La Plata agobiada por una tragedia silenciosa

Sólo en nuestra región, las tragedias de tránsito provocan un Cromañón cada 19 meses. El Estado no reacciona ni asiste a las víctimas

Por LUCIANO ROMAN

Una inmensa tragedia, que ya provocó 77 muertos, se produjo en el Gran La Plata en los últimos 200 días. Casi nadie se ha dado cuenta.

Es una epidemia tan dramática como silenciosa. Es una tragedia frente a la cual el Estado hace muy poco y la ciudadanía no ha gritado, todavía, “Ni uno menos”. Es la tragedia del tránsito. Con persistencia, EL DIA viene alertando sobre ella desde hace años y ha abordado, en decenas de artículos de fondo, las múltiples aristas del fenómeno. Sin embargo, la Región suma cada 72 horas una nueva muerte. Una catástrofe por goteo.

La Plata tiene un récord negro. En relación a su población adulta y al tamaño de su parque automotor, es la Ciudad con mayor cantidad de muertes por accidentes viales en el país. Las cifras son abrumadoras. Pero quizá no describan, en toda su magnitud, el tamaño del drama humanitario que provoca este fenómeno. Se pierden, por año y sólo en nuestra región, el doble de vidas de las que se llevó LAPA, considerada la mayor catástrofe aérea en el país, y el triple de las que arrebató Once, el peor accidente ferroviario de los últimos cincuenta años. Es un Cromañón cada 19 meses. Detrás de esos indicadores, hay centenares de familias que quedan a la intemperie: destrozadas por el dolor, pero muchas veces -además- sin su único sostén y, por lo tanto, en la miseria. Son madres y padres que pierden a sus hijos; chicos que quedan huérfanos; mujeres que quedan solas. Y no sólo desamparadas: muchas veces, “entrampadas” en la telaraña de un sistema que lucra con la tragedia. El fenómeno de los “caranchos” ha sido retratado hasta en el cine; el sistema judicial condena a gente humilde y vulnerable a dar vueltas a través de un laberinto de demoras, burocracia y dificultades que muchas veces juegan a favor de la impunidad. El Estado no ofrece una alternativa; prácticamente empuja a las víctimas a manos de los “caranchos”. No hay Defensorías para los afectados por la catástrofe vial.

Lo sufre Tania Celiz, que -como tantas otras madres- lleva meses dando vueltas por los tribunales en una dolorosa pero infatigable búsqueda de justicia por la muerte de su hijo, atropellado por un motociclista en 66 y 145. Lo sufre también Nancy Benitez, referente de una lucha casi solitaria contra este flagelo. Nancy, que perdió a su hijo Julio hace ya tres años, ha hecho de su tragedia una fortaleza para ayudar a otras madres y generar conciencia en las calles. Se ha metido a fondo en esa problemática, con una energía y una vocación conmovedoras. Por eso sabe de qué habla cuando dice que hay demasiada desidia; un enorme desinterés y una gran indiferencia frente a esta tragedia silenciosa. “Las madres quedamos aturdidas; se nos viene el mundo abajo. Y en esa circunstancia es muy difícil pensar con la cabeza fría. Enseguida viene un abogado que te manda la Policía y te pide que le firmes un poder… Y vos firmás, porque no sabés qué hacer. Nosotras ahora estamos para ayudar a esas madres; para acompañarlas; para levantarlas…”, cuenta Nancy.

En el Departamento Judicial de La Plata se inician, como consecuencia de accidentes viales con muertos o heridos, entre 300 y 400 causas por mes. Fueron 396 en mayo, 366 en junio y 333 en julio de este año. El número ha crecido tanto que en 15 años se pasó de una a tres fiscalías platenses dedicadas exclusivamente a delitos culposos (el 99,9% son accidentes de tránsito). Son causas que llevarán años de tramitación. Y en las que muchas veces, los hijos huérfanos o las madres desoladas litigan contra grandes compañías de seguros entrenadas en recorrer el laberinto de un sistema que puede llegar a ser tortuoso para la parte más débil.

Detrás del costo irreparable en vidas humanas -la mayoría de jóvenes de menos de 40 años-, la tragedia silenciosa del tránsito genera enormes costos sociales y económicos. Se estima que por accidentes viales, se producen pérdidas por 10 mil millones de dólares por año en la Argentina. En recursos públicos, es inconmensurable el impacto en los sistemas de salud y de Justicia. Como en todos los ámbitos, el país, la Provincia y la Ciudad sufren una suerte de “apagón estadístico” que impide dimensionar con exactitud determinados fenómenos. Pero en el sistema de Salud bonaerense, por ejemplo, estiman que al menos el 10 por ciento de las camas de hospitales públicos están ocupadas por heridos en accidentes viales. Suelen ser, además, internaciones de muy larga duración. Hablar de la tragedia del tránsito y de familias destrozadas por ese fenómeno, no es sólo hablar de muertes. Es hablar, también, de miles de personas -en su mayoría jóvenes- que sobreviven con secuelas irremediables o que logran recuperarse -en el mejor de los casos- después de procesos muy penosos y prolongados.

El día que murió, Julio Sosa iba de acompañante en la moto de un amigo. El conductor sobrevivió, pero estuvo seis meses internado con un catéter en la cabeza, cinco clavos en una pierna y un pulmón perforado. En una ocasión intentó suicidarse, cuenta la mamá de Julio.

Hay madres y padres que para acompañar la recuperación de sus hijos tienen que dejar de trabajar. Son miles de familias que quedan desmoronadas psicológica, económica y físicamente después de un accidente, aun cuando la víctima sobreviva.

Si La Plata exhibe índices estremecedores, no es porque sea -precisamente- una “isla” en esta problemática. En el país mueren 21 personas por día en accidentes viales, según cifras de Luchemos por la Vida, una organización civil que lleva más de 25 años a la vanguardia de la batalla contra esta dramática patología urbana.

No hay asistencia del Estado para familias que quedan completamente desamparadas después de perder en un accidente a su único o principal sostén

En el interior de la provincia de Buenos Aires, pueblos enteros están marcados a fuego por las tragedias del tránsito. A lo largo de la traza de la ruta 3 -una vía de doble mano, con enormes deficiencias, mala señalización y alta densidad de camiones- todas las localidades viven en una suerte de duelo constante por este flagelo. Si se dibujaran, sobre el pavimento de esa ruta, las siluetas de las personas fallecidas en los últimos cuarenta años, ya no quedaría un solo hueco “en blanco” a lo largo de los 3 mil kilómetros que recorre esa traza hasta el sur del país. Sin embargo, en cuatro décadas no se ha encarado una sola obra de envergadura en esa carretera; no hay ningún tramo ensanchado; está poceada y despintada en muchos sectores y tiene, además, una pésima señalización. Rodeada por el boom de la soja y por los campos más ricos de la Pampa Húmeda, el tránsito de camiones y vehículos de gran porte se ha expandido notablemente en los últimos cuarenta años. Pero la ruta sigue igual. Y las muertes se suman sin parar. Sólo en el tramo entre Azul y Monte (apenas 180 kilómetros) se cuentan más de 15 víctimas fatales por año. En la ruta 11 se registra, en el verano, más de un accidente por día. “Autovía o muerte”, gritaba hace pocos meses la ex intendenta de General Lavalle y actual diputada nacional, Marcela Passo. En los pueblos de la ruta 5 llevan años peleando contra la inseguridad vial, lo mismo que en la 6. La 88 (125 kilómetros que van de Mar del Plata a Necochea) es otra trampa mortal. Dos intendentes de Necochea (en ejercicio de sus mandatos) se mataron en accidentes en esa ruta. Pero en diez años, son más de cien las víctimas fatales en ese pequeño tramo vial. El listado de rutas peligrosas es mucho más largo. Todo el entramado vial de la Provincia se ha convertido en un “mapa de la muerte”.

Sospechan que en los últimos años, la Agencia de Seguridad vial “truchó” las estadísticas de accidentes, como hizo el INDEC con los datos de inflación

Una de las cosas que ha hecho el Estado frente a la magnitud de esta epidemia, es “inflar” su propia burocracia, con resultados absolutamente magros en el mejor de los casos. En 2008, por ejemplo, se creó la Agencia Nacional de Seguridad Vial, una especie de ministerio dedicado a torcer las curvas de la muerte. Tiene más de 700 empleados (estuvo conducida primero por un licenciado en Administración y ahora por un teniente coronel retirado). Cuenta con una suerte de “privilegio financiero”: recibe, por ley, el 1% de cada póliza de seguro automotor que se emite en el país. La cifra es variable; la han estimado -el año pasado- en 529 millones de pesos, pero según cálculos de las aseguradoras, estaría ahora en el orden de los mil millones de pesos al año. La Agencia compró, entre 2009 y 2010, una enorme cantidad de autos, camionetas y hasta helicópteros. Pero oficialmente -y ante una consulta de este diario- las actuales autoridades del organismo dicen que no se sabe cuántos vehículos tienen y que recién ahora están terminando un inventario “porque no había un registro adecuado de los bienes”. Tampoco tienen estadísticas de accidentología. Afirman los nuevos funcionarios que en la Agencia se hizo, con las cifras de muertos en las rutas, lo mismo que en el INDEC con los datos de inflación. Sospechan que hubo una falsificación deliberada para exhibir una supuesta reducción de accidentes que no era tal. Con esas cifras truchas habrían accedido a financiamiento y reconocimientos internacionales. Ahora dicen haber definido un plan estratégico para los próximos cuatro años.

Otra ocurrencia estatal ha sido la VTV obligatoria; un negocio “cautivo” para empresas concesionarias que no se ha traducido, sin embargo, en una mayor seguridad vial.

Mientras tanto, nada se hace para asistir a familias que quedan quebradas por el dolor y en completo estado de necesidad. No existe un programa nacional ni provincial de asistencia a las víctimas de la inseguridad vial, que en muchos casos ya vivían por debajo de la línea de pobreza y su situación se ve notoriamente agravada. En el país de los subsidios, no hay ayuda para Carmen Romero, madre de 16 hijos que este año perdió a los dos mayores, atropellados cuando iban en bicicleta en 140 y 70. Tenían 23 y 26 años, eran albañiles y se habían cargado sobre sus hombros la responsabilidad de sostener el hogar.

Griselda Godoy quedó sola, con ocho hijos, en su humilde vivienda de Ensenada. Su marido, David Escudero, era operario de la construcción y también murió atropellado cuando iba a buscar su ropa de trabajo. Lo mismo le ocurrió a Ana Errecar, con cinco hijos y apremiada también por angustiantes necesidades. Son todas madres desamparadas después de haber sufrido las consecuencias y el impacto de una tragedia vial. Todas ellas recibieron, un día, un llamado que les cambió la vida para siempre. Sólo han encontrado respaldo en la tenacidad solidaria de otra madre (Nancy Benitez) que, como ellas, ha conocido el dolor de la pérdida repentina. “Muchas no tienen ni siquiera para cargar la SUBE…” cuenta Nancy, que conoce esas urgencias porque trabaja como empleada doméstica pero ahora mismo está desocupada.

Es casi nada lo que se hace desde el Estado para instalar la cultura de la prevención. Los controles son espasmódicos e ineficaces. La obligatoriedad del uso de casco en los motociclistas y cinturón en los automovilistas, no se controla ni se hace cumplir. El 80 por ciento de las multas de tránsito que se labran en La Plata son por mal estacionamiento. Los inspectores de Tránsito reconocen que no tienen ninguna instrucción para verificar uso de cinturones o cascos. En rigor, ni siquiera los propios inspectores -como tampoco la mayoría de los policías- usan siempre cinturón de seguridad a bordo de autos oficiales. Conducir con el celular en la mano; sin cinturón; sin casco; con los chicos desatados y en los asientos delanteros, son todas costumbres tan arraigadas como temerarias. Pero “total, nadie controla…” Ni siquiera las “picadas”, que se mudan con impunidad de barrio en barrio, ni los índices de alcoholemia, que se verifican un fin de semana cada tanto, en el mejor de los casos.

Las avenidas, rutas y autopistas están -como se dijo- mal señalizadas. En la autovía La Plata-Buenos Aires no hay, por ejemplo, un solo cartel que indique que se debe ceder el paso por el carril izquierdo. La suma de “pequeñeces” como estas, trazan un mapa de peligro constante y expresan que no hay, en definitiva, un Estado preocupado por frenar la tragedia inmensa del tránsito. Al pésimo estado de las rutas y los accesos suburbanos, hay que sumarle otro déficit alarmante: las ciudades prácticamente no construyen bicisendas. La Plata es un ejemplo claro. Son infinitamente más baratas que las rutas, pero no hay casi corredores exclusivos para bicicletas, aunque el 6% de los muertos en accidentes son ciclistas.

Entre 2010 y 2013 -el último periodo citado en un relevamiento estadístico- se incorporaron a la red vial argentina un promedio anual de 850 mil autos, que puestos en fila representan una distancia equivalente a la que hay entre Salta y Río Gallegos. Pero en ese mismo periodo, sólo se construyeron por año 29 kilómetros de autopista, según un informe de dos periodistas especializados en temas económicos, Carlos Manzoni y Luján Scarpinelli. La infraestructura vial de la Argentina está colapsada y es obsoleta. El nuestro se ubica en el puesto 103 entre 140 países incluidos en el ranking de calidad de rutas elaborado por el Foro Económico Mundial en el marco de un estudio sobre competitividad. Lo cita ese mismo informe de Manzoni y Scarpinelli. En un país agroexportador, que transporta por camión el 85 por ciento de su producción, el estado crítico de la red vial es, además de un peligro de enormes proporciones, una fuerte desventaja en términos económicos.

Muchos pueblos del interior bonaerense viven en una suerte de duelo constante por las tragedias en las rutas. El reclamo ha crecido pero no tieien respuestas

Entre los especialistas, las víctimas y los ciudadanos de a pie, no hay ninguna duda: Es mucho más lo que podría hacer el Estado -en todos sus niveles y jurisdicciones- frente a este flagelo. Campañas eficaces, programas educativos, controles rigurosos y constantes, personal capacitado y recursos bien orientados podrían, en materia de inseguridad vial, marcar una enorme diferencia en tiempos relativamente cortos. Muchas experiencias internacionales lo demuestran. España, por ejemplo, bajó la cantidad de muertos en accidentes viales un 81% entre 1990 y 2014. En el mismo periodo, la cifra de víctimas fatales por esta causa bajó un 63% en Suecia y un 59% en Holanda. En Argentina no bajó, en esos 24 años, ni un uno por ciento. Son todas estadísticas de Luchemos por la Vida, porque el Estado ni siquiera sabe dónde estamos parados en esta materia.

No hay misterios ni fórmulas mágicas. Se trata de educar, controlar y sancionar. Y, por supuesto, de ofrecer infraestructura segura y marcos normativos adecuados. Hay que cambiar el afán recaudatorio por la cultura del control y la sanción; no con el objetivo de “hacer caja” sino de garantizar seguridad vial.

Julio Sosa tenía 20 años y tocaba la armónica todas las mañanas. Emilio Camino tenía 21 y se había enamorado de Micaela. Felipe Fuentes tenía 19, amaba a los caballos, y era la gran promesa del deporte hípico en La Plata. Federico Canova tenía 28, se había recibido de abogado y era padre de Isabella. La lista completa de todas las vidas y todos los sueños que en pocos años ha arrebatado el tránsito en la Región, ocuparía varias ediciones íntegras de EL DIA. Alguna vez habrá que dejar de agregar nombres y gritar ¡Basta! Basta de muertes que se podrían evitar.

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