Padres hinchas de los hijos: cuando la pasión entiende de razones
Edición Impresa | 13 de Mayo de 2017 | 02:00

Por Juan Manuel Mannarino
A Gerardo (37) le dicen “Kechu” y cuando cruza la 122 y 58, en el club “12 de Septiembre”, lo saludan como si entrara a su casa. Allí, hace unos años, se inició como entrenador de fútbol infantil y con el paso del tiempo fue tal el sentido de pertenencia que empezó a tomar cargos directivos hasta llegar actualmente a la presidencia.
Pero en el origen de la historia “Kechu” debía llevarse consigo a su hija Miranda cuando iba para el predio. Su mujer salía a estudiar y no había dinero para pagar una niñera. Al comienzo, la niña de cuatro años observaba con curiosidad los entrenamientos pero sin participar. Hasta que, un cierto día, se puso los botines y los pantalones cortos. Y pidió correr a la par de los jugadores. “Pa, si sigo yendo tengo que entrenar como entrenan los nenes”, le dijo.
“Los dejó sorprendidos a todos, porque le pegaba fenómeno a la pelota –explica su padre-. Se enganchó mal con el fútbol, en casa miraba los partidos por televisión y le prestaba atención a su hermano, que también jugaba en el club. Luego dejé la dirección técnica y le pedí al entrenador que me reemplazó si la podía integrar en la categoría 2011. Y la probó con tanto éxito que se convirtió en la goleadora de los cuatros torneos donde participó”.
“Kechu” confiesa haberse convertido en “hincha” de su hija, algo que dice, lo llena de orgullo y admiración. Miranda es el único caso del fútbol infantil platense de una niña queriendo ser parte de un equipo mixto. “Estamos tramitando para que pueda competir de forma oficial en la liga de LISFI, pero mientras tanto es increíble cómo la reciben en las canchas. El cariño de los árbitros, de los dirigentes, de los entrenadores, de los compañeros, de los rivales”, -se enorgullese el padre y confiesa: “si hasta la vinieron a buscar de Gimnasia y de Estudiantes, que tienen fútbol femenino, pero no quiso. Ella quiere jugar con sus compañeros y defender el club”.
En una de las últimas charlas, Miranda lo miró a los ojos y le prometió que si en el futuro se llegara a probar otra camiseta, “se va a poner siempre la del “12” abajo”. A “Kechu” se le pusieron los ojos vidriosos y la piel de gallina. “No me gustan los padres que pierden la cabeza y no controlan sus emociones. Los hijos no tendrían que ser muñecos o esclavos de ellos, pero es cierto que cuando escuchás algo así, te parte la cabeza”. “Soy fanático del fútbol, amo el club 12 de septiembre y que mi hija siga ese legado, y encima esté esperando toda la semana para ir a jugar, es algo único, irrepetible”.
Acompañantes, apaticos y fanaticos
Cuando las hijas y los hijos practican un deporte, los padres y las madres suelen asumir diferentes actitudes. Hay quienes nunca aparecen y delegan la compañía en otros. Hay otros que son intermitentes: a veces van, y a veces, no. Algunos los llevan y después los retiran en la puerta del club. Y luego están los que se fanatizan: esos que los siguen a todas partes e, incluso, llegan al extremo de hacerse hinchas de sus hijos.
¿Es el fanatismo un exceso, algo insano? ¿Es posible controlarse cuando uno se apasiona tanto por la competencia de sus hijos? ¿Hay una experiencia que se proyecta en ellos por una frustración lejana, por un deseo incumplido?
Las ciencias sociales lo estudian como un fenómeno milenario, que los sociólogos ubican en la historia antigua con las creencias divinas y cuyas manifestaciones, en la modernidad, son diversas: el fanatismo político se mezcla con el fanatismo deportivo, el científico con el jurídico y el religioso con el moral.
La psicología, desde Sigmund Freud, afirma que el hombre, a través del fanatismo, “busca su felicidad y su seguridad”. A la vez, Erich Fromm lo definía como un intento de escapar de la soledad en el deseo de establecer vínculos afectivos con otras personas.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando los padres son fanáticos de sus hijos deportistas? ¿Hay un patrón común, un perfil de padre fanático? ¿O hay distintos modelos según la subjetividad que entra en intercambio con lo social, que interactúa con lo privado y lo público?
En Argentina el estereotipo lo constituye el hincha de fútbol. En la cultura se popularizó la imagen de los hinchas como aquellos capaces de abandonar cualquier actividad por el sentimiento a los colores de una camiseta, al límite de una devoción insobornable. Sin embargo, también hay fanáticos de otros deportes, como el básquet, que especialistas del tema ubican como el segundo deporte nacional. Son ciertamente más invisibles, quizás menos conocidos, pero igual de apasionados.
“Nunca llegué a perder la razón por Unión Vecinal, pero uno a veces llega a pensar que está al borde la locura”, dice Miguel Alberto García (61), actual presidente del “submarino amarillo”, como se llama en la jerga basquetbolística al club de calle 9 entre 69 y 70 que, desde el 2000, se convirtió en el verdadero rey de campeonatos de la liga local. “Siempre dije que en Unión me siento como en el living de mi casa, paso más tiempo acá que en cualquier otro lugar”, enfatiza.
La familia García es una dinastía que no tiene comparación en la historia del club. El padre de Miguel García, también llamado así, fue de igual manera presidente, el socio más antiguo y en su honor el gimnasio se bautizó como “Miguel García”. Hace pocos años, Javier, Santiago, Mariano y Augusto, los cuatro hermanos, jugaron juntos en la primera división del básquet. Por aquella época, era común ver a su padre corriendo alrededor del estadio, eufórico, a los gritos como el simpatizante más fervoroso, a veces al borde del descontrol discutiendo con árbitros. “Fue una satisfacción enorme ver a mis cuatro hijos en el plantel profesional, se siente un escalofrío en el cuerpo. En este club estoy de chiquito, aprendí a caminar acá. Me sentí honrado”, rememora.
En cierto punto, las historias de “Kechu” y de Miguel se asemejan: ambos, declarados hinchas confesos de sus hijos, y que respectivamente empezaron como entrenadores y como jugadores de los clubes, terminaron ocupando el máximo lugar de autoridad institucional. Y son ejemplos de cómo trascender el sentimiento personal hacia un objetivo comunitario, dándole un carácter social.
“Hace poco recibimos un subsidio del municipio y estamos preocupados por los aumentos en las tarifas de los servicios públicos, porque tenemos una gran actividad cotidiana, con 600 pibes que copan el gimnasio”, asegura el presidente de Unión Vecinal y agrega: “Gracias al esfuerzo de los socios logramos acondicionar el estadio para la competencia del Torneo Federal; y para el patín y el taekwondo quedó para una capacidad de 500 espectadores. Y pesar que no hace mucho estuvimos al borde la quiebra”.
Para “Kechu”, que trabaja como supervisor en la autopista Buenos Aires-La Plata, todo club tiene como principal tarea no sólo interactuar con el barrio sino también con otras instituciones. “Hay nenes que carecen de un lugar para festejar su cumpleaños, y les prestamos las instalaciones. Estamos preparando clases de apoyo escolar con madres de los chicos que son docentes. Y hace poco hicimos donaciones de arcos a otros clubes”, explica, a la vez que dice que ser dirigente es poner el cuerpo: cortar el pasto, pintar las paredes y “no sólo ver lo lindo que juega mi hijo o hacer fuerza para que gane. Educarlo en la derrota es otra forma de demostrarle el fanatismo”.
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Ornella (52) dice que vio el documental “Thophy Kids” –emitido por la señal “Netflix- y se sintió horrorizada. El film aborda casos de padres que se han enfocado en presionar a sus hijos hasta convertirlos en fenómenos del deporte. En algunos casos, a través de modos humillantes y con métodos polémicos, donde los progenitores se frustran, se enojan, se entusiasman y se ponen a la par de sus hijos como si volvieran a la infancia o la adolescencia. El telón de fondo es cómo se construye un modelo de éxito, cómo los padres son fruto de una sociedad global que alienta una competencia feroz entre los individuos.
“Me quedó grabada la madre que le interesa tanto que sus dos hijos sean los mejores tenistas que deja de lado su vida. Me vi reflejada, porque a mí me pasó varias veces que por acompañar a mi hijo en las competencias de artes marciales, no pensaba en otra cosa que pudiera ganar a toda costa”, reconoce esta madre y jura que “es una mochila pesada, porque estás tan metida en el rol que hay cosas que pasan como normales y no lo son. Una vez, por ejemplo, terminé a las puteadas con los padres de un rival y casi me saca la policía”.
Ornella es bióloga, divorciada y tiene tres hijos. El mayor, Lucio, practica Taekwondo desde niño. Es el único que salió deportista. Apenas empezó a competir, pasando del club de barrio a ligas provinciales y luego nacionales, su madre lo acompañó en los viajes. Lucio ganó premios, concursos y medallas. “Al principio disfrutaba de estar a su lado, a mí siempre me gustaron las artes marciales, pero nunca creí que me podía meter tanto. Primero, comencé siendo su representante, porque veía que había intermediarios pesados. Y después me hice un poco hincha de él”, cuenta la madre y afirma:“Acá no es como los equipos de fútbol, donde se puede compartir con otros padres. Es todo más individual. Sé que mis otros hijos me apoyan pero me siento un poco en deuda con ellos. Por la carrera de Lucio he tenido que sacrificar ahorros, hasta vendí rifas para que viajara con las mejores comodidades, para que tuviera la mejor alimentación y el entrenamiento más exigente”.
Para la psicóloga María Esther Barriosno existe fanatismo sin un ritual, sin una idea de sacrificio. “Se tiene que sentir una poderosa atracción con aquello que se deposita como fanatismo, es como si quedara pegado de forma continua a un imán”, explica. Y en el caso de los hijos existe un borde peligroso, que es el de contagiar cargas subjetivas y proyectarlas en los niños. “Cuando el hijo es capaz de corporizar un deseo postergado, las expectativas van en aumento –continúa la profesional-. El padre se mimetiza con la carrera y deja en claro que hará todo para que su hijo llegue al máximo nivel. Es algo que lleva una carga de sufrimiento y daño irremediable, porque son pocos los que pueden alcanzar esa meta”.
A diferencia de los deportes colectivos como el básquet o el fútbol, en el Taekwondo las pautas culturales de acceso a la profesionalidad son diferentes. Según Ornella, la práctica de las artes marciales conlleva un sentido “más amateur” que alivia el peso de la frustración. “No pretendo que mi hijo llegue a competir por una medalla olímpica, aunque admito que eso sería la gloria –dice, riéndose de sí misma-. Noto un mayor respeto que en otros deportes más violentos como el fútbol, donde hay menos tolerancia a perder. No quiero que Lucio sea un engreído, que no le importen los demás. Y en el ambiente se respiran otros códigos, menos pesados que los deportes tradicionales. Un ejemplo fueron las charlas que tuve con el entrenador de mi hijo cuando perdí la compostura. Aprendí a moderar mi temperamento desde otros enfoques, ligados a la filosofía oriental, a técnicas de meditación, a replantearme mi educación occidental”.
El Principe del ring
En el boxeo ocurre algo similar con la sensación del amateurismo. Cuando Eduardo (59) empezó a acompañar a su hijo Luciano en peleas oficiales, recordó el momento inaugural de cómo se había heredado la pasión. “Todo arrancó cuando me acompañaba a ver las peleas de boxeo de barrio, siempre fui un fanático. Y a los 14 años me dijo que quería boxear. Mi mujer se opuso, porque decía que es un deporte violento”, rememora.
Luciano aprendió rápidamente y su entrenador le notó condiciones para una primera pelea. Fue en el Club Abastense. “Lo nockeó a su rival y desde ahí no se frenó. Con un boxeador amigo mío le empezamos a armar los eventos. Armamos carteles, buscamos publicidad y hasta contratábamos a los árbitros”, cuenta.
“El Príncipe Cuello”, como lo apodaron en el ambiente, se hizo un nombre: ganó 46 peleas amateurs, luego 40 profesionales y en toda su carrera perdió sólo cuatro. Sin embargo, la proyección del que también fuera campeón sudamericano se diluyó en el aire. “Estaba en su plenitud y se comió una mano en una pelea en Estados Unidos y no quiso seguir más. Lo entiendo, tendrá sus razones, nunca lo obligué, pero me desconcertó un poco. Tenía unas condiciones bárbaras”, se lamenta su padre.
Entre nostálgico y realista, Eduardo piensa en un posible regreso de su hijo en el cuadrilátero. “Fue mi ídolo, estuvo a la altura de un Maravilla Martínez. No le reprocho su renuncia, quizás quiso estar más tranquilo con su familia, sin recibir golpes. Pero mi esperanza es que retorne a los entrenamientos. Me ponía contento hacer las gestiones ante la Federación de Box, perdí plata, era como una empresa aparte, no lo hacía por eso. Es común que los boxeadores digan que no peleen más y, pasado el tiempo, vuelvan”.
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El psicoanalista Carlos Pérez dice que fanático es quien, enarbolando como cualidad su propia limitación, apunta a una cierta forma de militancia social. “El fanatismo trasciende lo personal y ama lo masivo. El fanático se embandera con su “causa” e incita con sus argumentos. Incluso hasta se puede llegar al extremo de matar y morir por una bandera”, asegura el profesional.
Fanaticos deportivos
En las canchas, en los hogares y en los entrenamientos, donde lo privado se mezcla con lo público, La Plata es una ciudad que brota de fanáticos deportivos. Así lo siente también Atilio (43), para quien ver jugar a su hijo en el césped verde es una revelación permanente. Él lo vive como una “causa”, aunque prefiere evitar los extremos. “Me gusta ser cauteloso, a veces veo a otros familiares que gritan desde el alambrado y me acerco a decirles que eso no está bien. Disfruto cuando mi hijo Agustín juega en CRISFA. Lo incito a que se levante temprano y desayune como corresponda pero no me paso de ahí. Es una alegría, me encanta cómo entiende el fútbol”.
Afilio dice que se le cae “la baba” cuando lo observa gambetear. Y que es una religión: nunca falta. “Incluso luego nos quedamos a ver a otras categorías. Es una forma de estar juntos y divertirnos. El amor por el deporte es clave, porque el fanatismo es algo medio ciego”.
Es ese mismo amor que –según él- es una variante de la pasión que permite un vínculo “más equilibrado” con los otros, al tiempo que confiesa:“Antes se me salía la cadena. Ahora cultivo un fanatismo medido, me junto a comer asados con otros padres y hasta con los técnicos –se entusiasma el padre y cierra: Mi hijo tiene talento, pero no me interesa que llegue así nomás al fútbol profesional, hay mucha mugre y es demasiado sacrificado. Prefiero que estudie y siga divirtiéndose con la pelota jugando con los amigos”.
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