Berisso le dijo adiós con honores a Siete Sacos, un personaje legendario

Una caravana acompañó los restos del mítico vagabundo. Una vida de misterio y afecto popular

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Para los registros oficiales se llamó Juan Carlos Ramírez, pero para todos fue “Siete Sacos”, un misterioso y entrañable personaje de Berisso que con su infranqueable silencio inspiró todo tipo de leyendas urbanas. “Cenó dos platos de guiso, se levantó, se sentó en su lugar de siempre, encendió un cigarrillo y al instante, a eso de las nueve y veinte, cayó desvanecido”, contó Marcela Panczyszyn, una de las empleadas del Hogar de Ancianos “Bartolomé Daneri”, donde el anciano residió en los últimos años.

No se sabe a ciencia cierta dónde nació Siete Sacos, pero en Berisso se comenta que apareció en la década de los 70. Su porte era refinado y su forma de sentarse y fumar fueron tejiendo el mito de que ese callado personaje había sido un prestigioso médico que enloqueció al perder a su familia.

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El “croto” que al principio llamó la atención, en poco tiempo adquirió el mote de “Siete Sacos” y ya casi nadie se incomodó por su misteriosa locura.

Silencioso como vivió, se fue, como queriendo consumir hasta el filtro de su último cigarrillo, pero su vida se apagó antes.

Desde ese momento todas fueron corridas en el hogar de Los Talas; en pocos minutos llegó la ambulancia, pero ya no se pudo hacer nada.

El personal aseguró que se veía perfecto, como siempre. Durante el día había recorrido el jardín de un lugar a otro, con su ritmo cansino y el aspecto de abuelo tranquilo, sin la menor señal de que estuviera enfermo.

Siete Sacos no hablaba casi nada, pero repetía la palabra “gracias”, fundamentalmente cuando le acercaban un cigarrillo; inmediatamente después respondía con una caricia, de esas que son propias de un padre.

Solo en ocasiones rompía el silencio para balbucear los nombres de Marcela, María o Beatriz, las empleadas del Hogar; ellas siempre estaban cerca de ese ser solitario que años atrás podía llegar a aparecer en las canchas del Saladero - actual Parque Cívico - o en las puertas del zaguán de una vieja casona, en la que sin querer llegó a espantar a algún desprevenido.

Nunca se enojaba, ni con las cargadas de los chicos, ni con quienes le negaban ese cigarrillo que necesitaba desde las entrañas.

Ya no salía a la calle. En el hogar cuidaban de que no traspasara el umbral por temor a que algo le sucediera. Y en esa, su casa, aprendieron a conocerlo, a no sorprenderse por la cantidad de veces que aparecía en la cocina como husmeando la comida o a interpretar que un ligero apretón de brazos significaba: “quiero un cigarrillo”.

“Se extraña, estamos destrozados, para nosotros era como un ángel, nunca se peleó con nadie”, se escuchó decir.

Aunque para muchos Siete Sacos fue un enigma, con el paso del tiempo aprendieron a aceptarlo como un hombre que vivió por fuera de las convenciones y al que en ocasiones le gustaba dibujar aviones o el nombre de las mujeres que lo cuidaban.

“Afuera”, “España”, “Mar del Plata” o “Eduardo”, fueron otras palabras que garabateó en papeles sueltos, mientras las cuidadoras le acercaban un mate, por las noches.

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Todo quedó guardado, como el dibujo de una de las empleadas a la que retrató con su cabello largo y pechos grandes, una obra que al personal del hogar le dio gracia porque si de algo se supieron con certeza fue el respeto del “silencioso andariego” que nunca hizo nada para incomodar.

En Berisso, desde que se conoció la noticia de su muerte se multiplicaron las anécdotas que tuvieron a Siete Sacos como protagonista, como cuando se lo vio pasear en la moto de un bombero con los ojos iluminados como un chico o cuando pasó semanas perdido y lo buscó todo el pueblo.

También se recordaron las largas temporadas que “vivió” en la puerta del hospital Larraín o las que pasó en el cuartel de Bomberos.

Por eso, entre las 8 y las 12 muchos vecinos se acercaron ayer hasta la casa de sepelios para despedirse de Siete Sacos. Cuando llegó el momento de que trasladaran sus restos al Cementerio, un camión autobomba y varias motos lo escoltaron.

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Los vecinos se asomaron a la calle para despedirlo y los empleados municipales interrumpieron su actividad para saludar el cortejo. Se escucharon aplausos y, en lugar de flores, muchos se acercaron hasta su cajón para ofrendarle cigarrillos.

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