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Por HÉCTOR AGUER (*)
Las ocurrencias que me atrevo a presentar no se inspiran en una toma de posición ideológica o política, ni expresan enemistad o prejuicios contra los esforzados trabajadores que con toda clase de cargas surcan nuestras rutas. Tampoco deseo intervenir en la pulseada entre el Presidente de la República y el Secretario General o líder del gremio correspondiente. Puedo decir, en principio, que los comentarios que siguen proceden de mi experiencia de viajero; aclaro que no ando por gusto de acá para allá, sino por la necesidad que me impone el oficio.
Es un penoso ejercicio de paciencia mantenerse –a veces un buen rato- en una fila detrás de un camión, o de varios, hasta de enorme longitud, y sin poder adelantarse ya que por la mano opuesta vienen también camiones y más camiones. El estado calamitoso de muchos caminos se debe, seguramente, al peso formidable que soporta el asfalto día y noche. Es fácil advertirlo, por ejemplo, en las rutas por las que viaja desde las zonas rurales hacia Buenos Aires el fruto de las cosechas, o el ganado. En los accidentes de tránsito, que se cobran de continuo vidas humanas, el frecuente protagonista o causante es una de esas máquinas, modernísimas algunas, y otras estructuras que siguen rodando aunque merecerían una inmediata jubilación.
Lo cierto es que el trasporte de mercaderías de todo tipo se hace, en la Argentina, fundamentalmente en camión, a costos excesivos. Podrían protestar distinguidos especialistas de la profesión médica que por su trabajo en un hospital público reciben un salario menor que el de un camionero. ¿Por qué no emplear trenes o naves?
Sucede que nuestro sistema ferroviario es el propio de un país subdesarrollado, dicho esto con perdón de las naciones que se encuentran más o menos irremediablemente en esa condición. Es conocida la trama de ineficiencia y corrupción que ha llevado a la situación que padece el trasporte por tren de personas y cargas. Ese estado se podría revertir con decisiones políticas acertadas y honradez, privilegiando los intereses del país y no el medro de los avivados de turno. Algo se ha hecho en los últimos años; el mínimo aporte será siempre bienvenido, aunque una solución de fondo demanda sostenidamente inteligencia e inversiones.
¿Por qué no contamos con una buena flota fluvial, ya que nuestro territorio está surcado por ríos fácilmente navegables, a los que pueden sumarse los canales existentes y los que habría que construir con urgencia? Una “marina mercante”, como se decía hace años. En 1916 –ha pasado ya un siglo- el almirante Segundo R. Storni propuso un proyecto para asegurar, como él afirmaba, la soberanía marítima y fluvial de la Argentina. Por desgracia, nunca fue tenido en cuenta, pero resultaría perfectamente aplicable en la actualidad; tal realización depende, como es obvio, también en este caso, de una decisión política. Los camiones serían, por supuesto, necesarios para cubrir el tramo que va desde las terminales ferroviarias o portuarias hasta los sitios de destino de las cargas. He leído que se está trabajando en este tema para concretar la vigencia de una hidrovía en sintonía con los países vecinos, con el consiguiente movimiento económico a desencadenar: más y mejores puertos, buques de mejor calado, astilleros y talleres. Una laboriosa esperanza.
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¡Decisiones políticas! ¿Para qué están los políticos –preguntarían retóricamente Platón y Aristóteles- sino para tomar prudentes decisiones? Allí viene nuestro problema: los obstáculos que persisten crónicamente. Las trabas se multiplican: los enjuagues de la partidocracia, los intereses egoísticos empresariales y financieros, los desafueros de un sindicalismo en el que importan más las ambiciones de los burócratas que la suerte de los trabajadores, las presiones de grupos ideologizados, destituyentes, violentos; la falta de objetividad y las complicidades de la justicia, la “legítima” incluida. Todos estos males empañan, menoscaban el imperio de una democracia genuina. Recuerdo, a este propósito, el saludable influjo que tuvo para la implantación de las democracias occidentales después de la segunda guerra mundial el célebre Mensaje de Navidad de 1944 del Papa Pío XII, en el cual el pontífice trazaba las líneas de una auténtica democracia según el orden natural. En aquel discurso sobresalía la distinción entre pueblo y “masa”. En un pueblo digno de tal nombre –decía el texto- el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. Destaco asimismo que el Papa señalaba que el centro de gravedad de una democracia se encuentra en la representación popular, de allí que la cuestión de la elevación moral, de la idoneidad práctica, de la capacidad intelectual de los designados para el parlamento, es para cualquier pueblo de régimen democrático cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de saneamiento o de perpetuo malestar. Líderes como Adenauer, Schuman y De Gasperi empeñaron, a la luz de aquellas enseñanzas, su experiencia, buena voluntad, sabiduría política y poder de organización. Hoy en día yo no apostaría un maravedí a favor de las actuales democracias europeas, pero aquel tiempo fundacional continúa siendo ejemplar.
No basta la periódica gimnasia electoral, menos todavía con la frecuencia bianual de esa movilización que rige entre nosotros, y que obliga al partido vencedor a comenzar su gobierno preparando la elección siguiente. Todo se mezcla y se confunde, se multiplican las querellas y parece haberse canonizado la ecuación que identifica la memoria con el rencor y la justicia con la venganza. Sufre el bien común. ¿Quiénes lo buscan y procuran con sinceridad, desinterés y sacrificio? Pienso en el simple ciudadano, mujeres y varones que “la yugan” cotidianamente y conservan todavía la esperanza de legar a sus hijos algo mejor de lo que ellos vivieron. Vale la pena recordar que es este, el bien común, el objetivo primordial de la vida social y política, y en cuanto tal requiere salvaguardar el conjunto de condiciones que haga posible a las personas, familias y grupos sociales el logro de su legítimo desarrollo y bienestar. La consecución del bien común compromete a todos los miembros de la sociedad. La vigencia concreta del principio de subsidiariedad permite superar por elevación dos extremos: el individualismo, que se desinteresa de la suerte del todo y anarquiza la convivencia, y la injerencia abusiva del Estado, que sofoca la participación responsable de las personas, instituciones intermedias y grupos sociales y puede conducir al totalitarismo.
Volvamos a los camiones. Desgraciadamente, la hiperdesarrollada camionería no se corresponde con un hiperdesarrollo nacional. En realidad, no hace falta el superlativo, que podría engendrar nuevos riesgos. Bastaría el desarrollo normal, el posible, el que corresponde a la riqueza potencial de nuestro territorio y a la calidad de la mayoría de la gente que lo puebla, argentinos y extranjeros. Será necesario superar atavismos y trabajar fuerte para lograrlo. Es nuestro deber.
Ahora se anuncia que en pocos años los camioneros serán reemplazados por robots. Si esta fantasía se cumple, lamentaremos la desocupación de muchos trabajadores; quizá el gurú Durán Barba les consiga otro empleo a los cesantes. Pero ¿habrá menos camiones en las rutas?
(*)Arzobispo de La Plata;
académico de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas
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