La partida antes de partir, otro enigma de Favaloro

Por JOSE MARIA TAU

Mi padre contaba 91 años y ni el frío le impedía acudir a su cita en la Parroquia San José para reunirse (por entonces, los jueves) con los demás “vicentinos”, así llamados como miembros de la Sociedad creada bajo la advocación de San Vicente de Paul para el cuidado de pobres y enfermos.

Al salir con él de una de esas reuniones, vemos transponer la puerta de uno de los despachos, junto al Párroco Carlos Mancuso, al inconfundible René Favaloro.

Al detectar a Ramón –tal era el nombre de mi padre-, Favaloro se le acerca con una sonrisa de gran calidez, que jamás olvidaré. Frente a frente, mirándolo cariñosamente a los ojos, casi como un susurro repitió un par de veces “maestro”.

Mi padre lo miró con una sonrisa inmensa, palmeándole el pecho con su mano abierta (me sorprendió el gesto y esa sonrisa en un hombre por lo general poco demostrativo) mientras le decía: “no te olvides de los pobres, René…”

Claro que, enmarcando aquella sonrisa, el rostro de Favaloro exhibía el halo de tristeza y esa sombra alrededor de sus ojos que parecían no abandonarlo nunca.

René Gerónimo Favaloro había sido alumno de Ramón en la cátedra de Semiología y se habían tratado asiduamente durante su residencia en el Policlínico (hospital al que mi padre dedicó sus mejores años, como médico y Jefe de Sala). Eran también en cierto modo vecinos (el Mondongo, donde René nació, distaba pocas cuadras, por eso fue bautizado en la iglesia de 6 y 64) y… compartían una inocultable pasión por el Lobo.

Aunque ambos compartían otra pasión mayor: el amor y dedicación a los que menos tienen.

Fue una escena de espontánea ternura, emocionante aún para quienes ignoraban todo eso. Al retirarse el gran cardiocirujano, el cura nos informó el motivo de su presencia: buscaba y llevó la constancia de su bautismo, para poder unirse sacramentalmente con Diana, su prometida.

Era el jueves 27 de julio de 2000. Fácil imaginar la sorpresa –aunque no sólo nuestra, sino de toda la sociedad argentina- al enterarnos, el domingo 30, que se había quitado la vida.

En realidad, sólo se sabía que Diana ingresó el sábado en su departamento de Buenos Aires, encontrándolo sin vida y con un disparo en el corazón.

Para quienes sabíamos del motivo de su visita a San José, sólo 48 horas antes, no era fácil aceptar la hipótesis del suicidio. Quizá por eso -muchos lo recordarán- el padre Mancuso fue esos días portada de la edición de EL DIA, exhibiendo la partida de bautismo.

Todos estábamos confundidos, además de angustiados, por esa muerte inexplicable, más absurda y dolorosa que otras muertes.

Conocería luego algo de lo aportado por los saberes “psi”, acerca de quienes toman tal determinación. Que a menudo combaten en su interior hasta el último segundo. Que, aun habiéndolo decidido, continúan escuchando las invitaciones a la danza de la vida … prolongando así su agonía.

Apenas dos días antes de su muerte, Favaloro estuvo en La Plata para buscar su partida de bautismo. La necesitaba para unirse en matrimonio con Diana, su secretaria

Quizá por eso René buscó su “partida” del bautismo: intentaba alejar la partida.

Dos meses después, tuve el gusto de acompañar a la Academia Nacional de Medicina a otro médico motivo de orgullo para nuestra ciudad: José María Mainetti (compañero de estudios de mi padre, de su misma edad y, en su juventud, también vicentino). Mainetti amaba a Favaloro y lamentó hondamente su muerte. Ese amor era recíproco: René lo respetaba y manifiestamente consideró su maestro en cirugía.

Viajamos con otra inmensa figura platense, su hijo José Alberto, médico y filósofo pionero de la Bioética en Latinoamérica.

Al salir de aquella reunión, pidió Mainettí a quien conducía –su fiel amigo Antonio Santos-, dirigirse a la sede de la Fundación Favaloro para saludar a Diana. Era el primer día que ella concurría, luego de la irreparable pérdida.

Varias personas me sugirieron estos años que no reservara estas vivencias para mí, al tratarse de hombres que pasaron haciendo el bien y cuyo recuerdo pertenece a todos, particularmente a sus pacientes.

En octubre de 2011, las Jornadas anuales de la Asociación Argentina de Bioética se realizaron –por vez primera- en Santa Rosa, La Pampa y dedicaron a Favaloro, que inició su carrera ejerciendo doce años como médico rural en Jacinto Arauz, pueblo situado a 200 kilómetros de allí.

El Presidente de la Asociación rindió homenaje a su memoria. Aunque no me pareció oportuno narrar aquél episodio en ese auditorio.

Me decidí el pasado 12 de julio (por ser la fecha de nacimiento de René, ese día por ley 25.598 se declaró “Día Nacional de la Medicina Social”), cuando la Comisión Permanente de Homenaje, en la sede de Gimnasia, decidió reconocer a mi hermano Fernando Ramón -amigo suyo y también cardiólogo- otorgándole la medalla “René G. Favaloro”. Eran demasiadas coincidencias.

Nadie sabe, en definitiva, qué pasa por la mente de quien decide quitarse la vida y renunciar a ese don primordial, tras el que recibimos todos los demás.

Menos, en la de quien, tras arrancar tantos pacientes de las garras de la muerte con su memorable baypass y medicina de excelencia, opta por dispararse en su propio corazón.

Inútil buscar corresponsables de la trágica decisión. O no, si acaso sirviera para que la dirigencia de esta Nación, a la que Favaloro tanto amó (y por la que en 1971 se jugó, al regresar en la cima de su carrera) en el futuro cuide mejor de sus grandes hijos.

Más que enigma para la voluntad de saber, la muerte sigue siendo un misterio. Impenetrable incluso para quienes creemos que algún día le será arrebatada su victoria…

Pero aún quien no tenga fe, o eluda pronunciar una plegaria, admitirá hoy que René merece nuestro agradecido recuerdo.

 

(*) Abogado, vicepresidente de la Asociación Argentina de Bioética Jurídica

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