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“Guasón” : simpatía por el diablo

Operática, despareja, potente, nadie saldrá indiferente tras ver la película de Todd Phillips, un ataque a la dictadura de la felicidad promovida por el mercado, los fármacos y el cine de superhéroes

“Guasón” : simpatía por el diablo
Pedro Garay

Pedro Garay
pgaray@eldia.com

4 de Octubre de 2019 | 14:12

Nadie saldrá indemne después de ver “Guasón”. Se podrá decir, y se ha dicho ya, que no faltan algunos momentos de trazo grueso, con el volumen del “mensaje” subido hasta once; que su tramo medio es algo deshilachado, que la fábula pierde algo de intensidad, concentración; y, seguro, que hay momentos, monólogos, que parecen hechos para la nominación al Oscar. Pero al salir del cine, particularmente tras ese tercer acto, la sensación es mucho menos racional, mucho más visceral: la película de Todd Phillips ofrece algunos de los momentos más potentes de cine de la temporada.

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Phillips utiliza todos los elementos del cine para construir potencia, aunque a veces sea algo ensordecedora. Apabulla la desgarradora ironía de la banda sonora. Su violencia atronadora, final, sin remate, hecha de un sonido de disparos seco, realista, visceral, como en el cine setentoso que es base de esta historia, un realismo sucio al que Todd Phillips, su director, interrumpe momentos casi operáticos. Apabulla, claro, un Joaquin Phoenix desolador cuadro por cuadro, la transformación de su lenguaje corporal, primero encorvado por el peso de la opresión, carcomido por los embates de la vida en el margen, de repente vigoroso, bailarín, empoderado.

Pero, sobre todo, apabulla de su película su amarga fábula de opresión: allí se construye la fuerte resonancia emocional que “Guasón” genera en una audiencia que sospecha de forma mayoritaria que eso que llamamos “sistema” está inclinado en nuestra contra, muestra con una mano la zanahoria, y con la otra, sutil, les hunde la cabeza lo necesario para que el premio esté siempre justo fuera de alcance.

Quizás incluso van al cine para olvidarse, escapar durante dos horas de esa delicada, naturalizada sensación de opresión y malestar: y Phillips se las arroja en la cara.

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Los superhéroes son nuestra mitología, se repite en esta era dorada del cine superheroico. En cuanto a las historietas, la aseveración parece acertada: el mismo compendio de personajes y situaciones se repite, pero cada autor y cada contexto ofrece una interpretación diferente, con consecuencias distintas, de las mismas historias. En cine, hasta aquí, sin embargo, el género ha ofrecido un número limitado de variantes en sus texturas y temas: siempre, al final, tras los salpicones de humor y amor, los héroes de férrea convicción moral con sus conflictos superficiales enfrentan a los villanos con sus ejércitos de monstruos impersonales generados por computadora. La moral es clara, la violencia es esterilizada, las ideas confirman lo que al público le gusta creer que piensa, reafirman sus puntos de vista, son tranquilizadoras. La fórmula funciona, dicen los números: para qué modificarla.

Phillips cambia la melodía por completo: porque si el mundo está enfermo, el héroe que defiende el orden, el estado de cosas, ¿qué es? Y si el villano, el Guasón, es un producto de ese mundo enfermo, el depositario de violencias familiares, institucionales, económicas, espirituales, ¿cómo puede reaccionar?

Phillips inscribe los abusos en la carne del personaje de Phoenix sin sutileza, manipula a su audiencia para que sienta simpatía por el diablo. Los espectadores no necesitan demasiado: está ya documentado que en este siglo XXI el encanto del público con los antihéroes sugiere que se sienten representados por los descastados, que apoyan las causas de los que rompen las reglas de un sistema corrupto, que depositan en ellos sus propias fantasías de rebeldía.

Y el Guasón es por primera vez un antihéroe, protagonista de su película, hecho con el molde de Travis Bickle, en lugar de elemento de disrupción de una película ajena, un elemento a corregir. En “Guasón”, lo que hay que corregir es el mundo que produce al Guasón. 

Fleck-personaje también pasa de la pasividad al protagonismo, porque la violencia engendra violencia: al principio su ira es contenida por fármacos, la frustración se embotella, lo enferma; pero en un momento ya no se puede dar más cuerda, y entonces ¡pum! La vida deja de ser tragedia y se vuelve una sangrienta, terrible comedia.

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El debate en torno al “Guasón”, como suele ocurrir en tiempos de redes sociales y declaraciones explosivas en busca de “likes” y “engagement”, se ha sensacionalizado. Huelga decir entonces que lo de Phillips es una advertencia, no una apología: individuos enfermos emergen de una sociedad enferma, individuos violentos de una sociedad violenta.

No es una hoja de ruta para individuos marginados y violentos que precisan algún argumento, inspiración, para perpetrar el próximo tiroteo en una escuela; sino una radiografía de por qué existen esos individuos marginados y violentos, una alegoría de la vida de quienes no tienen redes de seguridad, del efecto de las grietas materiales y el regreso de los discursos de odio que han vuelto a ser aceptables. 

Ciudad Gótica es el martirizado pueblo que, bajo el liderazgo de Arthur Fleck, se levanta frente a la desigualdad integral al sistema, frente a la riqueza obscena, finalmente harto ante la endémica injusticia que permea sus vidas y los aplasta. Pero es también es el votante de Trump, de Bolsonaro, que ya no cree en la política y quiere ver todo arder, “que se vayan todos” (como dijo Frederic Jameson, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”). 

Es el solipsista habitante del nuevo milenio, que, como afirmara Tyler Durden en otra película pop antisistema, “El Club de la Pelea”, “fue criado por la televisión para creer que algún día sería millonario, un dios del cine, una estrella de rock”; el usuario (en inglés, “user” es utilizado tanto para el que utiliza redes sociales como para el adicto a las drogas) nutrido por redes que confirman en lugar de desafiar sus prejuicios. Cree que merece ser reconocido, salir en televisión. Quiere recuperar los privilegios perdidos. 

Frustrado por esa falta de estatus que cree merecer, incendia la Ciudad Gótica. Este pueblo paradójico que se levanta es un pueblo violento, de una violencia en absoluto glamorizada en “Guasón”: la antifábula de Phillips es ambigua, amarga.

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Como la sonrisa de Arthur Fleck. Mueca agria, un forzado elevarse de las comisuras de los labios, un hábito forjado por la dictadura de la felicidad contra la que se rebela el Guasón.

“Sonreí, aunque te duela el corazón. Aunque se te rompa. Sonreí y quizás mañana el sol brillará para vos”, le pide su mamá y canta Jimmy Durante en “Smile”, el corazón sonoro y simbólico de la película. Es una de varias canciones que desde la banda sonora piden resignación y sonrisas. Suenan también “That’s Life” por Sinatra, y “Put on a happy face”, entonada por Tony Bennet, con la suntuosa instrumentación de las big band de mediados de siglo XX. 

¿No podés sonreír? Tomá esta medicación: “Guasón” no es tanto una película sobre las enfermedades mentales, sino también una película sobre una sociedad sobremedicada para seguir funcionando, produciendo, consumiendo. Para seguir sonriendo.

De allí que la tristeza, la depresión, sean motivo de vergüenza. Que haya que ocultarlos, enfrentar el mundo con una sonrisa, como cantan los crooners. Superficies preciosas, como esas canciones; debajo, un mar de angustia contenida. La preciosa “Smile” es, sugestivamente, una melodía tomada de “Tiempos modernos”, retrato de Chaplin sobre la alienación en la vida capitalista.

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El protagonista de “Tiempos modernos” pasa de la fábrica al hospital. Ese movimiento es, quizás, parte de la misma cadena de producción: si se ha “vuelto loco” no es porque la fábrica lo haya obligado a trabajar a velocidades inhumanas a cambio de sueldos subhumanos, sino que es algún desperfecto en el engranaje, en el individuo, a ser tratado en otra de las áreas comerciales del sistema, la farmacología.

“Considerar a la enfermedad mental como una enfermedad químico-biológica individual tiene enormes beneficios para el capitalismo. Primero, refuerza el impulso del Capital hacia la atomización individual (estás enfermo por tu química cerebral). Segundo, provee un mercado enormemente lucrativo para las compañías multinacionales farmacéuticas. Desde ya, todas las enfermedades mentales tienen una instancia neurológica, pero eso no dice nada de su causa”, escribe Mark Fisher en “Realismo Capitalista”.

Chaplin ya lo sabía en 1936: las enfermedades mentales no son excepción, sino el producto de un sistema de trabajos precarizados para consumir basura con obsolescencia programada, un sistema que produce insatisfacción perpetua como el motor de su economía de consumo, y como consecuencia una creciente masa de personas con estrés laboral, trastornos de ansiedad y depresión.

La simpatía por el diablo revela así resonancias más profundas que la mera empatía por los desafortunados o la sublimación de fantasías de rebelión: no es Arthur Fleck un loco, ni siquiera un ser enfermado por la sociedad. En esencia, puede ser cualquiera de nosotros.

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Al ser consideradas un problema individual, una falla en el engranaje, y no un problema político, las enfermedades mentales suelen ser secretos celosamente guardados por quienes las padecen. La sensación resultante es que están solos en su depresión. Una sensación alimentada por la individualización biologicista de estos padecimientos (es un problema de su química cerebral, les dicen), y también por las canciones, la televisión y las películas, soldados de la dictadura de la felicidad. “Todo el mundo está feliz”, nos grita Xuxa desde chiquitos. Porque ventilar la depresión, como muestra “Guasón”, puede ser peligroso para el sistema.

Vivimos en tiempos de invitación exacerbada a esa evasión, a la risa narcotizada: las series de tevé, un catálogo infinito al alcance de la mano, son la adicción del siglo XXI, y se consiguen de forma bastante menos costosa (y peligrosa) que otras drogas.

Y en la cúspide de la pirámide de lo que lecturas militantes consideran el nuevo opio de los pueblos está el cine de superhéroes. En ese sentido, no es arbitrario sino un calculado gesto político que Phillips subvierta los mitos que monopolizan los cines, y entregue la primera película del género que enfoca el otro lado de la dictadura de la felicidad: la rebelión inminente, inevitable y violenta de los engranajes defectuosos, exprimidos hasta quebrarse y luego descartados. 

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Hollywood siempre tenido expresiones críticas del estado de cosas. Pero a menudo, en un movimiento que los estudiosos han llamado “interpasividad”, la industria exhibe nuestro anticapitalismo frente a nosotros de forma inocua, pasajera, para que luego, con la conciencia tranquila, sigamos consumiendo con impunidad. Desde “Los Simpsons” a “Wall E”. 

Pero si es imposible salir indemne del cine tras ver “Guasón” es porque no habilita fácilmente la evasión: en cambio, exhibe su anticapitalismo de forma insistente, salvaje, machaca al espectador con cada golpe seco, cada sonoro disparo, con el realismo de su ciudad pecaminosa y sus salpicones de sangre y vísceras, con cada dolorosa deformación en el rostro y el cuerpo de ese pobre diablo, Arthur Fleck.

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