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"Ajusté el volumen de la radio y enfilé para las afueras de la ciudad, rumbo a la quinta. Me dirigía a la que fue mi casa durante unos tres años. Noté que hacía mucho tiempo no recorría ese trayecto. El camino me retrotrajo a la época en que lo transitaba a diario."
Ajusté el volumen de la radio y enfilé para las afueras de la ciudad, rumbo a la quinta. Me dirigía a la que fue mi casa durante unos tres años. Noté que hacía mucho tiempo no recorría ese trayecto. El camino me retrotrajo a la época en que lo transitaba a diario.
Quería recuperar un libro que andaba con ganas de releer. También, supongo, tenía ganas de verlo a mi ex, de que charlásemos un rato. Extrañaba contarle mis cosas y escuchar sus comentarios. Bah, la verdad es que en el último tiempo que estuvimos juntos nunca me parecían acertados.
Frente al portón de la casa, sobre la tierra seca, estaba estacionado el Gol todo descascarado, modelo ‘95. Sabía que hacía unos meses se había comprado un cero kilómetro, pero no me sorprendió encontrar el viejo auto plantado en la puerta. Le gustaba usarlo como carta de presentación: encajaba con sus ideales comunistas y anti-consumistas. Era su bandera, la prueba material que reforzaba sus palabras, y lo mostraba.
Me costó estacionar en el espacio libre. Una de las ruedas de atrás quedó justo en el límite de la pendiente de la zanja.
Los perros, que me escucharon llegar, se lanzaron ansiosos a mi encuentro. En realidad los movía la curiosidad por el recién llegado. Creo que se desilusionaron cuando me olfatearon. Y con razón: mis demostraciones de afecto hacia ellos siempre fueron muy medidas, más bien tirando a menos.
Después apareció mi ex con guantes de jardinero.
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—¿Se emocionaron cuando te vieron? —preguntó apenas nuestras miradas se cruzaron.
—Naaah…
Nos quedamos unos minutos mirando la goma al borde del precipicio, dilucidando si convenía adelantarlo un poco por seguridad. Decidimos que no, que no se caería.
El garage estaba ocupado por una funda gris con forma de auto. Bromeé sobre los excesivos cuidados y le pedí que me lo mostrara. Sacó el plástico.
—Ya que estamos… por qué no lo arrancás, que como estuve de viaje hace rato no se usa.
—No, ya me voy… Después lo hacés vos…
—No, no, dale. Metete. Mirá adentro —insistió con empujoncitos suaves.
Me acomodé en el asiento del acompañante con la idea de darle el gusto y salir rápido.
—Pasate al otro asiento, arrancalo —dijo extendiéndome la llave por la ventanilla.
Resoplé y crucé por encima de la palanca de cambio.
—Fijate que no esté en primera —advirtió desde algún lugar del jardín.
No lo veía, pero suponía que andaba agachado haciendo algo.
Le di contacto y el auto avanzó como por un espasmo.
—¡Te dije! —reprochó desde algún lugar.
—Bueno, no sé cómo es este… pensé que estaba en punto muerto…
—Fijate bien.
—Pero por qué no lo hacés vos, en otro momento… —me quejé.
—No, no, dale.
Cuando el motor se puso en marcha apareció y se acomodó en el asiento del acompañante.
—Aceleralo un poco —dijo mientras se sacaba los guantes de jardinero—. El otro día me dijeron que no hace bien que los autos estén mucho tiempo parados. Le hace mal a la batería. Y casi no lo uso…
—¿Y por qué no lo usás?
—Aceleralo un poco más… Porque salgo en el otro…
—¿No querés gastarlo? —chicaneé.
—No es eso, pero me da igual cualquiera de los autos y como el otro siempre queda atrás... me es más cómodo para sacarlo.
(Silencio)
—Aceleralo más.
Pensé en su maldita manía de obstruirme el paso. Había ido a buscar las cosas y todavía no lograba salir del garage. Sentí bronca al verme otra vez en esa situación y pisé con rabia el acelerador.
—¡Eh! No tanto, no tanto —se alarmó.
Lo que me irritaba eran las cosas cotidianas. Una fija: cuando yo estaba con los minutos contados a punto de cruzar la puerta para ir a trabajar:
—¡Pará! ¡Pará! —decía.
—No puedo, me tengo que ir. Estoy apurada.
—Es un minuto. Vení que te quiero mostrar algo —y me tironeaba de la mano. Yo me dejaba arrastrar hasta la otra punta del jardín. Me mortificaba ver el pasto, todavía húmedo por el rocío de la noche, mojando mis zapatos. Y lo odiaba, silenciosamente, lo odiaba.
—Esta es nueva —anunciaba señalándome una flor.
—Ah… qué lindo. Bueno, me voy.
—Paraaa…—y me abrazaba para que no me escape—. ¿Cuándo vas a plantar una vos?
Trataba de compartir su hobbie conmigo, de contagiarme su entusiasmo. Y yo me esforzaba en reprimir mis ganas de estamparlo contra el árbol. Intentaba escabullirme amablemente. Cuando se empecinaba en retenerme, terminábamos peleando.
—Bueno, dale, ya está. Entremos a la casa — me impuse y amagué a apagar el auto.
—Un ratito más. No te cuesta nada... Contame cómo andás.
Seguimos conversando unos minutos más con el motor en marcha hasta que finalmente entramos a la casa.
— Pasé los libros a la cocina —avisó y desapareció por algún lugar—. Buscá sin desordenar—gritó, ahora desde el jardín.
Un impulso visceral me pidió reconocer el territorio. Aproveché para husmear en todos los espacios. Hasta me metí en su habitación, que en algún momento fue nuestra. Faltaban mis cosas y había mucho desorden. Lo demás, todo igual.
Mientras buscaba entre los libros lo escuchaba murmurar al teléfono.
—Era del laburo, me piden que les mande algo —se quejó.
—No te preocupes, ya me voy.
—No, no te digo por eso. Te podés quedar, si querés… Es más, mirá lo que te digo…tengo para convidarte un vino riquísimo, jamón crudo y pan casero, ¿querés?
Llevó un vino y dos copas a la mesa baja del living. Sobre una tabla de madera cortó rodajas de pan y encima acomodó fetas de jamón.
Me senté en uno de los sillones con un álbum de fotos que había encontrado. Era de un viaje que habíamos hecho juntos. Comenté que ahora me veía mucho más vieja. Él me dijo que estaba igual. Recordamos unos lugares. Después abrió su computadora y se puso a trabajar. Agarré el diario.
Representábamos un cuadro del pasado… Era un deja vu… lindo, reconfortante… peligroso.
Anuncié que me iba. Me acompañó hasta la puerta.
—Bueno… Que se repita… —dijo antes de que me metiese al auto.
Le tiré un beso. Un sabor agridulce que me tiñó por dentro. Sabía, sabíamos, que excepto que el azar nos encuentre, no volveríamos a vernos.
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Por: la abuela Nini
Desde que recuerdo el amor figura entre sus asuntos favoritos. De chiquita sólo quería ser grande para poder tener novio. Y de grande no hizo más que saltar de uno a otro. Yo, por si acaso, le iba preparando el ajuar.
Pero a mí dejame… es puro poema. Después dice que los príncipes se le convierten en sapos y no se cuanto… para mí que le gusta nomás...
Ya tiene 34, Tic Tac, y sigue sola, Tic Tac. Es sorda. Yo le digo que el príncipe azul no existe, que elija entre lo que queda y se deje de hinchar, pero no hay caso...
Lo peor es para los papás, que si tienen la suerte de tener un nieto van a estar tan viejos que no lo van a poder ni alzar. Yo ya doné el ajuar.
Ay, esta juventud…no se comprometen con nada, quieren todo fácil nomás.Eso sí, hay que reconocerlo, tanto estudio no fue en vano: escribe los obituarios del diario así que siempre me tiene al tanto.
Ella resopla, dice que quiere ser escritora y anda buscando una historia para contar. Yo le digo que mejor se ponga cocinar un guiso y tal vez así encuentre un marido.
Y bueno, esa es la verdad, no sé qué más quieren que les diga… es buena chica. En el fondo es buena chica.
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