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Cuando los hijos tienen grandes condiciones como deportistas, los padres entran en un dilema: ¿ayudarlos a priorizar la carrera? ¿Alentarlos sin apostar todas las fichas a ese destino? Los riesgos de una presión excesiva y de una posible frustración.
Por EZEQUIEL FRANZINO
Que este cronista no haya sido un jugador de fútbol profesional es absoluta responsabilidad de su padre. Un padre blando que no quiso interceder en los deseos de su vástago y al que le faltó inculcar los valores de la exigencia y el sacrificio. Según él, priorizó la diversión y la felicidad de su hijo por sobre los millones que podría haber traído a la casa en un futuro. A los diez años, cuando su retoño todavía era un niño obeso que vivía en Bahía Blanca, dos entrenadores del mejor semillero de la ciudad habían ido a buscarlo por su talento natural: “queremos que el pibe juegue para nosotros”, le dijeron a un papá que disimulaba sin éxito el orgullo que le provocaba la situación “eso sí, va a tener que bajar unos cuantos kilos”, advirtieron. Al pequeño crack con sobrepeso la estadía por el club apenas le duraría una semana. Después de llegar a su casa llorando, con dolor de cabeza y con la cara morada por haber corrido como un desgraciado, este niño (que ahora escribe esta nota como si hubiese sido un Messi en potencia) anunció su retiro prematuro: “No quiero ir más”, le dijo con tristeza: “Sólo zigzagueo conos, la paso mal”.
-Si no te gusta y no te divertís, no vayas más- respondió su papá con resignación.
Aún cuando pretenden lo mejor para sus hijos, los padres siempre tienen la culpa: si el pibe muestra condiciones pero en la casa lo dejan ser, elegir y divertirse entonces es pecado de los progenitores que no llegue a ser profesional. También es su culpa cuando el niño se destaca en algún deporte y, sólo por esa condición, se le inculca la responsabilidad de tener que salvar a una familia. Encontrar el equilibrio parece una tarea difícil.
En Open, la biografía de Andre Agassi, puede advertirse la tortuosa influencia del padre en su desarrollo como tenista profesional. De hecho, lo define como un tirano y confiesa la presión que ejercía: “No empecé en el tenis por elección, yo odiaba el tenis con toda mi alma y lo odié por la mayor parte de mi carrera”, dice Andre. En una entrevista al diario italiano La Repubblica, Mike, el padre de Andre, se jacta de su rol: “cuando perdió una final júnior contra Courier, le quité el trofeo por el segundo puesto y lo tiré al río. Cuando le ganó a Ivanisevic en la final de Wimbledon me quejé: ¿Cómo has podido perder el cuarto set?”. Pobre Agassi. Y otros tantos tenistas.
En este deporte, sin equipo dónde refugiarse, los jugadores quedan supeditados a una figura paterna que suele asumir diferentes roles: a veces son entrenadores, otras mánager, otras veces sólo compañía o todo eso a la vez. Se generan vínculos de una intensidad exagerada. En la novela ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic?, de Manuel Soriano, ganadora del Premio Clarín novela 2015, puede advertirse esa relación íntima y asfixiante que lleva a una joven estrella del tenis a retirarse del circuito profesional a los 21 años.
Raúl Salas, coordinador del área de coaching de Estudiantes de La Plata, es el encargado de acompañar a los jugadores en las problemáticas emocionales. Para él es fundamental reconocer aquello que los chicos pretenden para sus vidas: “Muchas veces llegan al club más por un deseo de los padres que por algo propio”, explica, “si no es un deseo genuino, a la larga o a la corta eso se va a manifestar en algún comportamiento inadecuado en el colegio, en un entrenamiento o en un partido. Si no quiere estar acá, no tiene sentido de que siga viniendo” agrega Salas.
Juan Román Riquelme confesó alguna vez que, al finalizar cada partido, su padre le decía que había jugado mal. “Cacho” Riquelme nunca se conformaba con el desempeño de su hijo, aún cuando para el resto había sido la figura del partido. Este inconformismo de su padre, según cuenta Román, le sirvió para no creerse un fenómeno y lo motivó para aspirar a ser un mejor jugador. A otro pibe, esos mismos comentarios podrían haberle arruinado la autoestima y la carrera.
Para Raúl Salas, los padres que asumen el rol de entrenador y que todo el tiempo le hacen ver los errores a sus hijos, son personas que atentan contra la evolución del jugador: “Algunos chicos directamente no les dan bola, pero otros quedan muy atravesados desde lo emocional y eso los desconcentra”. Por esto, desde el área de Coaching, trabajan en forjar el carácter de los jugadores y también los ayudan a diferenciar las indicaciones de los entrenadores sobre los deseos de los padres.
Si hay algo de lo que no se puede acusar a Mirta Méndez, la mamá de Paula Pareto, es de haber asumido el rol de entrenadora. Antes de que su hija incursionara en el Judo, no sabía nada de este deporte: “No me importan sus resultados”, dice la mamá de la medallista olímpica, “sólo me preocupa que no sufra ninguna lesión”.
Si uno quiere hacerse millonario como deportista, la última disciplina que debería elegir es el judo. Paula empezó a practicarlo a los nueve años, apenas para realizar una actividad recreativa con Marco, su hermano. Para cuando le llegó la posibilidad de viajar al exterior, de convertirse en campeona mundial y de traer a la Argentina una medalla de bronce de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 (momento culmine de su carrera en el que los argentinos la conocimos, nos creímos expertos en el deporte y consideramos propios sus logros deportivos) ella ya estaba en búsqueda de otro título: el universitario.
Raúl Salas, coordinador del área de coaching de Estudiantes de La Plata, los padres que asumen el rol de entrenador y que todo el tiempo le hacen ver los errores a sus hijos, son personas que atentan contra la evolución del jugador: “Algunos chicos directamente no les dan bola, pero otros quedan muy atravesados desde lo emocional y eso los desconcentra”
Consciente de lo efímera que resulta ser la carrera deportiva, nunca dejó de lado los estudios y, siguiendo los pasos de su mamá, en 2014 se recibió de médica. Usted podrá pensar que en esta historia de éxito mucho tuvieron que ver sus padres, pero no: todo es mérito de ella. Mirta se encarga de confirmarlo: se saca los laureles de madre que encarrila a sus hijos y confiesa que la única imposición, para ella y sus hermanos, fue que terminaran el secundario: “Paula siempre fue muy estudiosa y estructurada”, dice orgullosa “ella estaba de viaje en Canadá, en un Panamericano y llamó a casa para avisarme que la carrera universitaria se le iba a demorar algunos años”.
Sobre el sacrificio y la dedicación podría decirse que en sus viajes al exterior Paula se llevaba los libros para estudiar, o que después de cursar en Buenos Aires se venía a entrenar a La Plata para regresar a su casa, en Pacheco, recién a las doce de la noche. Pero eso no es todo, hay una anécdota aún más elocuente: apenas rendido el último final, y todavía embadurnada con huevos y otros comestibles con que se bautiza a los flamantes profesionales, se subió al auto de su entrenadora – que había puesto bolsas para no ensuciar su coche- y juntas se fueron a entrenar al CENARD.
Después de que pasen los Juegos Olímpicos de Río, Paula asumirá otro reto: la especialidad en traumatología. Mirta y su esposo harán lo mismo de siempre: apoyarla en todas sus decisiones.
Es el año 2005. Detrás del alambrado del club 12 de Septiembre, Javier Ascacibar se abstrae del partido por un momento. Ya no puede ver las jugadas que realiza su pequeño hijo Santiago, un rusito aguerrido que por sus habilidades se destaca entre sus compañeros. Mientras el partido sucede, Javier fantasea con un estadio lleno que corea el nombre de su hijo. Pero vuelve a tierra sabiendo que el nene no está ahí para cumplirle sus sueños frustrados: “por supuesto que es el deseo de todo padre futbolero que quiso dedicarse y que no pudo”, confesará once años después Javier, el papá de Santiago Ascacibar (19), la revelación de Estudiantes en este campeonato, “no es que uno haya vivido su proceso con la preocupación de si llegaba a jugar en primera o no. La idea original era que se divirtiera, que hiciera amigos y que practicara un deporte”. Es 2016 y en el Estadio Único los simpatizantes del Pincha idolatran a su hijo. Ahora es una realidad: “Se me pone la piel de gallina”, dice el padre del Rusito “es una alegría enorme”.
Futbolero de ley, Javier siempre observó con minuciosidad los movimientos de su hijo. Sin embargo nunca quiso imponerse y todo lo que tenía para decirle a Santiago apenas eran sugerencias “las indicaciones que me daba mi papá, siempre eran después de los partidos y eran aspectos en los que, según él, podía llegar a mejorar. Me daba consejos que quedaba a mi criterio tomarlos o no”, explica Santiago Ascacibar.
Para llegar a este presente, el Rusito, como la mayoría de los deportistas de elite, resignó infinidad de cosas: salidas con amigos, cumpleaños y hasta tuvo que modificar radicalmente su alimentación. A lo que no renunció fue a continuar con los estudios. Después de terminar el secundario, se inscribió en Antropología y, aunque finalmente nunca arrancó la carrera universitaria, ahora está estudiando Inglés: “Encaré estas actividades por hobby”, dice Santiago “lo del estudio nunca lo tomé como una apuesta profesional, yo ya estaba abocado al fútbol al cien por ciento y creía en mis posibilidades de convertirme en un jugador profesional”, dice el ahora indiscutible número cinco de la primera de Estudiantes.
La fórmula de los padres de Santiago parece infalible. Tal vez por esto dos chicos de las inferiores de Estudiantes viven ahora con la familia Ascacibar. Ellos reciben el mismo trato que Santiago y sus otros hermanos: “para mí son como dos hijos más”, dice Javier Ascacibar (42) “compartimos salidas, reuniones familiares y los aconsejo desde el punto de vista de papá. Los consejos futbolísticos se los dan en el club”, remata.
Dicen que las recetas para ser padres no existen. Pero si ve que el chico tiene pasta de campeón, o ni eso, usted haga lo mejor que pueda, tarde o temprano los hijos tendremos algo para reprochar.
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