridad moral se cuece a fuego lento y una vez establecida crea una suerte de ecosistema. Quienes conviven en él jamás la confundirán con autoritarismo.
Covey pone como ejemplo al Mahatma Gandhi, líder espiritual y político a quien se debe el nacimiento de la India como nación. Para conducir a cientos de miles de compatriotas (muchos de ellos de diferentes religiones y creencias) a liberarse por medios pacíficos y pacientes del yugo de un imperio poderoso como era entonces (hacia 1948) el británico, Gandhi debió hacer un largo trabajo interior consigo mismo, liberarse de complejos, de hábitos nocivos, de aspectos ríspidos de su carácter. Debió educarse en el ejercicio de la empatía, de la escucha, de la persistencia fundamentada. Gandhi, en palabras de Covey, construyó una enorme autoridad moral sumando visión, disciplina y pasión gobernadas y articuladas por la conciencia.
A su vez el novelista Robert Heinlein (1907-1988), a quien se considera como uno de los tres principales creadores de la ciencia-ficción, junto a Isaac Asimov y Arthur Clarke, pensaba que “la autoridad y la responsabilidad son iguales y van coordinadas”. En el caso de los gobiernos, decía, “esto no garantiza un gobierno bueno; sólo garantiza que funcionará. Pero los gobiernos así no abundan, casi todo el mundo quiere mandar pero no quiere cargar con su parte de culpa”. Si la responsabilidad se separa de la autoridad esta pierde su fundamento moral y se apaga la luz que suele sostener encendida a manera de faro.
La autoridad requiere un doble aprendizaje. Uno es el de construirla desde adentro y nutrirla con conducta, con valores ejercidos en la vida cotidiana. Otro es el de reconocerla y respetarla. El primero de estos aprendizajes ayuda a quienes deben emprender el segundo. La reacción inicial de un ser humano cuando apenas comienza su camino existencial es rebelarse ante la autoridad. Es el bebé que mientras aprende a caminar llora antes los “no”, los límites, las primeras reglas que lo ordenan. Está aferrado a lo que se llama “libertad primera”, aquella que no reconoce obstáculos. En muchas personas, por falta de ejemplos, de experiencias vividas, de vínculos orientadores y nutrientes, por un default de maduración emocional, social y psíquica esa noción disfuncional de libertad se mantiene aún en la adultez. Entonces todo lo que se vincule a autoridad lo traducen como autoritario y se facultan a sí mismos (creando una ley propia e individual) a resistirse y transgredir. Si se multiplica esa actitud por cientos de miles de casos similares, el resultado es una sociedad en la que predomina la anomia y, con ella, se pierden los rumbos y proyectos colectivos y se hacen dificultosos también los emprendimientos individuales.
Así como hay un lazo muy estrecho y consecuente entre autoridad y respeto, existe otro igualmente intrínseco entre autoritarismo y miedo. El autoritarismo se impone en donde no se construye autoridad. Perdida la brújula y el norte y existiendo riesgos corrientes de todo tipo, la actitud autoritaria se propone remediar en un instante y, por atajos dolorosos, las consecuencias de no haber sembrado ni cosechado. Suele conseguir su objetivo por un corto plazo y jamás deja huellas valiosas. Por el contrario, sus secuelas son devastadoras. Ocurre en la historia de los países, en la crianza de los hijos, en la educación, en el campo laboral y en cualquier ámbito de la convivencia humana.
La autoridad es, entonces, una construcción, no una imposición. Es el resultado de acciones (muchas de ellas recíprocas), de conductas, de ejemplos
La autoridad bien construida enseña. El autoritarismo mutila. Con autoridad se crece, con autoritarismo no. Discursos y posturas demagógicas (tanto en lo privado como en lo público, en lo doméstico como en lo social) suelen juntar a ambas palabras en una misma bolsa convirtiéndolas en sinónimos. No lo son. Y para no ser víctimas del autoritarismo que siempre acecha es importante la construcción vivencial, activa, constante y comprometida de autoridad en los espacios que habitamos y compartimos.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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