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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Esas flores blancas que conocemos como Narcisos, encierran detrás una historia mitológica que, en nuestra época, revive con intensidad y cobra especial significado. Como bien apunta en su libro póstumo “De Narciso a las selfies” el gran dramaturgo argentino Carlos Gorostiza (1920-2016), uno de los impulsores del nuevo realismo en el teatro argentino, son muchos los mitólogos e historiadores que, a lo largo de los tiempos, se han ocupado del mito de Narciso. La consecuencia es que existen diferentes versiones sobre el mismo, todas atrapantes. Lo cierto es que todas ellas coinciden en lo esencial, y, en la situación de optar, seguiremos aquí la de Robert Graves (1895-1985), el poeta, ensayista y novelista británico a quien se deben obras como “Yo, Claudio” y “La diosa blanca”.
Según ese relato, recogido a su vez de la antigua mitología griega, Narciso era una criatura hermosa cuando nació, hijo de Liríope, la ninfa azul, y del dios-río Cefiso. Seguiría siendo bello a lo largo de toda su vida y, por ese motivo, objeto de adoración y enamoramiento de propios y extraños, así como de varones y mujeres. Puesto que no había entonces espejos ni existía la fotografía, las noticias de su propia belleza le llegaban a través de las palabras y los gestos de los demás. Este es un dato importante a tener en cuenta. Lo cierto es que apenas nacido Narciso, en la ciudad de Tebas, un adivino ciego llamado Tiresias advirtió a Liríope que el chico viviría muchos años siempre y cuando jamás viera su propia imagen. Tebas era la ciudad en que se desarrolló la tragedia de Edipo, quien mató a su padre y se casó con su madre ignorando que ambos lo eran, y se quitó los ojos al enterarse de la verdad. También en este relato juega un papel predictivo Tiresias.
De regreso a Narciso, a los 16 años este ya había cosechado una cantidad considerable de amantes, a quienes rechazaba rápidamente con desprecio, por juzgaba que no merecían su belleza. Una de las despreciadas era una muchacha llamada Eco, víctima además de un defecto especial. Era incapaz de hablar con palabras propias y solo podía repetir la última palabra de las frases que otros decían. Esto se debía a que había sido castigada por la diosa Hera, esposa de Zeus, al descubrir que Eco la distraía con largas y absurdas historias en complicidad con Zeus, quien mientras tanto se dedicaba a sus habituales correrías con distintas amantes. Eco se había enamorado de Narciso, una más, y lo seguía a escondidas. Así, un día en que el muchacho se perdió en un bosque durante una cacería de ciervos y, al quedar solo, gritaba “¿Hay alguien por aquí?”, Eco, oculta tras unos árboles, repetía “Aquí”. Narciso descubrió de ese modo que había una presencia, pero no la veía. Entonces gritó: “No huyas, encontrémonos aquí”. Al oírlo la chica salió del escondite y corrió hacia él, solo para ser rechaza mientras Narciso escapaba. Ella vagó sola y enamorada durante mucho tiempo hasta desaparecer. Solo quedó su voz. De ahí lo que conocemos como eco.
Las flores que conocemos como Narcisos encierran detrás una historia mitológica
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Mientras tanto, el engreído Narciso continuaba con su práctica de seducir y rechazar, hasta que uno de sus amantes, Aminias, pidió a Artemisa, diosa de los bosques y de la caza, quien fue virgen hasta su muerte, que lo castigara. Ella lo hizo. Un día Narciso regresaba agotado y sediento de una de sus cacerías. Encontró una laguna de aguas plateadas en las que, al inclinarse para beber, vio su propia imagen por primera vez. Quedó impresionado por la belleza. Se inclinó más y más intrigado por esa imagen, y ansioso por poseer a ese muchacho. Hasta que cayó al agua y se ahogó. Se cumplía la profecía de Tiresías. Se cuenta en el mito que en el lugar en el que Narciso se hundió aparecieron las flores blancas que llevan su nombre.
Esta historia explica claramente de qué se habla cuando se dice que hoy vivimos en una cultura narcisista. Una cultura en la que cada uno vive absorbido por su propia imagen y dedicado a ella, a reproducirla y multiplicarla. No es necesario ahora reflejarse en las aguas de una laguna. Para eso están las “selfies”, los diferentes tipos de pantallas, los muros de Facebook, las diferentes redes sociales, los vidrios reflectantes, los espejos y cámaras que nos rodean y nos siguen. Agreguémosle las diferentes prácticas que incitan a “amarse a uno mismo”, a pensar en sí antes que en nadie. Una suerte de auto enamoramiento en la cual el otro, el prójimo, desaparece y a lo sumo es tenido en cuenta como medio o recurso para algún fin personal.
Según apunta el psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati en su libro “Ya no es como antes”, ese masivo narcisismo, considerado ya un trastorno de personalidad, podría resumirse en una frase como la siguiente: “Verme bien, conocerme a mí mismo, dedicarme a mis cosas, no dejar que me afecte lo que les pasa a los demás, ese no es mi problema, no complicarme la vida, si una pareja, un amigo o una persona no me sirve, la dejo”. Acaso sea justamente el furor por las “selfies” una de las pruebas más incontrastables de que esto es así. En este tipo de fotografías ya no hace falta el ojo ni la mirada del otro. Es el celular, un artefacto, el que me mira y me da existencia. Como en el caso de la madrastra de Blancanieves, le pregunto a ese espejito electrónico: “¿Quién es el más bello?”. Clic. Y me responde: “Tú”. Clic. De inmediato subo la respuesta a las redes sociales. Y aguardo desesperadamente el “me gusta”. Solo eso espero de los otros.
El efecto Narciso puede comprobarse fácilmente con un espejo. Quien se mira en un espejo ve su propia imagen. A medida que se aproxima a la superficie de este la imagen ocupa más espacio y lo que forma parte del contexto se va esfumando. Así hasta que, llegado el punto en que pega su nariz al espejo, no se ve más que a sí mismo. El resto del mundo ha desaparecido. Y con él, los otros. Y si los otros desaparecen, real o metafóricamente, nada se les debe, no hay por qué preocuparse por ellos. Sin embargo, recuerda Recalcati, toda relación verdadera entre personas reales genera deudas. La mayoría de ellas son simbólicas, no se traducen en números ni cantidades, no se reflejan en facturas. Como decía el filósofo lituano Emanuel Lévinas, la mirada del otro me da existencia, su presencia me interpela, me recuerda que soy parte de un todo y que solo en ese todo tengo entidad y sentido. Esa es la gran deuda simbólica.
Esta lección olvidada, o nunca aprendida, por Narciso resulta acaso la más poderosa conclusión que se puede extraer de su mito. Por muy enamorados que estemos de nosotros mismos, por mucho que nos aboquemos a nuestra imagen, nos encontraremos siempre bajo la sombra de la profecía de Tiresias. “Selfie” deriva del inglés “self”, que significa “yo”. No es casualidad que también “selfish” derive de allí. Y “selfish” quiere decir “egoísta”. Quizás sea tiempo de dejar de mirarnos en espejos tecnológicos para mirar el paisaje humano que nos rodea y nos contiene, dejar de auto admirarnos para contemplar a los otros. Hacerlo mientras haya tiempo y espacio. Mientras no estemos inclinados hasta un punto sin retorno sobre las superficies en la que nos contemplamos como Narciso.
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