La pobreza del egoismo

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Por PRESBÍTERO RUBÉN MARCHIONI

El filósofo Blas Pascal solía decir que la virtud de un hombre no debía medirse por su esfuerzo sino por sus obras cotidianas. Esto podría aplicarse perfectamente al beato Pablo VI. Este gran Papa del siglo XX tuvo la hermosa tarea de clausurar formalmente el Concilio Vaticano II, comienzo de un tiempo de gracia para la Iglesia, que había reflexionado sobre sí misma y sobre los grandes problemas del mundo de ese entonces.

Este año se cumplen 50 años de la promulgación de una de las encíclicas más emblemáticas de los últimos tiempos: la Populorum progressio. En ella, el Papa Pablo VI condenó el liberalismo sin freno que conduce a una lógica gobernada por el dinero. El sistema capitalista, sostiene Pablo VI, con una dinámica basada únicamente sobre el beneficio individual produce fracturas insanables en la sociedad. Por esta razón, la encíclica papal aboga por una economía que esté al servicio del hombre, en donde el límite ético debe estar marcado por el bien común y por las necesidades de aquellos que no tienen una existencia digna de la persona humana.

“El mundo está enfermo”, declara la encíclica. Y las manifestaciones externas de esta enfermedad están al alcance de todos: hambre, miseria, la imposibilidad por parte de pueblos enteros de elevarse a un nivel humano. Pero no solo hay una pobreza material; aún más grave, si bien menos llamativa, es la pobreza del egoísmo, el “subdesarrollo de la avaricia, que es la forma más llamativa del subdesarrollo moral”.

El motivo por el cual el vicario de Cristo siente el deber de alzar la voz en la comunidad de pueblos para denunciar esta trágica situación está en esto: él tiene una cura que proponer y que repite con insistencia: el camino de la paz pasa por el desarrollo, desarrollo integral y solidario de toda la humanidad. La humanidad debe curarse, debe volver a hallarse a sí misma, ser todavía más, ser plenamente.

Estas pocas líneas sirvan para homenajear la vida y el pontificado del Papa Pablo VI, que a pesar de ser incomprendido por el mundo, amo profundamente a su madre, la Iglesia, y realizó hasta su muerte la gran misión de confirmar a sus hermanos en la fe.

 

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